De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lucas 23:43)
Tenían por nombre Ezequiel y Juana. Así les pusieron sus padres. Nacieron y murieron. Por el camino fueron dejando ilusiones. Perdieron hijos e hijas debido al hambre y la falta de recursos. Ella murió, junto a su hijo, de un mal parto. Él, Ezequiel, murió cuando estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Nunca levantó cabeza -no podía ser de otro modo-. Ambos, junto a sus hijos, “disfrutaron” del infierno antes de morir…
Los seres humanos deambulamos por el mundo en busca de sentido de todo lo que acontece a nuestro alrededor. Y si somos honestos, no hallamos sentido alguno en muchos de los sucesos que observamos a lo largo y ancho de nuestra aldea global. Esa es la verdad.
Estamos condenados. Estamos condenados a convivir con el infierno de millones de personas, a la manera de Ezequiel y Juana, que sufren el empobrecimiento, el hambre y la injusticia instalada en sus lares que también -que nadie lo dude- son los nuestros. ¿Hay esperanza?
La esperanza parece que se mudó a otro universo paralelo, inaccesible para los seres humanos. Y para colmo de males (sí, de males) están aquellos que a través de su predicación “evangelizadora” amenazan con un infierno a los que ya lo están experimentando en medio de la historia humana. Pareciera que no tienen suficiente con el sufrimiento indecible de la mayoría de los pobladores de nuestro planeta, que comprueban en su carnes la peor parte del teatro del mundo. La “buena noticia” se convierte en el anuncio de la desdicha eterna. Para unos el pasaporte al paraíso está asegurado. Sin embargo para las mayorías indocumentadas el acceso al ansiado pasaporte les está vetado. Un pasaporte que por derecho divino les pertenece.
Y en medio del sin sentido está Jesús de Nazaret. El profeta galileo, Dios hecho carne, nos dice, “hoy estaréis conmigo en el paraíso”. Que nadie se incomode, Jesús habló del infierno, de la condenación eterna, pero debemos atender que los receptores de ese mensaje no eran las mayorías de “indocumentados” que habitaban en la Palestina del siglo I. No. Curiosamente habló del infierno y de la condenación eterna a los que creían que tenían su pasaporte al paraíso a buen recaudo y ganado con el sudor de su frente, o como dijo un autor cuyo nombre no recuerdo, pasaporte conseguido con “el sudor del de enfrente”. Fueron los poderosos, en el orden religioso y político, los receptores de la mala nueva de la condenación.
No obstante, y como escribiera Karl Barth, “hemos de contemplar a cada ser humano, por más extraño, perverso y miserable que nos resulte, y hemos de tratarle sobre la premisa de que en razón de la eterna decisión divina, Jesucristo es también su hermano y Dios es también Padre suyo. Si el otro lo sabe ya, hemos de confirmarle en esa convicción. Si todavía no lo sabe o ya lo ha olvidado, entonces es nuestro deber transmitirle ese conocimiento”.
Jesús abrió la puerta del paraíso a todos los seres humanos, y nosotros no somos quién para cerrarla a través de nuestra prédica, en ocasiones, llena de amenazas. Una vez que el ser humano llega al conocimiento de Jesucristo la vida recobra su sentido. La respuesta a la gracia infinita de Dios encauza nuestra vida y nos envía al mundo a ser agentes de paz, misericordia y justicia a la manera de Jesús.
Para finalizar deseo hacer memoria de la primera frase pronunciada por Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34) y es que la gracia del Nazareno, pese a quien pese, es inclusiva, gracias a Dios.
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