Posted On 18/04/2025 By In Biblia, portada With 786 Views

Meditaciones para estos días de Pascua | Amós López Rubio

Lupa Protestante

Viernes: las otras palabras al pie de la cruz

En Viernes Santo acostumbramos a recordar las palabras y frases de Jesús en la cruz según el testimonio de los evangelios. Sin embargo, hay otras palabras no dichas desde la cruz sino desde otro lugar, desde otra perspectiva,que complementan y refuerzan aquellas dichas por Jesús. Son palabras que pueden ayudarnos a profundizar en nuestra fe y vocación cristiana en el mundo a la luz de aquel día en que parecía prevalecer la oscuridad.

Cuando los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: “No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será” (Juan 19, 23-24)

Jesús había enseñado a sus seguidores que si alguien les reclamaba la túnica en un pleito, que le dejaran también llevarse la capa. Ahora, al ser crucificado, Jesús es despojado totalmente de sus vestiduras. A través de un juego de azar, los soldados deciden cuál de ellos se quedará con la túnica del crucificado.

El despojo es parte del crimen. La ropa de quien es condenado a muerte forma parte de la rapiña. El vestido es una extensión del propio cuerpo, lastimado y rasgado por las torturas y el dolor indecible.

Así ha sido desde tiempos antiguos: quienes ejercen violencia sobre los cuerpos, también se apropian de las pertenencias de los violentados como si se intentara borrar todo recuerdo del acto cruel.

Sin embargo, la memoria del crucificado perdurará en las mentes y los corazones de quienes lo conocieron y amaron su obra. Aún si su túnica, o la corona de espinas que hirió su frente, o un fragmento del madero que recibió su cuerpo, se conservaran en algún rincón del mundo, sin embargo, son sus palabras y sus actos lo que sigue inspirando las luchas contra toda forma de violencia y despojo.

Personas despojadas de sus derechos, familias desplazadas por la guerra, pueblos privados de sus tierras: es la sociedad actual, al fin, que naturaliza la violencia, nos compulsa a lanzarnos sobre los otros y arrebatarles lo que tengan encima. El robo de las cosas, de los sueños, de la seguridad es una amenaza permanente.

Volver a mirar hoy la cruz del que fue despojado es mirar nuestra vida y nuestro mundo, reconocer que necesitamos mirarnos como hermanos y hermanas, y no como objetos de codicia y rapiña. Necesitamos reorientar la mirada y la conducta, permitir que las palabras y actos de Jesús sigan animando nuestro modo de vivir y convivir. Pidamos a Dios que nos ayude a repartir, no las vestiduras de otros sino el poder transformador de su amor y su perdón. La memoria de la cruz es la memoria del amor que restaura.

El pueblo estaba mirando y aún los gobernantes se burlaban de él diciendo: “A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de Dios” (Lucas 23, 35)

“Tú, el que derribas el Templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo”, “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz”, “A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar”, son otras palabras de burla y provocación como aquellas del tentador en el desierto, “Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan”.

La tentación siempre vuelve. En los momentos decisivos y de mayor vulnerabilidad, pretende doblegar el carácter, torcer los principios, enturbiar el horizonte, negociar la fidelidad. Pero no hay que ceder a la tentación, aunque muchas veces parezca ser una buena solución a lo que tanto nos agobia. Más vale la integridad del ser humano que el despliegue ególatra de sus poderes.

Volver a mirar hoy la cruz es volver a preguntarnos por nuestras fidelidades y por el uso que damos a nuestro poder. La gente quiere ver a sus héroes bajando de la cruz, realizando el portento, el gesto sobrenatural que deje pasmado al público. Nuestro tiempo se caracteriza por el consumo de los milagros: milagros que desatan el éxito y arrastran multitudes.

Pero el milagro que solo asombra está corrompido y corrompe. La opción de Jesús es salvar y no salvarse, es renunciar a sí mismo y darse. Quienes se burlan y locritican no han comprendido ni aceptan esa opción. No comprenden ni aceptan esa manera de amar, la únicamanera de amar que nos puede salvar. Pero este es el verdadero milagro, que podamos amarnos. Es salvando a otros que podemos salvarnos a nosotros mismos. La memoria de la cruz es la memoria del amor que se ofrece y salva.  

Corrió uno y, empapando una esponja en vinagre, la puso en una caña y le dio a beber diciendo: “Dejad, veamos si viene Elías a bajarlo” (Marcos 15, 36)

La identificación de Jesús con Elías es recurrente en los evangelios. Elías, en representación del profetismo israelita, es uno de los que acompaña a Jesús en el monte de la transfiguración. Es que Jesús encarna lo más radical del movimiento profético de su pueblo: Él mismo es reconocido por el pueblo como un profeta.

Varias son las marcas proféticas en el ministerio de Jesús: el llamado a la conversión y el arrepentimiento, la denuncia del mal perpetrado por el poder político y religioso, señales en favor de la sanidad de los enfermos, anuncio de un futuro de gracia y vida plena que ya comienza en la irrupción del reino de Dios que llega, el conocimiento profundo del espíritu humano.

Pero el profeta no es milagrero, ni adivino, ni oportunista. Tampoco ejerce su oficio desde afuera sino desde la entrañas del pueblo a quien pertenece y ama. Es alguien que a partir de su conocimiento y su experiencia de Dios, del ser humano y del tiempo que le toca vivir, decide comprometerse con su pueblo en la búsqueda de la justicia y la reivindicación de la vida digna. “Esperanza” es su palabra favorita.

Aquel testigo de la crucifixión de Jesús que tuvo la ocurrencia de pensar que Elías podía bajar a Jesús de la cruz, no imaginó que su sarcasmo podría estar revelando una gran verdad: solo los profetas reivindican a los profetas. Bajar de la cruz a los crucificados de todos los tiempos y enfrentar a los promotores de la muerte con su propio pecado ha sido parte del testimonio profético de la humanidad.

¿Quiénes son los profetas y las profetisas de nuestros días? ¿Quiénes nos animan y acompañan con la fuerza de su voz y la profundidad de su compromiso en la conformación de otro mundo posible con paz y justicia? Volver a mirar la cruz es recordar y agradecer para proseguir. Hoy nos amenaza una amnesia generalizada, histórica, política, también evangélica. Algo que contrasta con el hecho de tener, como nunca antes, grandes niveles de acceso a toda clase de información.

En lugar de la amnesia necesitamos la anamnesis, es decir, la “actualización” de aquellos gestos y palabras que fundamentan nuestra fe y vocación en el mundo. Esta “puesta al día” se resume en las palabras del Jesús profeta la noche que fue entregado: “Hagan esto en memoria de mí”. La memoria de la cruz es una memoria profética, hacerse pan y vino para la vida del mundo.    

Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado así, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15, 37-39)

Ahora nos topamos con algo nuevo, un giro inesperado. Las palabras del centurión contrastan con las anteriores. Ya no es el afán de asegurarse una prenda del que agoniza en el madero, ya no es la burla, la provocación o la ironía. Las palabras del centurión declaran que no todo ha sido en vano. El poder militar y político que crucifica a Jesús loreconoce ahora como Hijo de Dios. No es el poder que se ejerce por medio de la fuerza y la violencia el que tiene la última palabra en la historia sino el poder del amor que es eficaz por su entrega generosa y solidaria.

Resuenan aquí las palabras del profeta Miqueas: “las armas de la guerra serán convertidas en instrumentos de labranza”. Las palabras del centurión son, además, una confesión de fe que se conecta con aquel antiguo himno cristiano en la carta a los Filipenses cuando afirma que “toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor”.

Las palabras que cierran la escena de la crucifixión son así cumplimiento de antiguas profecías y, al mismo tiempo, anticipo de lo que vendrá: la irrupción de la fuerza liberadora del evangelio llevando vida y esperanza a todos los pueblos, más allá de la cruz pero siempre animada por el gesto definitivo del crucificado.

Volver a mirar la cruz es reafirmar que la vida que se juega en un amor limpio, cuestionador y coherente es la que lleva mucho fruto. Y nos ayuda a comprender que la memoria de la cruz solo tiene el propósito de hacernos tomar mucho más en serio nuestras decisiones y convicciones de fe. Así lo expresan estas palabras de Don Pedro Casaldáliga, no dichas al pie de la cruz sino desde la piel de quien supo cargar con la suya propia:

Ser lo que se es,

hablar lo que se cree,

creer lo que se ora,

vivir lo que se proclama,

hasta las últimas consecuencias.

Sábado: descanso, silencio y memoria

El Sábado Santo forma parte del llamado triduo pascual, los tres días que comprenden la crucifixión, sepultura y resurrección de Jesús. ¿Cuáles son los contenidos para el día sábado? La tradición cristiana lo ha comprendido como día de descanso, silencio y memoria.

Descanso

José de Arimatea era un israelita justo y bueno que esperaba el reino de Dios, posiblemente un discípulo secreto de Jesús (Lc. 23, 50; Jn. 19, 38). Era un hombre rico y como era costumbre en algunos casos, había tomado previsiones para preparar una cueva labrada en la roca, un sepulcro nuevo donde sepultar a Jesús. La cueva se cerraba con una piedra circular y pesada que se hacía rodar hasta la entrada. El Evangelio de Juan refiere que Nicodemo ayudó con especias aromáticas para preparar el cuerpo de Jesús.

Parte importante de la tradición judía es proveer de una digna sepultura. Morir y no ser enterrado era señal de maldición. “Descanse en paz”, solemos decir cuando alguien fallece. Y ese descanso en paz está vinculado a la posibilidad de proveer un lugar adecuado donde el cuerpo de la persona pueda permanecer. Las tradiciones en relación a los enterramientos son diversas. Hoy en día gana terreno la práctica de la cremación, aunque la incineración de los cuerpos es algo habitual desde los tiempos antiguos.

El Sábado Santo nos invita a meditar en el descanso. Teniendo como trasfondo la pasión de Jesús, se trata de un descanso cargado de dolor. Los acontecimientos de la cruz aún golpean en la mente y el corazón de quienes amaban a Jesús, quizás para algunos se trataba todavía de una pesadilla y no aceptaban del todo lo que había sucedido.

Jesús descansa, pero es un descanso que lleva en sus entrañas un nuevo comienzo. El Sábado Santo tiene como marco el shabath hebreo, el descanso de Dios después de varios días de intensa creación. Aquellos días fueron también intensos para Jesús. Las fuerzas del mal que violentaron su cuerpo no sospechaban que se estaba generando algo nuevo para la vida del mundo, no imaginaban que estaban labrando un camino que conduciría precisamente a la derrota definitiva de la injusticia y la muerte.

¿Cómo valoramos nuestra experiencia del descanso? ¿Es una oportunidad para renovar fuerzas y seguir recreando el mundo, ese mundo pequeño y cotidiano que habitamos,donde siempre es posible labrar caminos nuevos en medio de la dureza de los días?

Silencio      

¡Nada más silencioso que una tumba! Así decimos a alguien que nos confía un secreto: “No te preocupes, soy una tumba”. Sin embargo, el silencio que acompaña el descanso de Jesús es un silencio sonoro, poblado de recuerdos, palabras, imágenes, sentimientos encontrados. Al día agitado, confuso y ruidoso de las cruces, los gritos, el llanto y los cataclismos, le sigue un momento de reposo y silencio.

Elías necesitó hacer una pausa, también, en medio de momentos difíciles e inciertos. Y esa pausa le permitió reconocer la presencia de Dios, no en el temblor de tierra ni en el viento recio sino en una brisa apacible. El silencio nos ayuda a colocar en voz baja, casi inaudible, huracanes y terremotos que intentan arrebatarnos la confianza y la paz. Creo que fue lo que experimentó Jesús cuando clamó desde la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Fue el punto en el cual alcanzó vencer todo lo que lo atormentaba para poder descansar en el regazo de Dios.

Los días en el desierto, los pequeños retiros, a solas para orar, fueron espacios que Jesús buscaba para estar en silencio, y escuchar con más claridad la voz de Dios, la voz del mundo, la voz propia. Quizás también aquel sábado, después de la crucifixión, quienes amaban a Jesús tuvieron un momento a solas, en silencio, para escuchar y meditar con mayor profundidad en todo lo que había sucedido.

¿Cómo valoramos los tiempos de silencio? En medio de una vida agitada, exigente, cambiante, donde las preguntas sobre el presente y el futuro nos atormentan, y no podemos tener una idea clara de lo que vendrá, ¿buscamos tiempos a solas, quizás también en comunidad, para escuchar mejor y que el silencio activo y sonoro se vuelva señal de esperanza?

Memoria

El descanso y el silencio alimentan la memoria. Esto también nos enseñan tanto el descanso sabático como el reposo dominical, Día del Señor. El sábado es la memoria de la creación de Dios para que su pueblo también participe del descanso divino, un descanso reparador y creador. El domingo es la memoria de la resurrección, el día en que la comunidad cristiana renueva sus fuerzas para continuar con la obra creadora de Jesús en medio de la historia.

El Sábado Santo nos invita a recordar. Es interesante cómo los principales sacerdotes y fariseos, aquel sábado, se movilizaron, sellaron la entrada y colocaron guardia en la tumba de Jesús porque “se acordaron” de que el Maestro había hablado de su resurrección. Quisieron así evitar que sus discípulos robaran el cuerpo y proclamaran su resurrección.

Y me pregunto, ¿qué estarían recordando aquel sábado los discípulos y discípulas de Jesús, y toda la gente que le siguió durante su ministerio? Si algunos hacen memoria para impedir que la vida, la verdad y la libertad se abran paso, para acallar las voces de quienes reclaman justicia; para que se olviden los atropellos, las violaciones y las manipulaciones del poder hegemónico, ¿cómo no hacer memoria quienes han sufrido todo esto?

En su primer discurso público el día de Pentecostés, Pedro recordó la vida de Jesús, sus enseñanzas, sus milagros. Recordó también que fue víctima de un juicio injusto y,señalando a las personas que le escuchaban, les dijo: “Ustedes lo crucificaron, pero Dios lo levantó porque era imposible que fuera retenido por la muerte”.

Es la memoria lo que mantiene viva la fe de la iglesia. Es la memoria lo que hace posible la transformación de la historia para la vida plena. Es la memoria la que nos mantiene alertas contra toda injusticia, la que nos fortalece para seguir creyendo en el futuro de Dios y haciendo nuestra parte para que ese futuro sea posible. La memoria de la liberación de Dios, en otro tiempo, es lo que hace posible creer que Dios seguirá actuando y liberando hoy.

En este Sábado Santo, meditemos y recordemos, ¿de qué manera hemos experimentado la acción liberadora de Dios en nuestra vida? ¿cómo nutrir nuestra esperanza en que la mañana de la resurrección ciertamente llegará cada día, en toda circunstancia?

Domingo: entonces les fueron abiertos los ojos

Juan 20, 1-18

Los cuatro evangelios canónicos coinciden en afirmar que son las mujeres discípulas de Jesús quienes acuden al sepulcro el primer día de la semana. Los relatos difieren en cuanto a quienes eran estas mujeres y el número de ellas. Marcos menciona a María Magdalena, María la madre de Jacob y Salomé. Mateo nombra a la Magdalena y a otra María. Lucas es el más profuso, habla de las mujeres que acompañaron a Jesús desde Galilea en la experiencia de su pasión y crucifixión, y que lograron ver el lugar donde estaba el sepulcro donde Jesús fue colocado. A estas se sumaron otras mujeres. En Juan solo aparece María Magdalena.

Lucas es el único que esclarece el hecho de que las mujeres fueron al sepulcro con especias aromáticas y ungüentos para embalsamar el cuerpo de Jesús. No obstante, hay dos elementos que expresan unanimidad en los textos: la visita de las mujeres al sepulcro y la presencia, al menos, de María Magdalena. El otro elemento común, si seguimos la lectura, es que son las mujeres las primeras testigos de la resurrección, así como las encargadas de comunicar este mensaje al resto de los discípulos.

Creer en la resurrección es otro dato importante. Juan nos cuenta el encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado y que le reconoce como tal llamándolo“maestro”. En cuanto al discípulo a quien Jesús amaba, dice el texto que al ver los lienzos y el sudario, creyó, aunque después añade que los discípulos no habían entendido las Escrituras en relación al anuncio de la resurrección de Jesús. Más adelante, en este mismo capítulo 20 de Juan, leemos que los discípulos permanecían reunidos en secreto por miedo a los judíos. Quizás temían ser acusados por la desaparición del cuerpo de Jesús, por lo cual el acto de creer en lo que habían visto en el sepulcro no se había transformado todavía en una convicción profunda acerca de la experiencia de la resurrección.

El texto muestra así un doble proceso gradual. El primero en la revelación del resucitado: signos de ausencia en el sepulcro, mensajes por terceros, voz y aspecto no reconocibles por María y después en medio de los discípulos con las huellas del martirio en su cuerpo. El segundo en el proceso de la fe de los discípulos: el discípulo predilecto que cree, María que lo llama maestro, los discípulos reunidos y finalmente el incrédulo Tomás.

De esto se trata la resurrección, de un acontecimiento que solo puede ser aprehendido por la fe y solo después, comprendido por la razón, para, finalmente, convertirse en acción y horizonte de vida. El aspecto racional en relación a la resurrección apunta hacia una nueva lectura de las Escrituras, descubriendo en los textos sagrados de qué modo ellos hablan de Jesús, aquel que había de venir a anunciar el reino de Dios, morir en una cruz y resucitar al tercer día.

La resurrección es parte de un proceso que irrumpe en la vida y en la historia humanas, trayendo cambios y aperturas insospechadas. Leyendo los relatos evangélicos sobre la pasión y resurrección de Jesús podemos identificar un antes y un después en torno a este evento. Se trata de un pasaje (pascua) desde una situación de muerte hacia una situación de vida. Las discípulas y los discípulos de Jesús experimentan su propio pasaje del dolor al consuelo, de la tristeza a la alegría, de la frustración y el desaliento a la esperanza y la puesta en marcha de la vida y misión de las comunidades del Resucitado.

Entre la cruz y la resurrección imperan el miedo, la decepción y la desesperanza. Los discípulos que van a la aldea de Emaús comentan al extraño que camina con ellos acerca de los últimos eventos en Jerusalén. Estos discípulos esperaban que Jesús redimiera a Israel, habían alimentado sueños y proyectos de vida en su caminar junto al Nazareno. Pero ahora, la realidad de la muerte los embarga, todo había terminado. El resto de los discípulos en Jerusalén estaban reunidos, pero a escondidas, a puertas cerradas, por miedo a los judíos. Temían represalias, estaban desorientados, el presente y el futuro eran inciertos.

Cuando vivimos situaciones parecidas también “cerramos las puertas” y nos concentramos en la frustración, el dolor, el desencanto, la falta de fuerzas y de visión. ¿Cuántas veces algún proyecto de vida, de iglesia o de sociedad se ha malogrado, no resultando ser lo que esperábamos? ¿Cuántas veces hemos sentido miedo ante los peligros que entraña ser consecuentes con nuestras propias convicciones y decisiones?

Este “antes”, este tiempo entre la cruz y la resurrección, nos recuerda con mucha fuerza el tiempo presente en que vivimos. Deseamos la paz y seguimos sufriendo el duro golpe de los actos violentos. Deseamos bienestar pero no todos tienen acceso a las condiciones mínimas para una vida digna. ¿Qué significa, entonces, celebrar, proclamar y vivir la resurrección en este contexto, en el aquí y el ahora de nuestra historia?

Según los evangelios, después de la resurrección las mujeres que fueron al sepulcro recordaron las palabras que Jesús les había dicho sobre su muerte y resurrección. En Emaús, los discípulos comparten la mesa con el extraño que caminaba junto a ellos, y cuando aquel toma el pan en sus manos y lo parte, ellos reconocen al Resucitado. Entonces regresan a Jerusalén para comunicar la buena noticia al resto de la comunidad. Los que estaban escondidos, a puertas cerradas, reciben la sorpresiva visita del Resucitado quien, parado en medio de ellos, les brinda su espíritu, su paz y los envía al mundo del mismo modo que Dios lo había enviado a él.

Llama la atención en los relatos de la resurrección la recurrencia de la siguiente imagen: “entonces les fueron abiertos los ojos y le reconocieron” (en el caso de los discípulos de Emaús), “entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (en el caso de quienes estaban reunidos en Jerusalén). A estas expresiones podemos añadir la siguiente: las puertas cerradas no impidieron que el Resucitado entrara y se pusiera en medio de ellos. La resurrección es una experiencia de apertura: ojos, mentes y puertas son abiertos para que podamos ver, comprender y actuar, enfrentando con nuevas fuerzas la realidad que nos espera, una realidad que no deja de ser desafiante pero que se vuelve, una vez más, el escenario donde Dios actúa y provoca transformaciones.

Hoy, como en aquel domingo de resurrección, es necesario que, como las mujeres discípulas, recordemos. Recordar es “volver a pasar por el corazón”. Recordar las palabras y acciones de Jesús es lo que hacemos cada domingo en nuestro culto. Por eso cada culto cristiano es proclamación de la resurrección de Jesús. Este recuerdo permanente en el acto del culto y de la enseñanza nos prepara para servir, predicar el reino de Dios y dar testimonio de nuestra fe en el Cristo Resucitado.

En nuestros días, con frecuencia olvidamos que la misión de Jesús es servir y no ser servidos; comprender y acompañar, y no condenar; olvidamos que Dios no es propiedad privada del cristianismo, sino que “en cualquier nación acepta a los que lo reverencian y hacen lo bueno” (Hch. 10, 35).  

La apertura de la mente, del corazón y de los ojos hace posible comprender, sentir y mirar el mundo desde otra perspectiva: la perspectiva de la resurrección. El Espíritu que crea y recrea la vida nos ayuda a tener una nueva visión de la realidad. Aunque nos domine el miedo, la incertidumbre, la desesperanza, Dios sigue actuando en nuestra historia abriendo nuevos caminos, trayendo nuevas posibilidades, rehaciendo la esperanza, caminando a nuestro lado para que no perdamos el rumbo, el cariño, el sentido; para seguir abriendo puertas, venciendo los miedos, anunciando la paz.

Resucitar, finalmente, es levantarnos y caminar por nuestros propios pies inspirados por la visión del reino de Dios y guiados por la fuerza y el amor de su Espíritu. La vida y la misión de la iglesia comienzan una vez que Jesús deja de estar físicamente presente, para que así su enseñanza y su ejemplo se prolonguen en nuestras palabras, en nuestra conducta. Solo por la fe podremos vivir como pueblo resucitado.

Amos Lopez Rubio

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