Retened la doctrina que habéis aprendido. (2 Ts. 2, 15 RVR60)
La declaración lapidaria con que titulamos esta nuestra reflexión de hoy consiste en unas desgraciadas palabras —pues no se les puede dar otro calificativo mejor— pronunciadas de manera enfática y contundente hace poco menos de un año con ocasión de un encuentro regional de creyentes de cierta denominación cuyo nombre no viene al caso. Lo curioso es que esta sentencia tan rotunda salió de labios de una persona de escasa —por no decir nula—, no ya cultura, sino alfabetización rudimentaria, y lo que es peor, miembro activo de una congregación en vías de disolución y desaparición, una iglesia que tiene los días contados pese a su larga trayectoria histórica, entre otras razones por haber perdido de vista su identidad teológica, por haber permitido que se diluyera en un mar ideológico muy discutible y un activismo social demasiado absorbente. Pero ahí queda: “No necesitamos teología”. Y punto. Si fuera sólo un caso aislado, no tendría más valor que el de una mera y simple anécdota, desde luego, pero lo trágico es que esta forma de pensar se extiende como una marea negra por demasiadas congregaciones (con sus ministros al frente, lo cual nos resulta difícil de comprender) hasta impregnar (pseudo)denominaciones enteras.
Para esta clase de personas el concepto de “teología”, al parecer, viene a quintaesenciar todos los males del universo, o por lo menos de sus pequeños universos-islas en los que viven con mayor o menor tranquilidad. Lo trágico es que no se percatan de que esos mundos particulares, que no pasan de ser simples ghettos, están abocados a la desaparición por su propia dinámica interna, por su cada vez más patente carencia total de identidad. O dicho de otra forma, por su carencia total de una verdadera teología.
Sí, así es. La teología es lo que confiere identidad a las iglesias, ya hablemos de conjuntos denominacionales o de congregaciones y parroquias individuales. Y constituye un desafío permanente el mantener esa teología en medio de un océano de ideologías encontradas, y demasiadas veces superficiales, que se asienta sobre un mundo cada vez más impersonal, o como gustan algunos de decir, más “globalizado”, en el que los distintivos de todo tipo tienden a difuminarse en aras de una macro-cultura (?) universal (la de la Coca-Cola, los Pizza-Hut, Zara, Benetton, y suma y sigue).
La teología es lo que confiere identidad a las iglesias[/quote] En primer lugar, la teología recoge el pensamiento o las doctrinas distintivas de una iglesia determinada. No se trata de un asunto sin importancia; de no ser así, no aconsejaría San Pablo Apóstol que se conservaran, como leíamos en el versículo del encabezamiento y podríamos leer en otros tantos del mismo tenor. Por mucho que haya quienes se empeñen contra viento y marea en una cruzada por la simplicidad de creencias o por incidir solamente en uno o dos puntos básicos que nos unan a todos los creyentes del mundo, la revelación bíblica es demasiado insistente en ciertas ideas capitales como para que se puedan obviar en aras de una presunta unión, que sería también superficial, dígase lo que se quiera. No es posible ser miembro de una iglesia o una denominación determinada sin saber bien qué enseña, qué profesa, qué cree. No puede ser igual formar parte de una congregación que crea en Jesucristo como su verdadero Señor y Salvador, que ingresar en otra para la cual la figura de Cristo no pase de ser un simple maestro judío de moral, sin mayores implicaciones. No es lo mismo creer en la divinidad de Jesucristo que suponer que el hombre Jesús de Nazaret fue únicamente eso, un ser humano como cualquier otro. No es equiparable pensar que Dios es todopoderoso y que tiene control y señorío absolutos sobre todo el universo, con la creencia en un dios al que se puede manipular a base de peticiones o un dios sometido a las decisiones humanas, que se vea obligado a cambiar de continuo sus propósitos en virtud de lo que decidan sus criaturas.
En segundo lugar, la teología efectúa una reflexión permanente sobre esas doctrinas, sobre esas enseñanzas recogidas. No se trata de decir “creemos esto o lo otro”, sino de saber por qué lo creemos así y no de otra manera, es decir, de pensar en ello, de profundizar en todo cuanto ello implica. Resulta terrible que una iglesia se limite a recitar credos, profesiones de fe o textos bíblicos aprendidos de memoria, y que no pase de ese estado. Tal es la tendencia natural de las religiones paganas, lo que nos hace pensar en una triste, pero más que evidente, realidad: la paganización acelerada y progresiva del mundo evangélico contemporáneo, que en demasiados casos ha descendido al nivel de una pura recitación mal entonada de mantras supuestamente cristianos, pero sin raciocinio, sin apropiación intelectual, y demasiadas veces sin sentido. La teología nos impulsa a estudiar las Escrituras y compartir ese estudio con los creyentes, hacer una puesta en común de cuanto hemos aprendido, en una palabra, deleitarnos en las profundidades y los arcanos de la Biblia, siguiendo siempre su hilo conductor, que aparece ya en Gn. 1, 1 y concluye en Ap. 22, 21, y finalmente a compartir con otros nuestra fe. No hay testimonio efectivo sin una teología de base que lo sustente, por simple o rudimentaria que pudiera parecer (nunca es tal, desde luego).
En tercer lugar, la teología se plasma en la vida de la iglesia. Más aún, la colorea, la impregna, la marca con un sello indeleble. Una iglesia cuya teología esté firmemente anclada en la Palabra Viva del Dios Vivo tendrá una liturgia dominical lo suficientemente elaborada —es decir, pensada, reflexionada, bien meditada— para ofrendar a Dios Padre un culto solemne, respetuoso, en el que Cristo sea proclamado como lo que realmente es, o sea, el Señor, al mismo tiempo que actividades que enriquezcan a la congregación e inviten a otros a unirse a ella. Y no sólo pensamos en reuniones especiales de estudio bíblico o catequesis de niños, adolescentes, jóvenes y adultos, siempre necesarias, sino en cosas tan simples como el café o el aperitivo después del servicio dominical, que tanto desarrolla la hermandad entre los creyentes, o las actividades de tipo social, ya sean de cara al exterior (diaconías) como de puertas adentro (programas especiales para ocasiones destacadas). Nada de todo ello tiene sentido sin una bien cimentada teología en la base. Sin teología, los cultos devienen verdaderos circos, auténticos espectáculos de pésima calidad y en ocasiones altamente ofensivos, en los que la predicación del Evangelio (cuando la hay, que ésa es otra) es cualquier cosa menos predicación o Evangelio. Por otro lado, y sería bueno no olvidarlo nunca, sin teología no hay instrucción, y cualquier cosa que se quiera tapar con el nombre de diaconía acaba convirtiéndose en mero activismo social, a veces con unos tonos políticos demasiado evidentes y muy poco recomendables.
Por último, la teología constituye la formación básica fundamental del pastor, anciano, presbítero, rector o sacerdote que ha de estar al frente de cada congregación y sobre cuyos hombros recae la ardua tarea de alimentar, formar y conducir al rebaño del Señor. Sinceramente, nos cuesta comprender cómo es posible que en algunas iglesias y denominaciones enteras se promocione (!) que los predicadores carezcan de formación teológica elemental. Digámoslo claro: sin teología, el pastor, quiéralo o no, se convertirá en lobo, tarde o temprano. En vez de alimentar, atrofiará. En vez de formar, conformará a su propia imagen y semejanza, es decir, deformará. En vez de conducir, pretenderá dirigir, pero no como un pastor, sino como un tirano; cosas todas ellas de las que hoy, por desgracia, sobran los ejemplos en demasiadas congregaciones y denominaciones de todo el mundo en que se habla la lengua de Cervantes, y también en el resto.
Al “no necesitamos teología” de tantos presuntos “líderes” e “iluminados” de nuestro mundo contemporáneo, oponemos hoy un clarísimo “necesitamos teología”. O mejor todavía, un “Señor, danos buena teología y buenos teólogos”.
Permanezcamos firmes en aquello que por la Gracia de Dios hemos recibido.