Ni que decir tiene que nada estaba más lejos de nuestra intención ayer por la noche, cuando nos entregábamos a los brazos de Morfeo, que el redactar esta reflexión. Teníamos otra in mente, pero la compartiremos con nuestros amables lectores en otro momento. Esta mañana del sábado 14 de noviembre de 2015 se impone un giro a nuestro pensamiento y nuestras intenciones. Por desgracia.
Nada justifica un asesinato. Ya de entrada. Aunque desde los tiempos del bíblico Caín la humanidad se haya visto constantemente manchada con su propia sangre derramada por ella misma, no encontramos motivo alguno que pueda explicar de forma convincente el porqué de tales atrocidades. Primitivismo, dirán algunos; animalidad latente que nos obliga a delimitar y defender territorios, proteger clanes o familias… Ni por ésas. Y, desde luego, no tiene cabida alguna el subterfugio de que se puede (¡o se debe!) matar en nombre de Dios.
Acabamos de leer que alguno de los yijadistas responsables de la masacre de París se había lanzado al ataque al grito de “Alá es grande” (Allah hu akbar). Sin duda que lo es; una declaración semejante forma parte de los axiomas que nadie puede negar; pero resulta enorme la temeridad de quienes empañan el nombre de Dios con sangre humana. Sin entrar en disquisiciones sobre si el islam debe o no ser considerado una religión de paz, lo cierto es que quienes asesinan proclamando la grandeza de Dios —Alá es el nombre que se da en árabe al Dios de Abraham, de eso nadie tiene que tener duda alguna[1]— deben catalogarse como criminales, independientemente de cuál sea su credo religioso, y criminales tanto más peligrosos cuanto que consideran sus hazañas como guerra santa, esto es, guerra justa y necesaria, por no decir de obligatoria participación. En el momento en que un individuo, cualesquiera que sean las circunstancias que lo rodeen, llega a la conclusión de que eliminar vidas humanas es algo positivo si se efectúa en el nombre de Dios, ha perdido de inmediato su característica distintiva de persona racional, y no faltarán quienes digan que incluso de persona como tal; no lo vamos a discutir. Borrar del mapa a un miembro de nuestra especie es el mayor atentado que se puede perpetrar, precisamente, contra Dios, dado que al haber sido creados a su imagen, conforme a su semejanza (Gn 1,26-27; 5,1-2; 9,6), todos los representantes de la gran familia humana constituimos reflejos suyos en el mundo, proyecciones de su majestad y señorío en medio de la creación.
Los asesinos han de asumir sus responsabilidades ante la ley. Los asesinos en el nombre de Dios, también. Pero en este último caso no se debiera olvidar a quienes están detrás de ellos, quienes captan y adoctrinan hombres y mujeres, jóvenes en buena parte, para llevar a cabo tales carnicerías. En una palabra, quienes asumen el cometido de convertir personas en seres irracionales y sanguinarios. Nos vienen a la mente y a la tecla, una vez más, aquellas palabras de Tito Lucrecio Caro, el poeta romano que en el primer libro de su obra De rerum natura[2] afirmó sin ambages: Tantum religio potuit suadere malorum, es decir, “¡Tantos horrores pudo aconsejar la superstición!”[3] Pues no nos debe caber la más mínima duda: religión más ignorancia, igual a superstición, igual a fanatismo, igual a lo que venga después, que nunca será nada bueno.
Hoy le ha tocado el turno a París. Antes fueron otras ciudades. Mañana, no lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que frente al crimen sólo hay un arma posible: la ley con todo su rigor. Y frente a la superstición y el fanatismo que incitan el asesinato ideológico o religioso, así como a tantas otras cosas, la instrucción, algo que todos necesitamos en gran medida, musulmanes, judíos y cristianos.
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[1] Salimos así al paso de quienes, llevados por prejuicios viscerales frente al mundo islámico en general, y árabe en particular, afirman que Alá es un dios diferente. Aunque a muchos les moleste, o les ofenda, lo cierto es que la imagen de Dios que emana del Corán es muy similar a la que hallamos en ciertos textos del Antiguo Testamento, especialmente en aquéllos que reflejan tradiciones más antiguas y más rudas. No ha de extrañarnos: tanto el uno como los otros proceden de una misma raíz cultural semítica, con idénticos presupuestos de pensamiento y de concepción de la divinidad ancestral.
[2] La naturaleza. Citamos de la edición de Akal preparada por Ismael Roca Meliá, de quien tuvimos el privilegio de ser alumno en la Facultad de Filología de la Universidad de Valencia.
[3] Nos parece mucho más ajustada la traducción de Ismael Roca que las que en ocasiones se ofrecen en ciertos medios (“¡A tantos crímenes pudo inducir la religión!”). Lucrecio no habla de lo que hoy entendemos por religión, sino por superstición.