Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo. (Efesios 1, 3-4a RVR60)
No es la primera vez que encabezamos alguna de nuestras reflexiones en La Lupa Protestante con un título en latín tomado de alguna sentencia emitida por un autor clásico. La lengua latina —mal que les pese a muchos de sus enemigos declarados, que quisieran verla desaparecer para siempre de las aulas y de todas partes— tiene su propio encanto, su particular sabor cultural en nuestro mundo occidental, románico o germánico, bien ejemplificado en los numerosísimos aforismos que ha generado su literatura en la pluma de escritores cuyo valor es imperecedero. Este que leemos hoy procede del gran orador de oradores Marco Tulio Cicerón, más concretamente de su obra De Oratore II, 9, y es una definición de la historia como disciplina: “La Historia (con mayúscula) es maestra de la vida y testigo de los tiempos”, o sea, tiene una doble función, siempre según el ilustre escritor: informar e instruir al mismo tiempo.
Esta sentencia reviste un particular valor para nosotros los creyentes en un momento tan especial de nuestro calendario como es el que vivimos estos días de Adviento, si la aplicamos de forma específica a lo que desde mediados del siglo pasado hemos dado en llamar Historia de la Salvación. Y es que, como nos indica el Nuevo Testamento en numerosos versículos, la Venida del Señor Jesús supone la culminación de la historia, la plenitud de los tiempos, ese cumplimiento que leemos en el pasaje clásico de Gálatas 4, 4-5.
Una afirmación tal, que podríamos obviar dándola por sabida, requiere por el contrario hoy como nunca una profunda reflexión por parte de los creyentes cristianos, y muy especialmente por parte de los creyentes cristianos evangélicos, visto que nuestra identidad corre el peligro de diluirse en un mar de enfoques, lecturas e interpretaciones de la Escritura a cual más peculiar, cuando no en un extraño sincretismo paganizante que pareciera ignorar por completo las raíces de la fe. Y esta fe, nuestra fe cristiana, es por encima de todo una fe histórica, algo que nunca debiéramos olvidar.
La Santa Biblia nos narra, efectivamente, una historia. Básicamente, podemos afirmar, la Biblia es una historia: una historia jalonada de hechos salvíficos, intervenciones de Dios en el devenir humano que marcan hitos, momentos clave cuya impronta es indeleble en la memoria del pueblo del Señor de épocas antiguas, y que constituyen la base de su creencia y su instrucción. Hechos salvíficos que comienzan, en la narración sagrada, desde la caída con el anuncio del Protoevangelio (Génesis 3, 15), prosiguen con la alianza de Noé (Génesis 9), el pacto de Abraham (Génesis 15), el pacto del Sinaí narrado con profusión de detalles en los libros de Éxodo y Levítico, y el pacto de David (2 Samuel 7), todo lo cual apunta hacia la Nueva Alianza encarnada en Jesús el Mesías, el Ungido de Dios, en quien se compendia todo el propósito divino para nuestra especie humana, como leemos, entre otros pasajes, en los versículos de la epístola a los Efesios que encabezan esta reflexión. Dicho de una manera mucho más clara y lapidaria: la Venida del Señor Jesús pone el sello definitivo a la Historia de la Salvación, le da su pleno sentido y la convierte en una adquisición para siempre. De esta forma, el creyente de hoy, en su lectura personal o colectiva, devocional o litúrgica, de las Escrituras, se encuentra con su propia historia en tanto que miembro del pueblo del Señor, y está llamado a entenderla toda ella en clave de evento cumplido en la persona y la obra del Hijo de Dios que vino y que un día regresará.
Como hemos apuntado en otras ocasiones, pues refleja una preocupación creciente ante realidades patentes y no demasiado halagüeñas, una no pequeña parte de nuestro mundo evangélico de hoy, al menos el de habla hispana que conocemos más de cerca, corre el peligro de perderse en un laberinto inextricable de lecturas bíblicas desenfocadas en las que se agranda lo pequeño y se empequeñece lo grande, se maximiza lo mínimo y se minimiza lo máximo, se potencia lo accesorio y se debilita lo esencial. En realidad, este sector del mundo evangélico refleja la tensión de hallarse confrontado al gran tesoro que es la Palabra escrita de Dios, por un lado, pero carecer en muchos casos de los medios para trabajarla de forma correcta, por el otro, es decir, con un buen método de lectura que le permita saborear lo fundamental sin entretenerse demasiado en lo secundario. Entendemos que el responsable directo de una situación semejante es la falta de una formación adecuada en sus dirigentes, no solo en el ámbito puramente bíblico, sino en el general. Lo cierto es que acaba resultando deprimente encontrar a tantos creyentes individuales y a igual número de congregaciones enteras que solo buscan en los Escritos Sagrados normas estrictas de conducta frente a casos o situaciones particulares, supuestas “anticipaciones” de acontecimientos futuros y reglamentaciones estrechas para la vida de la Iglesia, cuando no supuestas claves secretas para “guerras espirituales” o “revelaciones especiales” sobre una gran variedad de asuntos, tanto que, sin pretenderlo, caen de lleno en una superstición de corte más pagano que cristiano. Los libros de la Biblia, en estos casos, pueden convertirse en una verdadera maldición para quienes los leen o escuchan disertar sobre ellos, en una fuente de desequilibrio permanente y en un instrumento de alienación, es decir, en un oprobio para el mensaje cristiano.
Las Escrituras, y no nos cansaremos de decirlo, nos han sido dadas para redención, es decir, para restauración, rehabilitación y re-dignificación del ser humano caído. Nos han sido entregadas para consuelo y paz, o sea, no como martillo o arma contundente contra pecadores y “herejes”. Fueron inspiradas por el Espíritu de Dios —¿se podría poner en duda?—, no para ofrecer revelaciones misteriosas o desvelar los grandes secretos del universo, sino para que le encontremos un sentido pleno a nuestra existencia en la tierra y en medio de la sociedad en que nos ha tocado vivir, conforme al plan divino para nuestra especie. Solo pueden tener un sentido coherente cuando se leen en clave histórica, pero de Historia de la Salvación, y apuntan, por lo tanto, hacia el Mesías que vino y ha de volver, en quien halla su plenitud el propósito salvífico de Dios.