11 de febrero, 2021
Estoy acompañado por el constante sonido del silencio de la noche. Hace frío. Leo textos antiguos. Textos que, a través de los siglos, han resucitado de la muerte a infinidad de corazones heridos. Millones de ojos han fijado su mirada en ellos. Ansiaban inundar sus pupilas de esperanzas ciertas, y su deseo se veía cumplido.
Sin embargo, aunque nos faltaran esos sagrados textos, Dios no nos golpearía con el silencio. Vendría a nosotros, llenaría nuestro corazón con una Palabra de estímulo y de consolación, tal y como cuentan que hacía en el pasado con sus amigos los profetas. Y es que como escribiera un cristiano antiguo, ¡nadie puede encadenar la Palabra de Dios! (2 Tim. 2:9b). La Palabra de Dios goza de la libertad más absoluta para salir a nuestro encuentro a través de las formas y medios más extraños. Aunque es verdad que siempre corremos el peligro, al igual que le sucedió al joven Samuel (1Sam. 3:1ss.), de confundir la voz de Dios con las voces humanas, y viceversa.
Por todo ello oro a favor de los que me leen, y digo con palabras antiguas, «que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre a quien pertenece la gloria, os otorgue un espíritu de sabiduría y de revelación que os lo haga conocer. Que llene de luz los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que os llama, qué inmensa es la gloria que ofrece en herencia a su pueblo y qué formidable la potencia que despliega en favor de nosotros los creyentes, manifestada en la eficacia de su fuerza poderosa» (Efe.1:17-19 BTI).
Señor, ¡gracias! ¡gracias por ofrecer a nuestros corazones heridos el confortable refugio de los sagrados textos!
Soli Deo Gloriaa
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