Personalmente, trato de evitar cualquier tipo de categorización arbitraria, más aún en asuntos políticos. Prefiero apelar al diálogo constante, sin juicios a priori, partiendo del hecho de que toda expresión es siempre subjetiva y contingente, especialmente en un contexto democrático que se establece en la búsqueda de consensos transitorios a partir de una sana disputa entre las partes en juego.
Pero hay momentos donde se hace inevitable no pararse y afirmar de frente ciertos juicios que pueden sonar terminantes y hasta pedantes –con todo el riesgo de parecer absolutizar un sesgo-, donde la presión de ciertas circunstancias hace ineludible tomar posicionamientos alternativos frente a propuestas que se presentan insalvables.
¿Cuál es el criterio ético para esta determinación? No el hecho de creer que la posición o juicio particular de uno/a sea la verdad universal a ser cumplida. Por el contrario, parte de la imperiosa necesidad de denunciar voces, posicionamientos socio-políticos y criterios morales particulares que se presentan clausurados y absolutos cuando no lo son, y que en dicho ejercicio interrumpen un desarrollo democrático saludable, que priorice la diversidad y la pluralidad inherentes a nuestras sociedades, y la necesidad de construir instancias de participación, articulación e inclusión, donde todas las partes sean reconocidas y formen parte de un espacio de diálogo.
En este caso, nos queremos referir a diversas expresiones “evangélicas” –o sea, que se presentan como tales aunque no representan el espectro evangélico en su totalidad- que hace tiempo están cobrando un creciente protagonismo en instancias de deliberación política institucional. Brasil, Uruguay, Chile, Perú, Colombia, Guatemala, Argentina, son algunos de los tantos casos que encontramos en América Latina –con todas las variantes entre cada caso- donde grupos de funcionarios se declaran pública y abiertamente evangélicos, vinculando su opción religiosa con ciertas agendas políticas e ideológicas
I. Evangélicos y conservadurismo
Una mayoría de estos grupos priorizan ciertos temas dentro de su agenda política, ubicando un concepto de familia nuclear como fundamento, a partir de donde se proponen proyectos de regulación del cuerpo y la sexualidad, en temas como género, aborto, homosexualidad, entre otros. No es casualidad que la totalidad de estos sectores provengan de partidos de centro-derecha, con articulaciones entre los sectores sociales y políticos más conservadores de la sociedad.
Sus propuestas se basan en una mirada conservadora, moralista y esencialista del núcleo familiar, partiendo de una concepción reduccionista y patriarcal de lo relacional, lo corporal y lo sexual. Todo lo demás ronda alrededor de estos pilares, evitando así enfrentar problemáticas centrales en nuestros contextos, tales como la pobreza, la injusticia, la desigualdad, la poca intervención del Estado, el aumento de las estructuras represivas, entre otros. Esto, obviamente, se debe a que dichos grupos están relacionados con sectores empresariales, militares y policiales, que precisamente crean estas circunstancias, y para quienes les son funcionales.
II. Tergiversación bíblica y legitimación política
Para estos grupos, la participación política institucional parece ser sólo algo instrumental o un “medio” que apunta hacia un “bien mayor”. En otras palabras, el origen de sus agendas es presentado desde una fuente superior a cualquier tipo de deliberación política, o sea, la Biblia; o peor aún, desde Dios mismo. Dicho gesto absolutiza todo posicionamiento particular y obtura cualquier posibilidad de diálogo, al excluir –desde una postura metafísica- cualquier otro posicionamiento, inclusive una instancia de encuentro.
Toda perspectiva política puede ser inspirada en un marco de creencia particular, sea un texto sagrado, el Manifiesto Comunista, el Consenso de Washington o la Doctrina Peronista. Pero en el caso particular del uso del texto bíblico, el problema reside en la metafísica hermenéutica que se utiliza al abordarlo por parte de estos grupos, donde la sacralidad de dicho texto –cosa, además, que no existe y que es ajena a su misma composición- es ubicada como un manto de legitimación que lo coloca por encima de cualquier otro tipo de mediación.
Peor aún –desde una mirada más interna-, dichos discursos distan de la sinceridad y la humildad necesarias para reconocer que existen, además, diversas interpretaciones del texto bíblico. En este sentido, estos grupos no sólo ponen a la Biblia como un marco de sentido cerrado y excluyente, sino que se pondera un conjunto de interpretaciones determinadas como las únicas posibles.
III. Una crítica “tibia”
En este tiempo también hemos visto voces dentro del mismo espectro evangélico que se levantan con un posicionamiento alternativo, desde una interpretación un poco más dinámica del texto bíblico y con cierta sensibilidad social. Más allá de eso, uno se pregunta dónde están estas voces a la hora de cuestionar las agendas públicas de los grupos que tienden a homogeneizar la cosmovisión política evangélica desde los espacios de poder.
El problema que muchos/as encontramos es que, a pesar de ciertas diferencias cosméticas, el fondo que une a estos grupos es el mismo. Las hermenéuticas siguen siendo igual de cerradas y la cosmovisión social se centra en temáticas económicas que ignoran la dimensión sexual, corporal y afectiva de los contextos sociales, aspecto que evidencia una perspectiva conservadora compartida.
En otras palabras, el supuesto progresismo termina siendo funcional a los idearios más conservadores –aunque retóricamente se resistirían a ser relacionados con ellos- ya que comparten las mismas tramas de fondo. Todos/as somos contradictorios/as. Pero aquí la tibieza no pasa por los desencuentros con nosotros mismos sino por la hipocresía de esgrimir un posicionamiento sensible y abierto a las problemáticas de la sociedad como pantalla para ocultar el mismo fundamentalismo que cuestionan.
IV. Hacia una democracia radical desde una visión evangélica
Las llamadas “bancadas evangélicas” son espacios que de “evangélico” tienen sólo un mote institucional con claras intencionalidades electorales, con el objetivo de alcanzar plataformas de poder dentro de la burocracia política. Usan ese espacio, no para ubicarse como una voz particular más dentro del espectro político –para lo cual tienen todo el derecho- sino que su discurso y práctica se presentan absolutas, con aires de superioridad (dadas desde lo “alto”) frente a otras voces (salvo que comulguen con sus perspectivas políticas, lo que da un manto de sacralidad a voces partidarias y otros sectores sociales -como dijimos- militares, conservadores, fundamentalistas, etc.)
En resumen, estos grupos no aportan a una sana práctica democrática. Tener una creencia y una voz particular que dialogue con las demás, es totalmente aceptable. Pero legitimar dicho posicionamiento desde un lugar de sacralidad, tercerizando toda subjetividad a Dios mismo, es un tipo de totalitarismo escondido (y no tanto) Significa usar la fe, la iglesia, la Biblia y lo divino como plataformas de poder.
Democracia significa abrir un espacio de diálogo, donde todas las partes se muestren falibles frente a las demás. Sin ese posicionamiento, no existe posibilidad de intercambio para construir un espacio público donde se debata en torno a las demandas del pueblo. Como pasa en cualquier familia, hay cosas que no gustarán a todos los miembros a la hora de llegar a ciertos acuerdos. Pero eso significa convivir: aceptar las diferencias. Eso es ser humanos con derecho a la palabra y la acción. Estos valores democráticos están muy lejos de la agenda de muchos sectores evangélicos posicionados en el poder, donde sus prácticas y discursos anulan todo tipo de pluralidad.
Al Evangelio no viene adjunta a una lista de prerrogativas morales. Si las hay, tengamos la humidad de reconocer que fuimos nosotros quienes la escribimos desde nuestra interpretación particular. Sí encontramos un tipo de ética que Jesucristo mismo reflejó: el amor al prójimo como punto de partida de cualquier práctica social, cultural, económica, política y religiosa. Jesús se resistió a toda absolutización moral y dogmática por parte del Imperio Romano y el liderazgo religioso que intente poner una máscara por sobre la vida y el sufrimiento del otro.
Como evangélicos, debemos denunciar estos proyectos políticos que intentan imponer agendas morales, queriendo administrar la vida privada. Reclamar que lo que estos grupos desean imponer no son más que proyectos particulares, de partidos específicos (con perspectivas ideológicas específicas), y que no representan a todo el espectro evangélico. Debemos denunciar que la fe va por otros caminos (¡y que son muchos!) y que la iglesia no debe ser utilizada como plataforma de intereses políticos particulares.