El papel de la mujer en las iglesias protestantes[1] ha ido variando en el último siglo en la misma medida en que ha ido evolucionando la sociedad. De ser vista como responsable del hogar, esposa y madre, que debe adornarse de aquellos atributos que la sociedad machista le ha asignado como propios, tales como la decencia, la modestia, el recato y la sumisión, su rol ha ido acoplándose a las demandas de una sociedad que reivindica la igualdad entre sexos. Poco a poco se va rompiendo con el patrón machista que establece como valores y patrones de comportamiento para los hombres: la agresividad, la virilidad, el éxito y el poder, reservando para la mujer el ser sumisa, tranquila, introspectiva; por otra parte, se han ido suavizando los estigmas sociales de un modelo de mujer que la sociedad contemporánea repudia. No sin ciertas resistencias, las iglesias protestantes han ido ajustándose a esos cambios sociales.
Debido a su propia ductilidad, al estar liberadas de la rigidez institucional de la Iglesia medieval, para las iglesias de la Reforma resulta más factible ajustar su teología en esta época de cambios sociales, partiendo siempre de la revolucionaria conducta de Jesús, quien deliberada y radicalmente rompió con las patriarcales y masculinas actitudes de supremacía del hombre en la cultura hebrea. En todo ese recorrido teológico subyace el argumento de Génesis que señala la creación del ser humano en su doble dimensión hombre/mujer, tal y como hemos apuntado anteriormente. Para ello ha sido necesario replantearse no solamente el rol social de la mujer, sino su propia finalidad como ser humano, cifrado básicamente en su papel reproductor de la especie, recuperando para la sexualidad su finalidad placentera y despojándola del estigma de culpabilidad que la ha acompañado durante siglos. No ha resultado ni resulta una tarea sencilla, ya que no debemos olvidar que en España, al igual que en los países latinos de fuerte influencia católico-romana, las mujeres están históricamente sometidas a la moral católica, que impone unas normas restrictivas que pretenden perpetuar su situación de sometimiento de forma indefinida.
Por lo regular, las iglesias protestantes no plantean problemas teológicos en lo que se refiere a admitir o dejar de admitir a la mujer al ejercicio de la función pastoral y el acceso a la ordenación ministerial. La Reforma no reconoce el sacramento del Orden y, consecuentemente, no otorga al sacerdocio carácter sagrado. El pastor asume funciones de liderazgo no sacramentales, entre las que destaca la predicación y la cura de almas. El hecho de no haber sido admitidas las mujeres a la función pastoral a no ser en fecha reciente, hay que achacarlo más a cuestiones culturales que a limitaciones teológicas. En éste, como en otros aspectos, las iglesias han ido a remolque de la sociedad y la evolución de la mujer dentro de ellas ha ido pareja a la evolución del feminismo en la sociedad. En ese proceso, las iglesias de mayor complejidad estructural han tenido más problemas, mientras que en otro tipo de iglesias, como las procedentes de la Reforma Radical, la evolución ha sido más dinámica. En la actualidad la mujer es aceptada al ministerio pastoral sin restricciones prácticamente en todas las familias que integran el protestantismo, aunque al no existir una autoridad centralizada que regule ésa y otras situaciones semejantes, sigue habiendo algunas comunidades eclesiales que se niegan a equiparar el rol de las mujeres al de los hombres.
Un teólogo protestante contemporáneo que ha analizado la incongruente tesis de la subordinación de la mujer con respecto al hombre, no escatimando esfuerzos en el análisis de los textos bíblicos, tanto los referidos a la creación como a aquellos pasajes más difíciles de interpretar que reseñan las dudosas actitudes del apóstol Pablo, ha sido Paul King Jewell, profesor de teología sistemática en el Fuller Theological Seminary de Pasadena, California (Estados Unidos), cuyo trabajo recoge en su libro El hombre como varón y hembra[2], a cuyo texto hemos hecho referencia anteriormente. Todo el discurso de Jewell discurre en torno a la tesis de que Dios creó al hombre como varón y hembra y cualquier intento de negar esta realidad conduce a desórdenes tanto en el plano individual como en la sociedad en su conjunto. “La verdadera humanidad”, sostiene Jewell, “trasciende la sexualidad. Por lo tanto tenemos que pensar en términos de singularidad, no de diversidad, en términos de unidad, no de polaridad, si deseamos pensar correctamente acerca del Hombre”. Y añade: “…tanto lo masculino como lo femenino comparten por igual las capacidades distintivas por las cuales el Hombre difiere de los animales; es decir, que hombres y mujeres participan de la divina imagen”[3]. Y es precisamente ese compañerismo como varón y hembra lo que significa la imagen de Dios.
En ese mismo sentido, Kart Barth se refiere al Hombre, mujer/hombre, en cuanto creado según la imagen de Dios, como hombre-en-relación, preservando por una parte su propia individualidad y aceptando la asociación sexual. “La diferenciación y la conexión del yo y el tú”, aclara Barth, “tiene que ser explicada como coincidente con aquella de varón y hembra”[4], sin que perdamos de vista que en la teología de Barth subyace aún la idea de que la mujer está subordinada al hombre, si bien no llega a la conclusión de que esa subordinación implique inferioridad.
El hecho de que en las iglesias protestantes el ejercicio de la función pastoral esté desprovisto de un sentido sagrado, ha facilitado, igualmente, la incorporación de la mujer al pastorado, aún a pesar de la fuerte presión en contra que ha ejercido la cultura católica medieval que ha sobrevivido hasta nuestros días. No ejerce el pastor una función “sacerdotal”, ya que la teología protestante se afirma en la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes, que es tanto como aseverar que todos los creyentes son sacerdotes, todos tienen la facultad de dirigirse a Dios solicitando el perdón de los pecados y todos tienen el privilegio de proclamar el mensaje y el perdón de Dios a los pecadores; el pastor predica la Palabra, enseña, guía a la grey, pero no tiene facultad para perdonar los pecados, que es función reservada al mismo Dios. Esta concepción está estrechamente ligada al principio de la sola Scriptura. Significa que la Biblia es la suprema autoridad y, por consiguiente, que la Iglesia no puede ser considerada como «principio supremo de legitimidad religiosa»; a diferencia de lo que ocurre en el cristianismo romano y ortodoxo, todos los fieles están autorizados a leer y a interpretar la Biblia. Este fue el principio que llevó a Martín Lutero a hablar de «sacerdocio universal de los creyentes».
La teología de la sola Scriptura por una parte, y la del sacerdocio universal de los creyentes, por otra, debería haber abierto a las mujeres la posibilidad de ser pastoras desde un principio pero, como ya se ha dicho, esta posibilidad no fue un hecho hasta bien entrado el siglo XX. Esto es debido, por una parte, a que los protestantes, al igual que los católicos, han asumido la imagen de la mujer proyectada por San Pablo en algunos de sus textos ya citados anteriormente: un ser necesariamente sometido al hombre y no apto, por lo tanto, para asumir funciones de autoridad. Un papel importante para invertir esta tendencia, que permitió a las mujeres acceder a la función de predicación y, posteriormente, al ejercicio pastoral sin restricciones, se debe al proceso de secularización del mundo contemporáneo. Esta evolución es debida, en buena medida, al desarrollo de las teologías feministas que se han esforzado, desde finales del siglo pasado, por rechazar la visión androcéntrica del cristianismo heredada del pasado y proponer una visión feminista de las Escrituras.
(continuará).
[1] Este texto forma parte del libro Protestantismo y Derechos Humanos, de reciente edición.
[2] Jewett, op. cit.
[3] Ibid., p. 25.
[4] Kart Barth, Kirchliche Dogmatik, III/2, Evangelischer Verlag (Zollikon-Zurich: 1945), p. 353.