Este artículo fue publicado anteriormente, el 25 de Julio de 2012 en Protestante Digital.
Suelo decir cuando me preguntan que, como consecuencia de la decisión que tomé en mayo de 1980 al contraer matrimonio, comencé, en 1982, a ejercer la carrera de la ma(e)ternidad. Repetí la experiencia en 1986 y, en 1995, para no quedarme desfasada en esta Ciencia, volví a animarme liándome la manta a la cabeza. Las niñas no vinieron. Confío en que el Señor, mis hijos y mis nueras me darán nietas.
La pena es que este título parauniversitario de ser madre no me lo han querido homologar, a pesar de haber puesto mi empeño en llevar a cabo, como Dios manda, todos los trámites.
Por si te interesa te digo que la parte positiva de esta experiencia supera con creces la negativa. La balanza no está equilibrada. Puede más lo vivido que lo dejado por vivir, las alegrías que las penas, aunque siempre haya alguien cerca que te recuerde que no podrás hacer esto o aquello por causa de la responsabilidad que traen los hijos. En ningún momento me he arrepentido de ser matrona.
Continúo. Saber que dentro de tu cuerpo se forma una criatura es algo inexplicable. Saber que crece sin que tú hagas nada a favor o en contra es sublime. Querer dormir y darse cuenta de que el ser que te habita decide estar despierto y moverse en su limitado espacio, es mágico.
Experimentas el milagro de la vida que existe en ti y aún no puedes ver. Un acto de fe que llega a materializarse a su debido tiempo. Es un tiempo que se hace eterno, meses que ante tu impaciencia se tornan años.
Recuerdo las ecografías, la ansiedad por saber si el feto estaba bien, su sexo. El rompecabezas de buscar un nombre preciso del que no cupiera vacilación ni posterior arrepentimiento. La ropa que parece de muñecos, ordenada una y mil veces en el armario, montones de pañales para los primeros días, de nuevo más ecografías, control de análisis, monitores, los cambios que traen las diferentes lunas, las contracciones, que aparecen y logran sorprenderte aunque hacía tiempo que las esperabas y ahora no tienes dudas. Han llegado de veras aquellas que confundías con cualquier molestia insignificante y sabes que no hay marcha atrás. El proceso del parto ha comenzado. Crees morir para alumbrar vida. Nacimiento. Apertura lenta al sufrimiento de un camino estrecho que se ensancha y te desgarra. Dolor de angustia. Dolor cansado. Dolor de miedo y dolor de esperanza que, de un momento a otro, te dejará en los brazos a una criatura que abre por primera vez sus ojos al mundo y te llevará a luchar por ella con unas fuerzas que no te reconoces y que aceptas como propia porque la necesitas.
Llega. Lloras. Cuentas sus dedos. Observas el color de sus ojos que parecen turbios y aún desenfocados. Su boca. Sus extremidades. Quieres saber cuánto mide la persona que acaba de abandonar tu nido interno. Conocer los kilos y gramos exactos para grabarlos en tu memoria y compartirlo después con familiares y amigos. Ahora sabes que el nombre que pensaste es el suyo. Acertaste.
En adelante se te abre la visión de un mundo lleno de adversidades que antes no te incomodaban y ahora quisieras evitar a toda costa. Porque el bienestar del bebé depende de esa batalla que llevarás a cabo a lo largo de tu vida formando parte de ti siempre. Has cambiado. Ya no eres dócil, conformista de tu entorno, indiferente. Las cosas negativas no te pasan desapercibidas. Vives por y para la criatura que lleva tu esencia.
Rememoras tu infancia, sus goces, sus sombras y la impotencia que sentiste en múltiples ocasiones. Por eso, ahora te importa todo, recelas de todo, protestas por todo, te arriesgas, te enfrentas, sacas las uñas, das la cara. Determinas que el universo tiene que cambiar porque tu bebé, el rey, comienza a ocuparlo desde el pequeño espacio rectangular de su cuna y sabes que pronto saltará fuera.
Otro aspecto vital es la lactancia. Espacio privado de comunión. De igual modo que cuando se encontraba en tu interior, el bebé necesita de ti, de tu cuerpo. Lo necesita y lo exige. Lo reclama en todo momento ya sea por hambre o buscando tu protección, tu calor. Y una quiere seguir aportando. Sentirse necesaria. Darse entera. Vaciarse de contenido y llenarse de satisfacción, como si el parto no hubiese terminado, como si el cordón atara aún una simbiosis de ofrecimiento de alimento natural y reportara a cambio otro espiritual. No sé definirlo.
El tiempo pasa. Necesitas ayuda. No la encuentras. Acudes a libros especializados. Sacas algunos de la biblioteca. Por falta de tiempo los devuelves sin terminar su lectura. Compras los que dicen ser recomendados. Te informas. Te das cuenta de que tu bebé no encaja en lo que escriben los expertos, y el pediatra es el pediatra.
Nos adaptamos a las circunstancias. Aprendemos a sobrevivir a la ausencia de nuestros sueños que, poco a poco, han ido desconchándose. Algunos días, se nos olvida la formula para alargar la ilusión.
El curso escolar empieza y te ves por primera vez llevando a un mico de pocos centímetros con una gran mochila a la espalda. Por primera vez lo entregas a otras manos. Con desconfianza observas a la maestra, ¿será madre también?, te preguntas. Haces lo posible para que le cuide mucho más que a los demás, le pides que no le quite los ojos de encima, le explicas que lo lleve al baño, que para la cosa más insignificante te llame por teléfono. Y aunque está en la ficha con los datos necesarios, le vuelves a dar el número fijo, tu móvil, el de tu marido, el de la oficina, el de los abuelos y por si acaso, el del vecino. Luego, pasado el tiempo, recuerdas aquellos primeros días de escuela y cuánto te habría gustado que aquella profesora hubiese sido un miembro más de tu familia.
Aparecen los primeros enemigos y te preguntas cómo, a tan corta edad, pueden ser tan crueles algunas criaturas. Con palabras infantiles le explicas a tu hijo la necesidad de ser pacíficos. Le animas a abrazar en lugar de empujar, a ser afable, compartir. Después de advertirle repetidas veces que no actúe de manera agresiva con sus compañeros, aunque sus compañeros actúen así y sabiendo que la cosa va a mayores, terminas aceptando el odiado refrán «Si no puedes con tu enemigo únete a él». Te haces amiga de las madres de esos niños altaneros, te llevas a la comitiva a merendar a casa, celebras el cumpleaños de manera anticipada, les compras a todos regalitos, les dejas soplar primero las velas y todo, para que dejen de pegarle al tuyo. Lo consigues. Problema superado.
Crecen. Tememos la adolescencia que se aproxima. Comienzan las modas, las marcas, la música ruidosa. Las malas notas, los amigos, la pronunciación de palabras desconocidas para nosotras. Entonces una angustia llena de dudas nos roba el alma. ¡Cuantas veces nos gustaría verlo todo tan claro como que un jazmín es siempre blanco!
Vivimos con miedo. En infinidad de ocasiones nos sentimos culpables de sus desdichas, porque creemos que, a veces, los acontecimientos pudieron evitarse.
Cada día vemos a nuestro alrededor otras ventanas que nos muestran nuevos espacios de libertad, formas diferentes de vivir, pero asumimos la nuestra.
Desde los primeros momentos, la ma(e)ternidad engendra a su vez aceptación, perdón, reconocimiento y paz. Me explico. Fue cuando parí que entendí mejor a mi madre. Acepté los errores que pudo cometer conmigo en el pasado, cuando sentí la impotencia de no saber qué hacer en múltiples ocasiones frente a mis hijos. Perdoné su desconocimiento al no saber ayudarme a superar mis dificultades, cuando no supe ayudar a los míos a superar las suyas. Reconocí su sacrificio cuando era yo quien posaba noches enteras junto a la cuna o paseaba a alguno de mis hijos por la casa sin poder dormirlo. Fue entonces, al conocerme en esa faceta de la vida sin vuelta atrás, cuando entendí que la super madre no existe y que yo misma no lo era. Reconocer mi propia debilidad en la de mi madre aportó paz a nuestra relación.
Confío en que mis hijos tengan experiencias enriquecedoras y, si alguna vez, se equivocan, de igual forma me perdonen en todo aquello en que fallé, los momentos en los que no supe estar a la altura que demandaban. Deseo que comprendan que los errores no son sinónimo de falta de cariño; que el cansancio no es sinónimo de desatención; que tener sueño atrasado no es despreocupación; que la buena alimentación, aunque no sea la preferida, es importante; que la mala televisión existe; Que no poder más es simplemente no poder más.
¡Qué poco se nos enseña y cómo nos duelen los errores! ¡Cuántas veces he pensado que iba hacia atrás en la carrera!
Termino mi exposición con la mirada puesta en el futuro. Y no prometo, más bien juro que, si Dios me concede la oportunidad de ser abuela, en mis nietos, los hijos de mis hijos, redimiré mis carencias. Siendo la ma(e)ternidad un don eterno, cuento con la vida entera para remediar mis faltas.
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