Puesto que la difusión de un libro es mucho menor de la que se produce por este medio, accedo a la sugerencia recibida de algunos de los lectores de mi libro Protestantismo y Derechos Humanos[1], publicado recientemente por la Universidad Calos III de Madrid, en el que nos ocupamos del papel de la mujer desde la perspectiva de los Derechos Humanos y la fe, en el ámbito protestante y desglosaremos en varias entregas el contenido del capítulo tercero dedicado a este tema.
A estas alturas no debería existir ninguna sombra de duda ni ningún tipo de sospecha para entender que cuando hablamos de derechos humanos, estamos incluyendo necesariamente los derechos de la mujer. Sin embargo, la realidad social nos dice que tal supuesto no es válido, ya que incluso en nuestro mundo occidental siguen existiendo resabios, prejuicios y elementos discriminatorios con respecto a la mujer, especialmente en el terreno religioso. Durante siglos de dominio patriarcal, la postura prevalente del hombre sobre la mujer se ha considerado de orden natural y en el mantenimiento de esta situación no ha sido ajena la religión cristiana siguiendo, entre otras, las ideas de Tomás de Aquino que consideraba a las mujeres como “varones imperfectos”, situación que ha mantenido al cincuenta por ciento de la humanidad asumiendo roles familiares y sociales de segundo nivel, con frecuencia al servicio directo de los varones, esgrimiéndose para ello argumentos religiosos.
Una vez superados los estadios de sociedades primitivas, en los que la fuerza se constituye en un valor de primer nivel para poder resolver con ella la subsistencia de la raza, ha de prevalecer el elemento genérico de que ambos, varón y hembra, son sencillamente seres humanos, con idénticos derechos y obligaciones entre sí, ante la familia y ante la sociedad. No podemos negar que en un corto espacio de tiempo, especialmente a partir del último tercio del siglo XX, se ha avanzado notablemente en este terreno, pero aun reconociendo los cambios trascendentales que se han experimentado gracias a la lucha militante de los movimientos feministas, al avance de la secularización y a los efectos de la globalización, la realidad sigue mostrando una situación descorazonadora en esas dos terceras partes del mundo donde imperan las dictaduras y los sistemas políticos represivos, sin olvidar las bolsas de violencia de género y marginación social que perduran en el conocido como mundo civilizado. Normalizar la sociedad, aplicando los derechos ciudadanos sin distinción, requiere la aplicación de los derechos humanos en un plano de igualdad tanto a hombres como a mujeres.
El feminismo se propone afirmar los derechos y las libertades individuales, defendiendo que las mujeres, en cuanto sujetos sociales, son ciudadanas y tienen el derecho de intervenir en la sociedad en cualquier ámbito, en nivel de paridad con el hombre; una parte de ese derecho inalienable es el poder controlar su propia sexualidad y capacidad reproductora, una postura que el protestantismo histórico defiende y apoya, no sin ciertas reticencias por parte de los sectores más conservadores, aquellos que se identifican con asignar un rol a la mujer más en consonancia con la postura tradicional del catolicismo, reservándole el papel de esposa, madre y educadora.
Con independencia de una aplicación universal de los derechos humanos, que incluya a la mujer sin ningún tipo de discriminación, existen algunos derechos fundamentales que son específicos de la mujer, que quedaron en buena media excluidos de la Declaración y que es necesario conocer y aplicar, como son su rol en la familia o asuntos relacionados con su propia sexualidad y la planificación familiar (violencia doméstica, reivindicaciones de libertad sexual), sin olvidar la desigualdad de oportunidades para la educación y el empleo, en los que se producen serias restricciones, esgrimiendo para ello en muchos casos razones de índole religiosa; un cambio de actitud y de políticas que exige poner fin a determinados criterios relacionados con el problema de género, conducentes a realizar importantes cambios en el conjunto de las instituciones sociales y culturales, entre las que se encuentra la religión.
En España, durante la II República, la mujer consiguió un cierto y merecido reconocimiento de sus valores alcanzando una posición similar a la del hombre, conquistas abortadas con la llegada de la dictadura franquista, que recurre a restaurar el antiguo paradigma de la mujer sometida al hombre y reducida a funciones auxiliares y de fecundación, modelo imbuido a través de los cursos impartidos por la poderosa Falange y su “servicio social” de obligado cumplimiento para todas las mujeres que aspiraran a ejercer una actividad laboral o simplemente a obtener un pasaporte para salir al extranjero, mediante el cual se las aleccionaba e ideologizaba. En la época contemporánea cobra un papel relevante la mujer inmigrante, cuya presencia responde en gran medida a la demanda de empleadas del hogar y cuidadoras de ancianos y personas discapacitadas, por lo regular con salarios escasos, en una sociedad en la que la mujer autóctona se ha involucrado en el mundo laboral y las tareas del hogar y el cuidado de las personas dependientes han quedado relegadas y desatendidas. Se trata de un fenómeno que alcanza a las naciones ricas de todo el mundo y que, en situaciones de crisis laboral, como la que en la actualidad atraviesa el mundo occidental, y que en España se acrecienta con el mayor índice de desempleo de Europa, esas mujeres se convierten con frecuencia en el único sustento de muchas familias de inmigrantes, cuyos varones trabajaban en la construcción o la industria y, ahora en desempleo, perviven gracias al trabajo doméstico de sus mujeres. Se produce de esta forma un fenómeno altamente significativo, y es que para que un grupo de mujeres pueda proyectarse y desarrollarse laboralmente, ejerciendo sus profesiones y/o actividades empresariales o políticas, ha de hacerse a costa del sacrificio y retroceso de otro grupo de mujeres, las inmigrantes, que han de atender las tareas auxiliares, incluso en los casos en los que su propia cualificación profesional o académica sea semejante o incluso superior en muchos casos al de las mujeres que las emplean, ya que ni sus títulos ni su experiencia suele tenerse en cuenta, bien por problemas de convalidaciones, bien por prejuicios racistas, bien por menosprecio a los méritos de la mujer inmigrante.
En resumen, el papel asistencial del hogar de la mujer inmigrante, junto al rol asumido por las abuelas en la atención y crianza de los nietos, están siendo un factor determinante para la incorporación de la mujer española al mundo del trabajo.
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