Hemos de reconocer que la mística no tiene demasiado predicamento en nuestro mundo evangélico. Con frecuencia establecemos identidades mediante un posicionamiento antitético frente a los postulados procedentes de la iglesia católica. Asociamos la mística a las experiencias espirituales de sus místicos y no terminamos de percibir su entronque con las doctrinas reformadas. Con frecuencia, nuestros apriorismos se convierten en filtros distorsionadores que nos sitúan en el prejuicio y la subjetividad. También en este asunto.
Quizá la mística deba ser entendida como la intensificación en grado máximo de la experiencia espiritual de la cotidianidad y no requiera pensar en personas fuera de lo común y distintas de la mayoría de los mortales en cuanto a su esencialidad constitutiva. Los místicos no son personas alejadas de la realidad, como frecuentemente pensamos, sino arraigadas y comprometidas con ella.
Nos hallamos en un momento en el que, como resultado de un resurgir de la espiritualidad, algunas personas se orientan a la búsqueda de fenómenos extraordinarios. Esta obsesión por sentir y/o experimentar, muy propio de la postmodernidad, podría incluso partir de una personalidad poco integrada, llegar a reflejar algún trastorno psicopatológico o representar una huida de la realidad. Más que una búsqueda, la mística, considerada como una vivencia ocasional de acceso a la inaccesibilidad divina, es un don recibido.
El teólogo José Ignacio Gonzáles Faus, al tratar de la autenticidad de la experiencia mística, excluye este proceso de búsqueda, ratificando implícitamente el concepto de don: «La experiencia mística no puede ser buscada ni puede ser resultado de una búsqueda. Y si se produjera de esta manera, podemos afirmar que no es Dios lo que allí se ha experimentado».
La experiencia de Pablo relatada en la segunda carta a los corintios confirma este acto de gracia. «Conozco a un hombre que cree en Cristo y que hace catorce años fue llevado al tercer cielo. No sé si fue en cuerpo o en espíritu; eso Dios lo sabe.» En el relato se añade la dificultad de comunicar la experiencia: «oyó palabras tan secretas que a nadie se le permite pronunciar», así como su carácter excepcional: «hace catorce años».
Pero también podemos situarnos en el nivel de lo habitual y hablar de una mística de la cotidianidad. Pablo relata, en su carta a los gálatas, su común vivencia de fe en estos términos: «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí». Es la conciencia de la presencia de Dios en nosotros por su Espíritu. Esta mística es ofrecida a todos.
Si la vivencia de gratuidad que representa el más alto grado de la espiritualidad que conduce a la experiencia de Dios puede describirse como una mística de ojos cerrados (estado de oración, éxtasis…), la mística de la cotidianidad puede describirse, en acertada expresión de Johann Baptist Metz, como una mística de ojos abiertos.
De ojos abiertos por tratarse de una espiritualidad entendida como una forma habitual de ser y actuar de la persona creyente y no tanto como un determinado momento dedicado a prácticas de ojos cerrados como pueden ser la oración, la introspección o la meditación. De ojos abiertos porque de la experiencia individual transitamos a la incorporación de valores como la solidaridad con los que sufren, para hacer emerger la iglesia de la compasión, que es la forma en la que Dios se hace presente entre los últimos.
Nos hallamos, de nuevo, frente a una mística para todos. En palabras del propio Johann Baptist Metz: «Esta mística de la compasión no es una cuestión elitista; es, por así decir, una mística cotidiana que nos es dada a todos y a todos nos es exigida». No es una invitación al heroísmo ni a una santidad sublime fuera del alcance de muchos. Parafraseando los términos para la clasificación de las películas, esta mística debe ser apta para todos los públicos. A todos nos es dada y a todos nos es exigida.
La mística de ojos abiertos requiere educar la mirada para identificar a tantos seres humanos que se hallan al otro lado de nuestras fronteras geográficas, culturales o personales a la búsqueda de nuestros privilegios y de nuestras abundancias. Fronteras que algunos no cruzarán porque no sobrevivirán al intento y quienes lo logren aún tendrán que hacer frente a la hostilidad de quienes les rechazan como un cuerpo extraño.
Pero no hace falta pensar necesariamente en los fenómenos migratorios. La mística de ojos abiertos es una mística buscadora de los rostros de tantas personas que sufren por distintas causas: parados que difícilmente podrán incorporarse nuevamente al mundo del trabajo, jóvenes que se han quedado sin esperanzas y sin sueños, enfermos con insuficiente atención sanitaria, víctimas de la violencia de género, padres que han perdido a un hijo y necesitan consuelo, personas tristes y desanimadas, personas excluidas del sistema que malviven de la ayuda de las ONG…
Frente a tantas necesidades, que una mirada atenta percibe con facilidad, la mística cristiana, de nuevo en palabras de Johann Baptist Metz, «no es en su núcleo una mística de ojos cerrados, sino de ojos dolorosamente abiertos». Es por ello que la parábola del buen samaritano ejemplariza la forma en que los cristianos deberíamos actuar: identificando el rostro de las víctimas y atendiendo, dentro de los límites posibilistas, sus necesidades.
La iglesia no puede escudarse ni tranquilizarse apelando a la causalidad de los hechos: sistema económico de tintes neoliberales, oligarquías inmisericordes, leyes del mercado o a determinadas actitudes de los propios afectados; la mirada de Jesús no se dirigía tanto a censurar el pecado, sino a minimizar el sufrimiento. Habrá que continuar tomando en serio las palabras del Maestro de Nazaret: «Os aseguro que todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más humildes, a mi lo hicisteis». Es el compromiso en favor de aquellas situaciones de la realidad que nos desbordan y para las que no siempre hallamos respuestas.
Frente al estado de saturación e insensibilización que produce la proliferación de tantos dramas humanos conocidos a través de los medios de comunicación, debemos permitir que resuenen, una vez más entre nosotros, las palabras de Jesús: «¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis, y teniendo oídos no oís?».