Escribo este artículo bajo los influjos de la sorpresa que me produjo la repercusión que tuvo mi artículo de hace un par de semanas, “De cómo dejé de ser calvinista”, el cual no es nuevo y ya había sido publicado en la web “Karl Barth en Latinoamérica”, por invitación de mi maestro, el Dr. Alberto Roldán. En estos días que transcurrieron he intentado algunas respuestas provisorias que den cuenta de dicha repercusión, y comenzaré este escrito por explicitarlas. Las primeras reparan en detalles acaso frívolos:
1. El título llamó la atención por remedar (irónicamente) a viejos tratados de Filosofía clásica o de Teología patrística. Ese fue solo un “juego” de mi parte, un “guiño” al lector.
2. La extensión del artículo (no usual en escritos míos), en estos tiempos de 148 caracteres y de poca lectura, invitaba a leerlo.
3. El título anticipa alguna suerte de confesión personal y eso siempre despierta curiosidad.
Las otras razones que barajé como posibilidad fueron más de contenido:
1. “Lupa Protestante” tiene una mayoría de lectores calvinistas que se indignaron con mi defección.
2. “Lupa Protestante” tiene una mayoría de barthianos que se alegraron con mi declaración.
3. Todos los protestantes somos un poco calvinistas “de facto” aun cuando no pertenezcamos a una tradición calvinista (este asunto lo explico bastante en “Teología indisciplinada”, así que no voy a extenderme aquí sobre él. Solo diré como ejemplo: frases como “Dios está en control” ¿no dan por supuesta una determinación contraria a la libertad humana, bastante compatible con la “determinación” calvinista? Expresiones como “Dios tiene un plan” o “lo que te sucede está dentro de un plan de Dios”, ¿no significa que existe una predestinación, es decir, un plan que deberá cumplirse o que justifica lo que está sucediendo?).
4. Existe una teología opresiva, sistemas completos —rígidos e inamovibles— de los cuales muchos cristianos están buscando salir para vivir un cristianismo más libre —que no significa “más descomprometido”— y más liberador, conforme al Goel que decimos seguir. Como soy una optimista consuetudinaria, me inclino por esta última opción.
Ahora, permítanme un breve excursus sobre el título de este artículo: según cómo se lea, puede resultar de una petulancia de la que carezco, sinceramente. Jugar con la anáfora “-ana” que, coincidentemente, se repite al final de mi nombre, no significa que yo pretenda tener un sistema teológico equiparable o contrastable con el barthiano, calvinista o arminiano: nada más lejos para mí, que he escrito, justamente, una teología a-sistemática. Como base, descreo de los sistemas como forma para acercarse al misterio. Estoy mucho más cerca de una apofática[1] que de una sistemática. Pero, además, jamás me arrogaría semejante comparación. Al decir “solo Eliana” estoy intentando decir que no hay necesidad de etiquetas, de rótulos y, mucho menos, necesidad de someternos a una metafísica del ser/no ser[2]. ¿Por qué encerrarse en un sistema? Hacer que “todo encaje” ¿no puede convertirse en un lecho de Procusto? Si logramos definir a Dios (definir siempre es delimitar, fijar los contornos, los límites, las fronteras) ¿no obtenemos un dios-pequeño que se deja delimitar? Paul Tillich preguntaría (no lo hizo, solo hipotetizó en base a su teología): ¿Está Dios allí?
Recuerdo que cuando se publicó por primera vez este artículo, en 2010, una amiga querida me llamó, muy alarmada y me preguntó: “¿Ahora sos arminiana?”. Independientemente del estupor que le había causado esta posibilidad (como si me hubiera convertido en asesina serial), lo que me sorprendió es la catalogación: si no sos calvinista, entonces sos arminiana: como si no hubiera toda una gama de grises en el medio, una colección de líneas de fuga, un conjunto de interseccionalidades y transversalidades que se entrecruzan y, por supuesto, la infinita posibilidad de combinaciones… Porque, ¿Cómo hablar de Dios si no es de manera fragmentaria, dubitativa? Prefiero no fijarle los límites a Dios, pero sí reconocer los míos cuando intento explicarlo. En este sentido es que digo que etiquetar es empobrecer y limitar, y en este sentido, también, estoy más cerca de lo que en algún lado denominé “Fuzzy Theology”, tomando prestado el concepto de la lógica difusa[3].
Yo sé que no se puede reducir la teología calvinista al concepto de “predestinación” ni tampoco al famoso TULIP[4]. Sin embargo, soy de la idea —acaso errónea, por qué no— de que ambos temas son pilares de toda su teología. Y digo más: tengo la sospecha hermenéutica de que el punto nodal desde el cual arranca Calvino para sustentar todo su magno edificio (al que le reconozco majestuosidad, aunque ahora mismo no me resulte funcional) es el atributo de “soberanía”. Dice L. Berkhof[5]:
“La soberanía de Dios se presenta en la Escritura en tono muy enfático. Se le presenta como el Creador y su voluntad como causa de todas las cosas. En virtud de su obra creativa le pertenecen los cielos, la tierra y todo lo que ellos contienen. Reviste plena autoridad sobre los ejércitos del cielo y los habitantes de la tierra. Sostiene todas las cosas con su omnipotencia y determina la finalidad que cada uno está destinado a servir. Gobierna como Rey en el más absoluto sentido de la palabra y todas las cosas dependen de Él y le sirven a Él”.
Pensar a Dios como “soberano”, en un marco de calvinismo (atención al término “soberano” con el que se “comprende” a Dios en tiempos de monarquías absolutas) implica que Dios “hace y deshace”, maneja los hilos de la historia, tiene la prerrogativa de decidir los destinos y también los detalles —tanto en lo macro como en lo micro— y, como dice la Escritura, nadie tiene derecho a contender con él o a preguntarle “¿qué estás haciendo?”. Afirmar de forma tan taxativa y concluyente la soberanía, inmediatamente entra en colisión con la libertad humana —también afirmada por Calvino y el calvinismo, convenientemente, para no hacer a Dios autor del pecado— y con el problema del mal: porque si Dios está en control de todo ¿de dónde proviene el mal? El mal siempre es responsabilidad humana, dicen. Y no digo que no, pero… No soy yo la que me obligo a esa metafísica del ser/no ser de la que hablé más arriba sino los que creen en los sistemas, entonces, apliquémosla: si Dios está en control de todo, el ser humano no es libre. Si Dios está en control de todo, también el mal se le sujeta. Si Dios está en control de todo y el mal se le sujeta, entonces no puede responsabilizarse al ser humano por él, porque no es libre para hacer ese mal. Es más: si existe la predestinación (por su soberanía, obvio): ¿por qué algunos irían “al infierno” por sus actos? No voy a entrar a discutir si Calvino solo planteó la predestinación a salvación o la doble predestinación, porque me parece estéril: si solo predestinó a los que se salvan (es decir que no predestinó a algunos a perderse, igualmente, en el mismo acto estaba descartando al resto: si los predestinó a perdición o solo los “pasó por alto” es exactamente lo mismo para las consecuencias, solo que de la segunda forma se dice “más suave”). Mucho menos voy a meterme en los laberintos del supralapsarianismo e infralapsarianismo: son matemáticas inconducentes, ecuaciones, cuentas que solo intentan explicar detalles sobre los que sería mucho más saludable solo callar. Repito: no es que yo necesite esa lógica, es que es la lógica del calvinismo y deseo mostrar que existe una gran contradicción en ella no asumida como tal. Yo, ya lo saben, no tengo ningún problema con las contradicciones, porque creo en un Dios absolutamente (si me permiten la hipérbole) contradictorio (Dios/hombre: he aquí la más tremenda contradicción).
El punto, entonces, que yo quería remarcar en aquel artículo, es cómo, desde una vivencia personal, desde la pura experiencia existencial y ante la imposibilidad de explicar un hecho —mi propia muerte inminente— por vía de la soberanía —era joven, sana, y acababa de dar a luz a mi tercera hija quien se quedaría huérfana sin conocerme, junto a sus dos hermanxs muy pequeños—, entonces un sistema teológico que tuviera como punto de salida esa soberanía no me era suficiente ni funcional. Si mi propia muerte —siempre inoportuna, pero en este caso demasiado inoportuna— debía explicarse en la soberana voluntad de Dios, yo ya no podría creer más en un Dios tan injusto conmigo y tan cruel con los que me amaban y necesitaban, que hacía algo así solo porque podía hacerlo y quería hacerlo (soberanía). Ni siquiera en un marco teórico que contemplara la pedagogía de los males, ni ninguna posible algodicea[6].
¿Por qué subrayar que Dios es soberano incluso en desmedro de otros “atributos” (para seguir con un concepto de la teología clásica) quizás más importantes, como el amor, la compasión y la misericordia? ¿Por qué enfatizar al Dios-soberano y no al Dios-hesed-emeth? Como en toda teología sistemática, sacar una pieza puede hacer temblar e incluso caer todo el edificio. Y así fue para mí: se desmoronó como un castillo de naipes.
Como si hubiera puesto una bomba en los cimientos, toda la argumentación comenzó a implosionar. Repito: no abjuro de la obra monumental de Calvino y de sus aportes a muchos temas medulares. Solo me atrevo a decir que no pude —y no puedo— seguir siendo calvinista en sentido estricto.
En aquel momento me ayudó pensar la doctrina de la predestinación con Karl Barth a mano: no es el ser humano sino Jesús en quien se aplica la predestinación. En él todos somos condenados y en él todos somos salvados (dicho todo muy rápido y de manera que tampoco le hace justicia a la erudición barthiana). Incluso, con Barth, no le tengo miedo a la apocatástasis[7], muy al contrario. Sin embargo, tampoco soy barthiana en sentido estricto. Pensar ese punto (y otros, tal vez) con Barth, no me deja atada para siempre a sus posturas.
¿Te volviste arminiana?, me preguntan los que piensan que Arminio solo dijo que la “salvación” se pierde. No, sí, so. No creo en ese concepto de “salvación”, como salvoconducto para el infierno o como promesa escatológica de vidas futuras en ciudades de calles de oro. Tengo otro concepto de salvación más intramundano, más inmanente, más en la historia[8] (Eliana, te estás yendo por las ramas otra vez).
Es que, en teología, y aseguro que con esto cierro este extenso artículo, sujetarse a sistemas rígidos es siempre tener una manta corta: o te tapás los brazos y te destapás los pies, o viceversa.
Es que, en teología, no puede existir ningún sistema que dé cuenta de todo, porque hasta el sistema más perfecto y lógico dejará sin explicación algunos temas o los explicará de manera deficiente, o asfixiante, o literalmente desopilante.
Y no me gusta el Dios soberano de Calvino, por más que se intente morigerar su resultante crueldad con propósitos de amor. Me gusta el Dios de amor a secas, sin soberanías que reclamar, que se deja manosear por manos sucias y hasta se deja matar por ser fiel a ese amor.
Ese Dios, ni calvinista, ni barthiano ni arminiano es en el que yo creo, que soy apenas Eliana, una sudamericana desconocida, apenas una teóloga de intemperie.
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[1] “Apofática” o “Teología negativa” sostiene que es imposible afirmar algo sobre el misterio (justamente porque es misterio), y por tanto solo podemos decir de él lo que creemos que no es, o podemos hablar de él con metáforas. Meister Eckhart es uno de los representantes más interesantes de este tipo de teología.
[2] Cf. Nietzsche y Derrida. De lo que se trata es de escapar del binarismo, de la necesidad de identidad ontológica excluyente.
[3] En la “lógica difusa” los valores de verdad de las variables pueden establecerse entre el 0 y el 1, esto quiere decir que puede haber grados intermedios.
[4] Depravación total-Elección incondicional-Expiación limitada-Gracias Irresistible-Preservación de los santos.
[5] Berkhof, L. (1995). Teología sistemática. Grand Rapids: Libros Desafío.
[6] Defensa del “sentido del dolor”. Para quien esté interesado en este punto recomiendo a la filósofa Paula Arizmendi Mar.
[7] Salvación universal
[8] Cf. Ignacio Ellacuria, Jon Sobrino.