Hace unos minutos hemos visto y oído con asombro y dolor, pero también con una gran alegría pascual la noticia que dice, “Nelson Mandela ha muerto”. Mi convicción cristiana más profunda me dice todo lo contrario, ¡“Madiba”, Nelson Rolihlahla Mandela vive para siempre! Sí, para siempre en la memoria de su pueblo. En la sonrisa de hombres, mujeres y niños que lo admiraron por su sacrificio, tenacidad y santa terquedad de entrega a la causa de su libertad y la de todos y todas los sudafricanos blancos y negros.
Recuerdo vivamente mi visita a Sudáfrica en noviembre de 1995, durante su mandato como presidente. Se respiraba un regocijo colectivo que contagiaba y animaba en los mercados, las calles, las iglesias, los parques, y en las tertulias de los suburbios de Pretoria, Johannesburgo y Saulsville, donde prediqué en una iglesia presbiteriana independiente, un domingo de celebración de la gran cosecha. La feligresía cantaba, cantaba y bailaba, bailaba, en una gran fiesta de abrazos y afirmaciones. Era la celebración de su resurrección y libertad. Y daban gracias a Dios por Madiba. El abogado sonriente que lo dejó todo por proseguir el arduo camino de la lucha contra la hegemonía de la minoría blanca que oprimía a la gran mayoría negra. El apartheid que los marginaba, perseguía y oprimía, negándoles su derecho a ser y pisoteando su libertad.
Entonces, Nelson Mandela prosiguió por aquella senda que lo enfrentaba a la poderosa fuerza de un poder que se erigía con su razón de estado prepotente y una teología del terror que justificaba el racismo y la marginación. Y un día-12 de junio de 1964-allí frente al tribunal que lo sentenciaría a la cadena perpetua junto a sus compañeros de lucha coacusados, se levantó Nelson Mandela y pronunció estas palabras:
Toda mi vida he luchado por la causa del pueblo africano. He combatido la dominación blanca. He adoptado por ideal, el ideal de una sociedad democrática y libre donde todo el mundo viva conjuntamente en el país y con igualdad de oportunidades. Yo espero vivir para conquistar ese ideal, pero es, también, un ideal por el cual estoy preparado, si es necesario, a morir. (Citado en Juan María Alponte, Los libertadores de la conciencia. Lincoln, Gandhi, Luther King, Mandela (México: Aguilar, 2003), 493).
Nelson Mandela vivió y resistió la cárcel 27 años, y salió con la frente en alto para asumir con plena conciencia de su destino y hacia el ideal de construir esa democracia en verdadera libertad y equidad que siempre predicó y encarnó. Supo, además, dejar un legado de justicia y dignidad que se ha convertido en símbolo y estandarte universal en la lucha por la paz, la inclusividad y la vida plena. Se convirtió en un ente convocante, ícono de la alegría compartida y los sueños contagiados. A esa utopía hay que abrazarse en estos tiempos aciagos y azarosos. Mandela se aferró a las fuerzas bienhechoras para combatir las fuerzas malévolas.
Hoy, en tributo, devoción y respeto a este amante de la verdadera reconciliación, que con lágrima, dolor y sonrisa perfiló su presidencia como un gesto de recia voluntad de servir a su pueblo hasta el final, recordamos estas palabras diáfanas y transparentes:
Es importante, pienso, que un líder político hable de la vida y no de la muerte. Es preciso educar a los pueblos en el compromiso, sin corrido ‘heroico’, de la vida. (Citado en Juan María Alponte, Los liberadores de la conciencia, 538).
En los próximos días el mundo entero rendirá homenaje a Nelson Mandela, lo merece de sobra. Pero el mejor homenaje que pienso le gustaría a Madiba sería nuestro redoblado compromiso, como caminantes de una nueva humanidad, de redoblar nuestro compromiso por la paz con justicia y la verdadera reconciliación en un mundo nuevo. El que será posible si lo construimos. En la vida larga, fructífera y cierta de Nelson Mandela tenemos nuestro símbolo universal de paz y dignidad.