Hace algunos años tuve la oportunidad de participar en un congreso de distintas expresiones cristianas en mi país. Nos reunimos cerca de 40 líderes de diferentes países de América Latina y el Caribe. Entre los presentes se encontraban delegados de la Iglesia Ortodoxa Rusa, la Iglesia Católica, la Iglesia Anglicana, la Iglesia Luterana y las iglesias evangélicas. Lo cierto es que fue un tiempo muy significativo, en el que se reflexionó sobre el concepto de unidad y de compromiso cristiano hacia la sociedad.
Los cantos, las oraciones y los momentos litúrgicos, así como las ponencias, reforzaron en parte, los objetivos de esta iniciativa. En lo personal, la experiencia me hizo reflexionar más allá de mis fronteras tradicionales acerca de lo que es ser y hacer Iglesia. Creo que allí, movido por otras inquietudes, inicié lo que yo llamaría, un proceso de rencuentro con Jesús y de seguimiento más allá de una tradición (¿o religión?) protestante heredada.
Casi al filo de la clausura el congreso sufrió un giro inesperado. Algunos participantes, a voz en cuello y acompañados con el sonido de una guitarra, comenzaron a entonar música de tango, rancheras, boleros y otros repertorios de canciones latinoamericanas. Poco a poco, los allí presentes nos vimos seducidos por el jolgorio y los recuerdos, algo que dio un nuevo sabor a ese tiempo lúdico. Cerramos cantando con gran algarabía y formando un círculo. ¡Aún me preguntó que habrán pensado los organizadores de esta clausura tan poco convencional!
En lo personal, fue algo memorable e impactante. Me atrevería a afirmar que en ese lugar y en ese instante, donde las voces y los cantos se entrelazaban tocando nuestras almas y nuestros sentimientos nos reconocimos como un solo cuerpo. ¿Acaso no fue esto una visitación de Dios?
Algo que he podido aprender es que cuando Dios visita a su pueblo es él quien impone su agenda, el lugar, el día, la hora y las condiciones. De nuestra parte únicamente podemos aportar un poco de voluntad para “reunirnos en su nombre” (Mateo 18:20).
Ese encuentro “irreverente” de unidad, gracias a la música de Julio Jaramillo, Gardel, los Panchos y a otros seglares, permitió que nos realizásemos y nos considerásemos como seres humanos que comparten historias de vida en común, de fe, de luchas y de esperanzas, más allá de nuestros títulos, posiciones, denominaciones o envestiduras eclesiásticas. Lo que vivimos tocó las fibras más recónditas de nuestro ser y nos produjo un dulce sabor de la presencia divina. Sin duda, ¡Dios nos visitó!
Estoy convencido de que aún tenemos una gran tarea por delante para construir puentes que fomenten el diálogo, la comunión y la reconciliación con otros cristianos y cristianas. La oración de Jesús: “Para que todos sean uno” (Juan 17:21) continúa siendo un reto y una tarea pendientes para la Iglesia que agrupa diferentes expresiones cristianas, e incluso va más allá.
La ruta hacia la unidad no se construye sólo con discusiones acaloradas, debates teológicos, o cuestiones dogmáticas que nos dividen. En mi opinión, dicha construcción se Inicia con cotidianidades pequeñas aunque significativas, simples pero profundas, pasajeras y relevantes al mismo tiempo; que crean unidad y nos ayudan a valorarnos como personas con una necesidad urgente de relaciones de amor, amistad y hermandad.
Si cantar boleros es la puerta para iniciar ese proceso de unidad y reconciliación de la Iglesia, me atrevo a exclamar: ¡Música Maestro!
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