Otra navidad más. Acontece como cada año: conmemoración, tradición, convocatoria y celebración; algo así como si la noche buena cayera sobre todos de forma mágica para hacernos nobles y casi un tanto angelicales que cantan gloria in excelsis Deo.
Nada más lejano a la realidad, la Navidad es anacrónica si carece del constante esfuerzo por entender el mundo de ayer en diálogo con las circunstancias de nuestro hoy.
Vuelvo al evangelio, a esos cuatro testimonios que las comunidades del primer y segundo siglo nos dejaron. Testimonio de formas diferentes de mirar y comprender a Jesús desde la piel y las palpitaciones que experimentaron de las primeras comunidades cristianas.
Me acerco a la metáfora del vino nuevo[1] que registran los cuatro evangelios. A diferencia de Juan el Bautista, Jesús bebía vino (Mt 11,19; Lc 7,33). El vino nuevo simboliza la novedad que trae Jesús (Mc 2,22, Mt 9,17), y que es incompatible con lo antiguo, con aquello ha sido validado en sus días: “Nadie pone vino nuevo en odres viejos, sino el vino reventará los odres y se pierden el vino y los odres, a vino nuevo, odres nuevos”. Tanto Marcos como Mateo mantienen el relato con mucha similitud en su narrativa y su radicalidad frente a la acción de Jesús; esta no se puede acoger con “odres viejos” o “vestido viejo”. Pero Lucas, parece reconocer la dificultad que genera adaptarse a la nueva realidad; por ello añade “Nadie acostumbrado (que ha bebido el vino viejo) quiere vino nuevo; porque dice: el añejo es mejor” (Lc 5,39).
En Juan, el vino aparece como un símbolo del amor (Jn 2,1-11) que representa el Espíritu que será manifestado en la hora de la muerte de Jesús (Jn 2,4). En esta ocasión Jesús transforma el agua en buen vino “Tú en cambio has guardado hasta ahora el vino mejor[2]” (Jn 2,10b).
Así como no hay cristianismo sin Cristo, tampoco hay Navidad sin Jesús y su evangelio; ese vino nuevo que demanda de quienes lo acogemos cambio y transformación de estructuras mentales y religiosas que nos permitan abrazar lo “novedoso” del evangelio. El gran reto está con quienes se resguardan en lo de siempre y el cambio representa un asunto muy costoso a los intereses del establishment: “Es mejor quedarnos con el vino viejo”, así evidencian estar más dispuestos a sacrificar el mensaje de Jesús antes que cambiar.
La reacción frente al cambio y nuevos horizontes que ofrecía el mensaje de Jesús, encontró su represión histórica en la ortodoxia de los siglos II y III; donde los que pensaban fuera de los establecido, fueron sentenciados como “herejes”. Siempre me he preguntado ¿cómo aquellos que acogen desde la fe a un ser divino pueden desde sus capacidades humanas finitas pretender contener la divinidad en su “canon”; cuando lo divino se posa en humano justamente para mostrarle su incapacidad de acoger el misterio tan basto? Será acaso una canonización de nuestra propia ignorancia, ¡Vaya osadía la nuestra!
Sin embargo, se necesita más fe para intentar contralar lo divino y las creencias de los demás, que para dar libertad en dependencia del Espíritu.
Los últimos acontecimientos que hacen noticia con el colega Alfonso Ropero[3], no son más que la evidencia de lo que ya vivimos muchos en América Latina y diferentes lugares del mundo. Cual Inquisición del tiempo de Cipriano Salcedo que nos relata Delibes[4], asistimos a los tribunales de quienes hoy se asumen la supra ortodoxia en nombre de la “sana doctrina”; cosa rara dado que nunca la doctrina ha estado enferma; o quizás nosotros la hayamos enfermado… despulpen mí torpeza… a lo mejor los que corren sobre jinetes apocalípticos virtuales con estrategias de “boicot” llevando el escudo de “sana doctrina”, encubren su propia enfermedad: sed de poder y dominio con la más vil violencia contra quienes no acogen la verdad única, la de ellos.
Ya Frei Betto avizoraba para nuestros días que: «En tiempos de fundamentalismos teológicos e intolerancias religiosas, el diálogo entre personas y grupos de concepciones distintas es, sin dudas, el camino más corto para evitar prejuicios y discriminaciones, ofensas y persecuciones. Entre otras cosas, porque Dios no tiene religión.»[5]
Navidad, blanca y dulce que ensalza a los humildes se transforma en hogueras de fuego que nunca se apaga, donde yacen las cenizas y resurrecciones de los libros prohibidos. Si levantáramos a Humberto Eco de los sepulcros seguramente se vería tentado a continuar una segunda versión de El nombre de la rosa.
A final del día, no es ni la Navidad ni la sana doctrina lo que cuenta, sino la humanidad. Humanidad que parece siempre verse amenazada por el satán que nos habita (Ro 7,14-23) y atenta contra la otredad (nuestro prójimo); derribando así todo discurso de doctrina sana, pues no hay mejor doctrina que aquella que se concreta en el amor al hermano: “no hay mayor amor que aquel que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Cómo han cambiado las cosas en el cristianismo contemporáneo que ya no damos la vida por el amigo, el hermano o prójimo; ahora la pedimos con arrogancia, la sacrificamos y la hacemos arder en la hoguera. A Shakespeare se le atribuye la frase: “Hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende”.
Tal vez necesitemos menos Navidad y menos sana doctrina, y urgencia tenaz por recuperar el mensaje de Jesús sin mediación institucional; más humanidad que humanice desde el amor y la reciprocidad de sentirnos cuidados como hermanos y hermanas, acogidos y cobijados por el mismo Dios que nos habita (Is 7,14, Jn 1,14).
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[1] Juan Mateos-Fernando Camacho, Evangelio, figuras y símbolos (segunda edición). Ediciones Almendro: Cordova, España, 1992.
[2] Traducción de la Biblia del Peregrino América Latina, Luis Alonso Schökel
[3] https://davidgaitan.wordpress.com/2017/12/07/respuesta-del-dr-alfonso-ropero-al-boicot-promovido-por-will-graham/
[4] Miguel Delibes, El hereje, Edición definitiva (quinta impresión), Austral: Barcelona, 2015.
[5] https://oglobo.globo.com/sociedade/budismo-cristianismo-1-21619613