Nathan Söderblom, arzobispo luterano sueco y premio Nobel de la Paz en 1930, y Friedrich Heiler, teólogo protestante alemán, identificaron dos orientaciones básicas de la religiosidad que han recibido la aquiescencia de diversos investigadores. Una de ellas es la mística, la segunda, la profética.
Las personas y/o religiones con un fuerte componente místico buscan la comunión con lo divino. Nos hallamos ante experiencias cercanas a la fusión materno-filial de los primeros estadios infantiles, según refiere la psicología dinámica. En clave de laicidad, próximos a las Peak Experience descritas por el psicólogo humanista Abraham Maslow. En estas situaciones, juegan un papel clave los afectos, el mundo interior… Los profetas y las religiones proféticas responden a las categorías de una llamada divina o vocación y de misión. En términos psicoanalíticos nos hallamos en la desvinculación de la primigenia matriz materno-filial con la aparición de la dimensión paterna. Los aspectos éticos y relacionales, tanto en el plano personal como en el religioso, identifican esta segunda dimensión.
Asimismo, estas dos facetas devienen en dos formas de representarse mentalmente y de vivenciar, en el plano de la experiencia, la relación con lo sagrado. Carlos Domínguez, profesor emérito de la Facultad de Teología de Granada hace referencia, en el caso de la mística, a un carácter individualista, a la tolerancia y a la orientación a un tipo de oración facilitadora de la unión extática. Respecto a los rasgos proféticos, destaca el componente ético y el compromiso social y político.
El grado en el que puedan predominar, en cada persona concreta, estas dos dimensiones vienen determinada por su biografía (predisposición genética, tendencias inconscientes, patrones familiares, educación, formación recibida…); también por el contexto religioso en el que el individuo se ha desarrollado (énfasis en modelos introspectivos, endogámicos, pietistas…, en unos casos; acento en la misión, el compromiso, la moral…, en otros).
No es fácil describir la mística. En palabras de Antonio Ávila, licenciado en Psicología y doctor en Teología, la mística tiene que ver con «un cerrar los ojos no con ánimo de huir de la realidad, de alejarse de ella, sino con la intención de no dejarse engañar por lo inmediato recibido por los sentidos, sino de entrar en ella de una forma más profunda». Por su parte, Martín Velasco, experto en esta temática, considera que: «la palabra mística se refiere, en términos muy generales e imprecisos, a experiencias interiores, inmediatas y furtivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión -cualquiera que sea la forma en la que se viva- del fondo del sujeto, con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el espíritu».
También se observan confusiones al hablar del profetismo. Muchos han quedado anclados en lo que representó este movimiento en sus inicios: la adivinación del futuro sin percibir la evolución de la institución hasta las figuras de Oseas, Amón, Isaías, Miqueas… en las que la preocupación por la justicia, el respeto a la dignidad de todo ser humano, la crítica a toda forma de corrupción, el compromiso social y político se convierten en el eje del movimiento.
En esta dimensión, Dios revela al profeta su palabra, que suele comportar la exigencia de una acción transformadora en lo social, lo político o en lo religioso. El profeta suele ser llamado, convocado… para una misión concreta. El término profeta puede expresar matices como: hablar en lugar de, ser portavoz de, hablar delante de, hablar en voz alta. Carlos Domínguez lo expresa en estos términos: «El profeta es quien oye una palabra que proviene de la divinidad y se ve obligado, frecuentemente a su pesar, a transmitirla en el grupo social en el que le toca vivir. El profeta es el portavoz de un mensaje divino que se hace necesario transmitir mediante una acción transformadora y salvífica». El profeta es un hombre o mujer de acción.
Místicos y profetas comparten la experiencia de la irrupción de lo divino, de aquello que les trasciende y transforma. En el caso del místico, desde lo más profundo de su ser existencial. Con los ojos cerrados, como describía Antonio Ávila. Quizá por ello, su riesgo sea una tendencia excesiva a cultivar el mundo interior, la espiritualidad personal… despreocupándose de la complejidad del entorno en el que se halla inserto. Carlos Domínguez lo describe así: «Irrupción de un Otro que produce un estado excepcional, de tal intensidad afectiva que da lugar a un apartamiento del resto de la realidad y a una cierta incapacidad para percibir e interesarse por el resto de lo real».
También el profeta se ve interpelado por la presencia de un Otro que irrumpe en su vida provocando una alteración de su pensar y actuar. Pero con los ojos abiertos, parafraseando al teólogo Johann Baptist Metz. No es una intuición procedente del interior, sino una voz exterior que le substrae de la cotidianidad y le convoca a la acción. Esta orientación a la misión puede explicar un cierto descuido del cultivo de la intimidad.
Todo ello nos conduce a considerar la necesidad de ponderación y equilibrio en la vida de fe. La mística cristiana no puede consistir en un repliegue narcisista, debe comportar también un grado de profecía, en el sentido de compromiso y de acción transformadora de la sociedad. Este es el ejemplo de quienes nos han precedido en el tiempo.
La dinámica del profetismo no ha de ser ajena a la experiencia íntima de comunión con Dios. La misión no debe arrinconar el trabajo interior. En los llamados relatos de vocación de los profetas aparecen experiencias de marcado carácter místico entre el Dios que llama y el profeta que escucha, se sorprende, se resiste y acaba respondiendo a la llamada en forma de seguimiento. El verdadero profeta manifiesta que la misión histórica a la que es llamado, no es independiente del vínculo intimo que experimenta con su Dios.
Las dos dimensiones básicas del hecho religioso se implican y se hacen presentes en la dinámica creyente. Sólo una adecuada armonización y equilibrio entre ambas construye una identidad adulta. No podemos hablar de auténtica mística si no conduce al compromiso ético que comportan los valores del Reino de Dios. No cabe pensar en una acción profética comprometida que no se nutra de la relación con lo divino.
No es una cuestión dicotómica: ser místico o profeta; sino inclusiva: ser místico y profeta. Son dos tendencias básicas que deben vivirse, cultivarse e integrarse en una unidad. Es el testimonio que vive lo que anuncia y que, a partir de la experiencia, se compromete con las necesidades del mundo actual.
Jaume Triginé