Hablando a título personal, la «Semana de la Pasión» me parece un performance religioso angustiante, la provocación de un sadismo profundo que debe culminar en el desangramiento del personaje principal. Dicen los teólogos que la tumba vacía es el verdadero final. Mienten, el atractivo del Viernes de Crucifixión es mucho mayor al de Domingo de Resurrección.
Jesús muerto mediante la tortura del madero. Y como si esto no fuera suficientemente preocupante, buscamos la forma en demostrar científicamente que la tortura de la cruz fue sumamente grande. Que los vasos sanguíneos rotos de la frente haciendo sudar sangre por la tensión, que el ayuno mantuvo a Jesús al borde del colapso, que los golpes en la espalda con látigos poseían huesitos en forma de garra que arrancaban la piel, y luego, la falta de respiración, la asfixia inminente en medio de una profunda sed y deshidratación.
Paso a paso, detalle a detalle de las circunstancias de la muerte de Jesús, como si a mayor sufrimiento viniera mayor salvación. Como cristiano me avergüenzo de tales narrativas del dolor como justificación de un bien de salvación. Entiendo que, antropológicamente hablando, el dolor, la sangre y la muerte sean elementos simbólicos imprescindibles en rituales de propiciación y en historias de redención, pero comprenderlo no me hace justificarlo.
La teología cristiana está sustentada en muerte y dolor, de ahí se pasa muy fácil tanto a la victimización (¡todos nos odian!), como al ejercicio sagrado de la violencia (¡tienes que creer!). No hace falta hablar de las atrocidades históricas que cuerpos eclesiales cristianos, en componenda con intereses políticos, han realizado en forma de cacería de brujas, inquisiciones o guerras santas, porque el devoto que hoy llega a la iglesia al culto de las Siete Palabras nada tiene que ver con tales acciones. Los crímenes no se heredan.
Pero sí me resulta inquietante que esos devotos que predican el amor, escuchen con santificado morbo los actos de violencia perpetrados hacia Jesús en la cruz, y se emocionen con suma y sagrada alegría por los gritos de un moribundo.
Así, para los cristianos, Cristo solo nos sirve si está muerto, pues vivo es solo uno más, un predicador cualquiera, solo un mago o artista circense que saca trucos de debajo de la manga. Pero para que sea realmente el Hijo de Dios, mi Salvador, necesita morir, necesita sufrir, necesita ahogar su dolor en un grito de desesperación antes de su último aliento.
I. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Dice un Jesús solapador de la violencia, que intenta justificar a sus victimarios con el pretexto de la ignorancia, como si la maldad fuera menor por no estar torturando al hijo de Dios, sino creyendo solamente que estaban dañando a un simple ser humano. ¡Qué importaba un humano!, si ellos hubieran sabido que era el Mesías, no lo hubieran torturando tanto, pero bueno, solo era una persona cualquiera, un ciudadano, un amigo, un trabajador, un desempleado, un manifestante, ¡no importa!, es solo un ser humano, adelante, pueden lastimarlo.
II. Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Palabras de salvación que escucha un malechor poco antes de morir. Así, la vida no importa para nada, sino solo el momento justo antes de morir, porque no es nuestra vida, sino nuestra muerte lo que más debe preocuparnos. El cristianismo prodiga un odio sistemático a la vida, solo mira a la muerte a la eternidad. Las reglas de justicia y bondad se relativizan ante Jesús, quien puede mandar al infierno a un bondadoso padre, a un altruista ateo, o a un gay que paga sus impuestos, o a un budista que no busca pleito con nadie, si es que no se arrepienten y lo reconocen como Mesías. Por otro lado, Jesús rescata del infierno a un delincuente que sí levanta su ego reconociéndolo como hijo de Dios, segundos antes de su muerte. ¡Y luego los predicadores se quejan de que el posmodernismo relativiza los valores!
III. Mujer, ahí tienes a tu hijo… ahí tienes a tu madre. Esa vocación megalómana que se inculca a muchos cristianos para desatender a la familia en pro del extendimiento del Reino de Dios. Misioneros que prefieren «abandonarlo todo» (muchas veces incluyendo sus responsabilidades familiares) para ir a predicar el Evangelio, pastores que deben poner a la iglesia antes que a su familia en su lista de prioridades, padres y madres para quienes la educación de los hijos es un asunto de sana doctrina y no una relación de amor. El cristianismo no defiende a la familia, ¡el cristianismo parece odiar a la familia!, lo importante es defender el dogma, y si la familia no lo sigue (si los jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio, si la esposa no quiere ser sumisa, si los padres no son modelos de espiritualidad), entonces cualquier cristiano sensato está autorizado para repudiar a su familia y «buscar primero el Reino de Dios».
IV. ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?. ¡Cuánta desesperación!, ¡qué patético sufrimiento y sentido de desolación!, ¡el Hijo de Dios se siente lejos de su Padre Celestial, padeciendo el nihilismo, la vacuidad, llenándose de angustia y temor! Suenan los amenes y aleluyas en esta, una de las palabras favoritas de Jesús en la Cruz, donde satisfacemos nuestro morbo viendo un Jesús al borde de la locura, pues la tortura psicológica también es una muy amada herramienta cristiana. Meditar en los sufrimientos de Jesús, imaginarse una eternidad lejos de Dios, lograr sentir el terror que significa estar condenado, estos y otros devotos ejercicios espirituales han de ser practicados tenazmente por todo buen cristiano.
V. Tengo sed. Qué magistral habilidad para recrear un escenario de tormento, señalando hasta detalles minimalistas como la sed del crucificado. Su lengua pegada al paladar, los mareos a causa del desangramiento que está padeciendo, su garganta seca y adolorida. Este es el Jesús al que se ama, el Cristo al que se adora, quien en una cruz gime por una gota de agua haciendo entonces una gran revelación, ¡también era un ser humano como cualquiera! Y es que el cristianismo solo puede reconocer a alguien como ser humano cuando sufre. Si no te arrepientes y muestras dolor, si no llegas llorando y arrodillado, sino tocas fondo y clamas desesperado por auxilio divino, no esperes que te llamemos hermano, serás solo un vil pecador. Hermano y humano es solo quien, como el bendito Jesús en la cruz, tiene sed, hambre, quien sufre. Para el cristianismo, el sufrimiento es la única forma de humanización.
VI. ¡Consumado es!. La frase es clara: morir es la única finalidad de Jesús. Lo de la Resurrección es solo un parche narrativo para que la historia tenga final feliz, pero cuando se piensa en Jesús, no se piensa en alguien vivo, sino en alguien muerto. ¡Quien se atreva a negar que Jesús fue crucificado, es un hereje!, ¡quien predique un Evangelio de alegría, amor y bondad no teniendo como centro la cruz, predica una blasfemia!. Los predicadores hoy se lamentan de que los mensajes sean demasiado «lights», que las iglesias hablen del bien común, la solidaridad con el prójimo, la cooperación comunitaria, y no estén dale y dale hablando del Jesús muerto. ¡Cuánta vergüenza debe dar una predicación basada en el amor de Dios y no en Cristo, el sangrante!, sin esa escena gore, violenta, solo se predica un evangelio de la comodidad. La iglesia sabe que no puede pasar un segundo sin que todos recordemos que la única finalidad de Jesús en este mundo era la de morir. Todo lo demás es vanidad.
VII. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. La última palabra es de reconciliación, habiendo padecido tal dolor a causa del mandato de su Padre, e incluso habiéndose sentido abandonado por él, Jesús termina su existencia de la mano de su padre. Así, la teología de la cruz es la teología del abuso justificado, quienes te dañan son a quienes deben acudir. El ocultamiento de los casos de pederastia tanto en iglesias católico romanas, como en evangélicos, entre testigos de Jehová, es una acción teológicamente coherente. Si Jesús acudió a su Padre al final, siendo que todo ese dolor fue planeado por ese mismo Padre, es lógico que si alguien recibe un abuso sexual por parte de un ministro de la iglesia, se acuda a la iglesia y no a las autoridades para denunciarlo. Así todo queda en casa y no se provoca que incrédulos se entrometan en asuntos de Dios. En lugar de un Jesús inteligente que aprendiera que su Padre es peligroso, que lo llevó a la muerte, vemos a un Jesús que le da, una vez más un voto de confianza, o a un Jesús impotente que no tiene más remedio que someterse a su «autoridad superior».
El único Jesús bueno, es el Jesús muerto. Con su muerte Jesús ha enseñado al cristianismo las bases mismas para justificar la violencia y los abusos, alabar el dolor y adquirir un profundo sentido de obediencia siguiendo el ejemplo de ese «cordero llevado al matadero».
Hablando a título personal, no es una forma de cristianismo que desee sustentar, pero tampoco es mi deseo desertar del cristianismo. Sencillamente realizo un acto de honestidad al reconocer las tramas ocultas (o no tan ocultas) que la pericopa de la Muerte de Jesús posee.
El cristianismo tiene vertientes que buscan la justicia social, como la teología de la liberación; la equidad de género como los feminismos teológicos; cuenta con experiencias comunitarias de desarrollo local como el caso de proyectos de inculturación. El cristianismo también ha permitido la articulación interreligiosa en pro de la paz y el entendimiento, impulsado esfuerzos educativos e, incluso, de avance científico. Pero estos esfuerzos son vistos, por lo general, como fuera de lugar, como algo que es ajeno al cristianismo y adquiere más rasgos de mera labor social pero no espiritual.
Así que, buscando no perder el foco y ser espirituales, hoy, y mañana, incluso el mismo Domingo de Resurrección y todos los días subsecuentes, en cada Misa, Cena del Señor, en cada culto, oración y predicación, seguiremos escuchando al cristianismo pedir solo una cosa respecto de Jesús: ¡Crucifícale!, ¡crucifícale!
Raúl Méndez Yáñez
Ciudad de México. Pastor de la Comunidad Eucarística de la Capellanía Ecuménica de la Comunidad Teológica de México, estudio teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México, antropólogo social por la Universidad Autónoma Metropolitana. Profesor de la Comunidad Teológica de México, miembro de la Red de Investigadores del Fenómeno Religioso en México. Coordina el área de estudios antropológicos en una agencia latinoamericana de estudios de mercado y opinión pública.
Últimas entradas de Raúl Méndez Yáñez
(ver todo)