Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Es conocida la transparencia de la comunicación no verbal. Es difícil fingir de forma continuada. En el teatro griego los actores empleaban máscaras para expresar la alegría o la tristeza y no tener que fingir tales estados anímicos durante todo el tiempo de la representación. Los psicólogos, los negociadores… suelen ser buenos observadores de gestos y miradas que reflejan la personalidad, las emociones o los sentimientos de la persona observada. Sin duda el rostro es la parte del cuerpo más expresiva y, en especial, los ojos.
Sin ser especialistas, nosotros somos también capaces de identificar distintos tipos de miradas. Miradas de complicidad entre amigos o amantes. La mirada inocente, limpia, sin ningún tipo de doblez en el niño. Miradas sinceras. Miradas de desprecio o rechazo de quienes se consideran superiores a los demás. Miradas de odio entre enemigos. Miradas compasivas. Miradas…
El teólogo José Antonio Pagola escribe en uno de sus recientes trabajos: “Seguir a Jesús es creer lo que Él creyó, dar importancia a lo que Él se la dio, interesarse por lo que Él se interesó, defender la causa que Él defendió, mirar a las personas como Él las miró, amar a las gentes como Él las amó…”. Cabe preguntarse: ¿Cómo miraba Jesús a las personas? ¿Miraba a todos por igual? ¿Qué tipo de mirada dirigía a quienes por su situación personal o social eran objeto de discriminación por parte del establishment? ¿Cómo miramos nosotros? ¿Miramos compasivamente o cerramos los ojos frente a tantas situaciones de injusticia y necesidad de un cada vez mayor número de personas a causa de la crisis económica y de valores instalada en la sociedad?
Sin duda, a diferencia de los políticos y religiosos de su tiempo, Jesús vivía muy pendiente de las necesidades vitales de las personas y grupos humanos con los que interactuaba. Era incapaz de pasar de largo sin hacer algo que viniese a paliar situaciones de discriminación, de exclusión o de dolor de los más desfavorecidos. Ni la estructura política de los romanos ni la religiosa de Israel se preocupaban por la situación de los más desfavorecidos. El sistema había excluido a muchas personas: pobres, enfermos, mujeres… La misericordia de Jesús frente a tales personas no era un sentimiento pasajero, coyuntural, epidérmico o condicionado por un entorno y unas circunstancias; era su forma compasiva de mirar a las gentes. Era su respuesta profunda desde el amor incondicional a todo tipo de personas. Era la praxis de su proyecto de filiación y de fraternidad que excluía toda discriminación.
Nuestra sociedad, nuestro sistema continúa, dos mil años después, excluyendo a demasiadas personas. Quienes nos consideramos seguidores de Jesús hemos de ser sensibles a las necesidades de todo orden (materiales, emocionales, espirituales…) de las personas y grupos que forman parte de la realidad sociológica en la que nos hallamos insertos y que, desde la radicalidad de Jesús, nos interpelan continuamente.
Ahora bien, las múltiples necesidades de tantas personas y colectivos a las que no podemos hacer frente individualmente, las situaciones infernales que nos desbordan y que quizá llegan a saturarnos por su prevalencia en los medios de comunicación y en las redes sociales, ¿no están, tal vez, insensibilizándonos o volviéndonos indiferentes? ¿Hemos de aprender a mirar más compasivamente? ¿Quizá hemos de orientarnos más a los últimos de nuestro ordenamiento social? ¿Tal vez hemos de dedicar más tiempo a nuestro prójimo, en ocasiones lejano, pero habitualmente cercano? ¿Debemos replantearnos nuestro compromiso ético como personas y comunidades de fe?
La mirada sensible al prójimo necesitado debe despertar la compasión, debe remover las entrañas frente a sus circunstancias adversas, sus desgracias o sus problemas. En una sociedad caracterizada por la rapidez, la precipitación, la falta de tiempo, el individualismo, la indiferencia… no siempre es fácil este emerger compasivo. Tristemente, es posible ver la necesidad y no desarrollar la compasión. Sería un gran contrasentido que la actividad, o mejor activismo, de algunos creyentes o comunidades impidiese percibir las múltiples necesidades que se amontonan a nuestro alrededor y el desarrollo de una posterior compasión.
Y es que es posible ser religioso y ser insensible. El eco de las palabras del profeta Oseas nos alcanza: Porque misericordia quiero (amor, compasión…) y no sacrificios (normas, ritos, ceremonias religiosas…), conocimiento de Dios (cercanía, proximidad, obediencia…) más que holocaustos (Oseas 6:6). Es insuficiente una confesión de fe por muy ortodoxa que esta sea si no está acompañada por obras de misericordia. Nunca las cosas, las estructuras o las praxis eclesiales pueden estar por encima del bien de las personas.
No es posible ser seguidor de Jesús y ser indiferente al dolor y a las situaciones inhumanas que nos envuelven. Escribe Jürgen Moltman: el creyente ama con el amor de Dios, sufre con el dolor de Dios y espera con la esperanza de Dios. Ello le permite la alteridad y le capacita para compadecer y dar, desde su libertad, una respuesta solidaria a la problemática del hermano.
La misericordia debe traducirse en acciones concretas orientadas a resolver el dolor de las personas excluidas del mundo del trabajo, por obra y gracia de un neoliberalismo indiferente a las problemáticas personales; a paliar las situaciones de enfermedad del cuerpo o del espíritu; a proporcionar esperanza a quienes ya las han perdido todas; a transformar relaciones familiares enrarecidas; a colocarnos al lado del excluido, del marginado, del tratado injustamente en el hogar, en el trabajo, en la sociedad o en la iglesia; a restituir el daño causado…
A la misericordia del corazón, en forma de sentimientos, debe seguir la misericordia de los brazos, como metáfora de aquellas acciones, dentro de nuestras posibilidades, orientadas a resolver las circunstancias adversas de los demás. Las partidas de nuestros presupuestos, domésticos o eclesiales, dedicadas a hacer frente a los problemas sociales de nuestro entorno o de más allá de nuestros límites geográficos pueden llegar a ser un reflejo objetivo de nuestra sensibilidad hacia los demás. Ejercicio de análisis interesante que nos puede sonrojar.
Vivir de acuerdo con la voluntad de Dios; practicar, por lo tanto, la misericordia, la humildad, la justicia, la pacificación… proporciona paz interior; serenidad frente a las circunstancias complejas de la existencia; esperanza a pesar del sinsentido existencial que nos envuelve; felicidad en el sentido más profundo e íntimo del concepto y, por lo tanto, alejado de la momentánea alegría superficial que parece envolver a tantos. La felicidad que Jesús promete a los compasivos consiste en que ellos mismos experimentarán la misericordia de Dios no como mérito, sino como don. Es en este sentido que los misericordiosos alcanzarán misericordia. Es la gracia de Dios que, en Jesucristo, comprende y entiende nuestras circunstancias, nos perdona, nos salva y nos proporciona una vida plena de sentido. Sin compasión no hay humanidad en su conceptualización más profunda, ya que la compasión refleja el amor, esencia de Dios y del hombre, cuando este encarna, en su seguimiento a Jesús, los valores del Reino de Dios.
Jaume Triginé