Nos llevamos las manos a la cabeza cuando recordamos lo que europeos del norte (Alemania) hicieron con el pueblo judío en la segunda guerra mundial o más recientemente lo que ocurrió en los Balcanes o en el exterminio que se llevó a cabo en Ruanda. Pero el Antiguo Testamento recoge prácticas que tienen que ver con el genocidio y lo dramático es que se entiende que detrás de la aniquilación a la que se sometía a los pueblos de Canaán estaba Dios, ordenando y avalando semejante barbarie. Es para ponerse a temblar cuando leemos en el libro de Deuteronomio: “Tomamos entonces todas sus ciudades, y destruimos todas las ciudades, hombres, mujeres y niños; no dejamos ninguno” (Dt 2.34) y más adelante añade: “Y las destruimos, como hicimos a Sehón rey de Hesbón, matando en toda ciudad a hombres, mujeres y niños” (Dt 3.6). Eso sí, en ambos textos dice que se quedaron con el ganado y los despojos. ¿Tan poco vale una vida humana? Llama la atención que el texto explica que eso ocurrió porque Dios los había entregado en su mano (2.33).
Que esto sucediera es bastante creíble porque la historia de la humanidad es una historia de dominación, guerra y muerte contra el “enemigo” desde que Caín levantó la mano contra su hermano Abel. Pero lo que no está tan clara es la interpretación que se le da, como si fuera Dios el que hubiera ordenado el exterminio. El trasfondo teológico que respira el Antiguo Testamento se ajusta a la cosmología de la época entendiendo el enfrentamiento entre los pueblos como una lucha de dioses y aquel pueblo que vencía, tenía al dios más grande y poderoso. De ahí el interés de Israel en publicar una y otra vez que la batalla es de Dios y que él pelea por su pueblo y da la victoria a quien quiere porque es el soberano de las naciones.
Por eso, una lectura estrecha de las Escrituras lleva a justificar cualquier conducta humana por muy aberrante que sea. El apóstol Pablo persiguió a los cristianos pensando que hacía un servicio a Dios, no sé a cual, pero desde luego no al que se reveló en Jesús de Nazaret. Lo mismo ocurría con las Cruzadas y con la “Santa” Inquisición… Si Jesús es la explicación definitiva de Dios (Juan 1.18; Heb 1.1-2), tenemos que releer el texto “sagrado” con otros lentes y matizar mucho algunos de los conceptos que hemos sostenido desde tiempos antiguos.
Por ello, tenemos que levantar la voz para decir: No en nombre de Dios. No a la falta de solidaridad entre las naciones porque, si algo hizo Dios en Cristo, fue reconciliar a judíos y gentiles en un solo pueblo. Hay naciones que levantan muros de separación allí donde el evangelio nos orienta a derribarlos olvidando muy fácilmente que al extranjero hay que tratarlo como al natural (así lo enseña la Toráh), ni mejor ni peor, sino igual. En tiempos de crisis se tiende a señalar al extranjero para culparlo de todos los males que aquejan a las sociedades opulentas; si falta trabajo es por culpa del extranjero; si hay violencia, es el extranjero… Y lo curioso es que este lenguaje también se da entre los que se llaman seguidores de Jesús manteniendo actitudes racistas y xenófobas.
Es vergonzoso ver los campos de refugiados ubicados en algunos países, en qué condiciones están viviendo hombres, mujeres y niños que huyen de la guerra…, mientras que la rica Europa y otras naciones poderosas miran para otro lado con su tradición cristiana levantando las manos al cielo para que Dios sea misericordioso. No en nombre de Dios para proteger los intereses económicos de los poderes fácticos que dominan el mundo llenándose los bolsillos de dinero que jamás podrán gastar… No en nombre de Dios para explotar al jornalero y al débil. No en nombre de Dios para dejar morir de hambre a miles de personas diariamente. No en nombre de Dios para mantener y apuntalar la pasividad de los dirigentes políticos que se venden por un puñado de votos al igual que hizo Judas por unas cuantas monedas de plata.
Y qué decir de la discriminación que todavía sigue existiendo respecto a las mujeres incluso dentro de las iglesias cristianas. No en nombre de Dios. El ser humano, varón y mujer, ha de tener los mismos privilegios, derechos y responsabilidades y no se puede hacer discriminación por causa del género. Si algo entendió Pablo del evangelio de Jesús de Nazaret es que en Cristo no hay ni varón ni mujer… (Gál 3.28. Las actitudes y prácticas machistas han de ser desechadas de las Comunidades cristianas, de los seguidores de Jesús para presentar un modelo acorde al corazón de Dios. Por ello, cuando hay discriminación del tipo que sea no se puede estar hablando y actuando en nombre de Dios.
Llama la atención que Jesús se presenta en el evangelio de Juan haciendo un azote de cuerdas y echando del tempo a los mercaderes porque habían convertido la casa de Dios en cueva de ladrones (cap. 2). Y un poco más adelante, al hablar del pan que descendió del cielo, dice el evangelio: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn 6.37). En ambos pasajes se usa el mismo verbo (ekballö, poco utilizado en Juan si lo comparamos con los sinópticos). Este término designa en el griego profano así como en los LXX, la acción de “expulsar por la fuerza” y adquiere un sentido teológico en el NT en relación a la expulsión de demonios. Esto es significativo porque Jesús expulsa, por un lado, a los que permitían el atropello, la estafa, la usura, el abuso y la injusticia en el pueblo de Dios (en el lugar “sagrado”) y, por otro, a los agentes del mal (demonios) que paralizan, entorpecen o arruinan la vida del ser humano y, sin embargo, se acerca al necesitado (pecador y, por lo tanto, opuesto a lo santo o sagrado) para recibirlo y no para expulsarlo.
Así que, no en nombre de Dios para señalar y aislar al diferente, al que no piensa como nosotros, al que no se adhiere a la corriente doctrinal imperante, al que es distinto ya sea por el color de su piel, por su país de origen, por su orientación sexual, por cuestiones culturales, por razón de género, por su condición socioeconómica… No en nombre de Dios para separar a los puros de los impuros (“con el tal ni aún comáis”, 1ª Cor 5.11). No en nombre de Dios para perpetuar la intolerancia y señalar al pecador. En la Comunidad de seguidores de Jesús, no podemos actuar en nombre de Dios a través de la exclusión.
Y qué decir del poder que se ejerce en la iglesia. Si algo enseñó Jesús al hablar de los gobernantes que se enseñorean de las naciones es: “No será así entre vosotros” (Mc 10.43). Por eso llama la atención el poder que se acumula y ejerce en la iglesia católico-romana (obispos) y en las iglesias evangélicas o protestantes (pastores-ancianos). No en nombre de Dios para usar la Biblia y buscar la sumisión de los fieles. No en nombre de Dios para abusar de poder. No en nombre de Dios para acallar voces discrepantes. No en nombre de Dios para amenazar con la excomunión. No en nombre de Dios para ser servidos en lugar de servir…
El nombre de Dios es santo. La Escritura está plagada de textos que así lo certifican. Por eso no podemos mancillar el nombre de Dios actuando contra el evangelio de Jesucristo, un evangelio integrador e inclusivo que busca la acogida del prójimo a través del amor que cubre multitud de pecados (1 Ped 4.8). Si no seguimos el camino que Jesús de Nazaret trazó estaremos hablando y actuando en nombre de dioses ajenos sobre los que nos previene la Escritura (Dt 5.7), y no en nombre de Dios.