Declaración de Seneca Falls[1]
El feminismo militante ha penetrado, como no podía ser de otra forma, en el mundo protestante. Un fenómeno al que es preciso liberar del estigma de ser un pensamiento en contra de los varones o, incluso, de una antítesis del machismo, para ser identificado como un movimiento ético y social cuyo objetivo último sería la desaparición de todas las desigualdades y discriminaciones que se dan en nuestra sociedad por causa del género de las personas, esgrimiendo para ello una hipotética superioridad de los varones con respecto a las mujeres. Desde esta perspectiva, habría que señalar que se trata no tanto de una lucha exclusiva de mujeres, sino de un compromiso que alcanza a hombres y mujeres en idéntica medida.
Ya en fecha tan temprana como el año 1848 se celebró en Seneca Falls, Nueva York, la primera convención sobre los derechos de la mujer en Estados Unidos. El encuentro estuvo organizado por Lucretia Molt (1793-1870) y Elizabeth Cady Stanton (1815-1902) en una iglesia metodista. El resultado fue la publicación de la Declaración de Seneca Falls, también conocida como Declaración de los sentimientos, un documento basado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en el que denunciaban las restricciones a las que estaban siendo sometidas las mujeres en el terreno político, privadas del derecho al voto, de presentarse como candidatas en las elecciones, de ocupar cargos públicos o de afiliarse a organizaciones políticas. Unos años después, en 1866, fundarían, junto a Lucy Stone (1818-1893), la Asociación Americana por la Igualdad de Derechos
Lucretia Molt, natural de Nantuchet, Massachussets, se educó en un internado, donde terminó siendo profesora. Su compromiso en defensa de los derechos de la mujer nació cuando descubrió que sus compañeros profesores recibían el doble de sueldo que las profesoras. Molt era miembro de la comunidad cuáquera y su lucha contra el tráfico de esclavos la llevó a afiliarse a la Sociedad Americana contra la Esclavitud, en cuyo seno desarrolló una militancia activa. Cuando en 1840 acudió a Londres, junto a Elizabeth Cady Stanton, como delegadas de la Asociación a la Convención Mundial en Contra de la Esclavitud y les fue negado el derecho a hablar, por el hecho de ser mujeres, ambas resolvieron organizar una asociación que defendiera los derechos de la mujer.
Por su parte, Elizabeth Cady Stanton, otra luchadora por el sufragio femenino en Estados Unidos, oriunda de Johnstown (Nueva York), fue alumna en el Seminario Femenino Troy y desde muy joven estuvo comprometida con los movimientos de abstinencia de bebidas alcohólicas y antiesclavistas. Fue coautora de los tres primeros volúmenes de Historia del sufragio femenino (6 volúmenes, 1881-1922). Lucy Stone era también natural de Massachussets, nacida en West Brookfield; miembro de la Iglesia Presbiteriana, trabajó como profesora en la Sociedad Americana en contra de la Esclavitud, abogando a favor de los derechos de la mujer. Stone era una conferenciante brillante, casada con Henry Blackwell, a quien mantenía a menudo con los ingresos de sus conferencias.
La Declaración de Seneca Falls, a la que hemos hecho referencia más arriba, es una encendida defensa de la igualdad entre hombre y mujer, única vía para encontrar la “verdadera y sustancial felicidad”. En ella se declaran nulas todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte, o que la sitúe en una posición inferior a la del hombre; defiende el derecho de la mujer a dirigir la palabra en público y que el comportamiento de ambos, mujer y varón, sea medido con idénticos criterios y exigencias; denuncia que una interpretación tergiversada de las Sagradas Escrituras ha reducido a la mujer, durante demasiado tiempo, a ocupar un rol inferior que es preciso corregir, ya que la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad, puesto que la mujer ha sido investida por el Creador con los mismos dones y con la misma conciencia de responsabilidad para ejercerlos que el hombre. Todo un proyecto para poner en marcha la lucha por la liberación de la mujer, una nueva filosofía feminista de la historia, inspirada en una exégesis bíblica progresista y liberadora que únicamente podía darse en una sociedad instruida en una interpretación libre e individual de las Sagradas Escrituras y que puso en marcha un movimiento imparable en defensa del sufragio universal y del reconocimiento de los derechos de la mujer.
En la actualidad, salvo en algunas corrientes eclesiales integristas, en las que se sigue insistiendo en que debe estar sujeta al varón, la mujer goza en la sociedad protestante de una posición de igualdad con respecto al hombre, pudiendo acceder a los diferentes ministerios eclesiales, entre ellos el pastoral, y a cualquier otro tipo de responsabilidad en la Iglesia, dentro de una política de igualdad de género que muy pocos se atreven a discutir. Si todavía existe alguna manifestación renuente en ciertos reductos, se debe más a los lastres culturales que se mantienen en el entorno social que a posturas adoptadas formalmente por la mayoría de las iglesias protestantes. Claro que decir que existe la igualdad total entre hombre y mujer, más allá del plano teórico, está tan lejos de ser una realidad como lo está en la sociedad contemporánea, por muy occidental y democrática que sea, ya que sigue siendo mayoritario el número de varones que ocupan los puestos más relevantes y el acceso a posiciones análogas por parte de las mujeres no está exenta de tensión.
(Continuará).