Es innegable que en la base del agnosticismo y del ateísmo encontramos, entre muchos otros factores, la influencia de los llamados maestros de la sospecha como Karl Marx, Friedrich Nietzsche o Sigmund Freud. Ahora bien, ¿hacemos lo correcto con una mera respuesta apologética sin considerar que aspectos de sus tesis pueden tener un componente objetivo? Quizá sus apreciaciones no puedan extrapolarse a la totalidad de los creyentes ni a todas las comunidades de fe; pero, seguramente encontraremos en el pensamiento de estos autores afirmaciones que deberíamos considerar y tener presentes a la hora de expresar nuestros razonamientos teológicos. Obviar las críticas de quienes tienen tanto ascendiente sobre el pensamiento contemporáneo es sinónimo de esconder la cabeza bajo el ala; sin duda, será más inteligente y práctico considerarlas, analizarlas e identificar la parte de razón que puedan contener.
Un ejemplo lo hallamos en Ludwing Feuerbach, considerado el padre intelectual del ateísmo antropológico. Jordi Corominas, doctor en filosofía considera que el autor de La esencia del cristianismo: «ve el origen de la alienación religiosa en el deseo del hombre de liberarse de su desagradable vida real y concreta». Para el filósofo alemán Dios no es más que una proyección de los anhelos humanos a una entidad superior y trascendente inexistente. Según Feuerbach, Dios no ha creado al hombre a su imagen y semejanza; sino que ha sido este quien ha creado a Dios a su propia imagen y necesidad. «Dios no es más que la esencia del hombre objetivada» son sus palabras. El hombre, el gran proyector; Dios, la gran proyección.
El hecho irrefutable, como reconoce el propio teólogo Hans Küng, es que: «la religión contiene un momento de proyección que interviene en nuestra representación subjetiva de Dios». No puede ser de otro modo. Nuestro propio estado de complejidad frente al Misterio nos hace olvidar la prudencia que recomendaba el filósofo austriaco Ludwing Wittgenstein cuando escribía: «de lo que no se puede hablar hay que callar». Es quizá una especie de horror vacui lo que nos impulsa a explicar lo inexplicable de lo divino y proyectar en lo que Feuerbach considera la idea de Dios toda una serie de atributos humanos como la sabiduría, la bondad y la belleza o compensadores de nuestras limitaciones como la omnisciencia, la omnipotencia y la omnipresencia.
En el plano apologético, argumentamos que del mecanismo psicológico de la proyección no se infiere necesariamente que la idea de Dios sea tan solo un mecanismo mental sin ninguna base. El propio Küng concluye que nuestras proyecciones no excluyen un Fundamento ontológico explicativo de la realidad sobre el que plasmamos nuestras elaboraciones respecto a la divinidad.
El riesgo de la proyección es nuestra subjetividad. Por lo tanto, la falta de correspondencia entre lo que imaginamos que es Dios y lo que realmente es. Tal disonancia cognitiva explica los falsos conceptos o imágenes distorsionadas de lo divino que no se corresponden con aquello que Jesús de Nazaret refleja de Dios.
En muchos supuestos estamos más cerca de las representaciones de las cosmologías mesopotámicas que del actual universo en expansión; hemos imaginado un ser omnipotente, que mueve los hilos de nuestra convulsa historia; hemos proyectado en Dios reminiscencias de George Orwell, como aquel que prohíbe, exige obediencia, infunde temor y del que no escapa ninguna de nuestras conductas; hemos construido, pues, imágenes que apuntan a un determinismo que limita nuestra libertad; hemos entendido a Dios como necesitado del sacrificio sangriento de Jesús; como aquel que puede resolver los desaguisados de la existencia en respuesta a la oración de fe, discriminando de este modo entre unos y otros… Tales imágenes son la negación del Dios de Jesús.
Es por estas y tantas otras distorsiones que José María Mardones, doctor en sociología y teología escribe: «Dios no siempre es una fuerza que desate nudos, libere de enredos, haga más ligera la carga de la vida o eleve a las personas por encima de las miserias existenciales y cotidianas. A menudo Dios es una carga pesada, muy pesada».
Asumir el mecanismo de la proyección nos previene de nuestros excesos respecto a la naturaleza y atributos divinos, que siempre se hallarán envueltos en el Misterio, y autorregula nuestras fantasías teológicas. Nos permite, asimismo, distinguir nuestras ideas de Dios de lo que realmente es Dios, tomando conciencia de su inevitable desajuste.
Citando de nuevo a Mardones: «Nuestras imágenes de Dios nacen de nuestras interpretaciones o, frecuentemente, de interpretaciones de otros o de otras épocas históricas […] que asumimos sin mucha o ninguna reflexión». Las representaciones de Dios están condicionadas culturalmente y requieren su deconstrucción y adecuación a cada nueva realidad histórica. Lluís Duch, doctor en antropología y teología por la Universidad de Tübingen, escribe al respecto que: «la actual imagen de Dios resulta irrelevante y sin ningún interés para una gran mayoría de ciudadanos».
Debemos reconocer, con Feuerbach, el papel de las proyecciones mentales a la hora de pretender explicar la divinidad. Tenemos que asumir que nuestra idea de Dios no es Dios. Debemos protegernos y preservar a los demás de nuestras ideas subjetivas. Más bien, en palabras del teólogo Rudolf Otto, debemos sumergirnos en lo sagrado y/o misterioso de la realidad que «no se puede explicitar en conceptos, […] sólo puede señalarse por medio de la reacción emocional peculiar que desencadena en el espíritu que lo experimenta».
Necesitamos aprender a minimizar el contenido de nuestras proyecciones. Debemos aprender a modificar el pensamiento del Dios que prohíbe por la del Dios que libera a través del reducto último de la propia conciencia. La imagen del Dios del temor ha de ser erradicada presentando el Dios del amor expresado en la figura histórica de Jesús de Nazaret. Del Dios alejado habrá que transitar a un concepto de Dios que nos envuelve y penetra como «una intimidad más íntima que nuestra propia intimidad» como expresaba Agustín de Hipona.
No es fácil la deconstrucción de las representaciones mentales que, con una pátina de sacralidad, hemos ido elaborando; pero en estas imágenes, Dios se juega su credibilidad y nosotros la madurez de nuestra vida cristiana.
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