«Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos. Ellos no pueden corresponderte; y precisamente por eso serás feliz, porque tendrás tu recompensa cuando los justos resuciten» (Lc. 14:13-14 BTI)
Nuestro inconsciente desea y espera que los que se ven favorecidos por el bien que hacemos nos correspondan de igual manera. Y más veces de las que quisiéramos atamos, aunque sea en parte, nuestra felicidad a esa correspondencia. Es algo que pareciera estar en nuestros genes.
La felicidad la solemos atar, entre otras cosas, a la cosecha de reconocimiento por el bien que hacemos o/y lo bien que lo hacemos. Por ello ese tipo de felicidad, aparte de ser insegura, nos enzarza en un combate estéril y preservador de las maneras de este caduco mundo. De ahí que cuando nos confundimos en el trayecto que nos señaló Jesús de Nazaret, e intentamos rodearnos y hacer bien a aquellos que pueden correspondernos materialmente, envolviéndonos en gloria y reconocimiento, traicionamos el mundo nuevo que proclamamos.
Las cristianas y cristianos no nos conformamos con ese tipo de felicidad atada, como ya hemos dicho, a las maneras de hacer del modelo de sociedad en el que vivimos. No es que queramos ser infelices, o hacer de la infelicidad un valor, ¡no! Lo que sucede es que entendemos la felicidad en clave de resurrección. Así de ingenuos somos los creyentes ¡creemos en la resurrección! De ahí que la prioridad de la felicidad del otro está en nuestras agendas vitales, la nuestra puede esperar al mundo nuevo del que nos habla el lenguaje de la resurrección. Hacemos el bien sin esperar recibir nada a cambio, si acaso la satisfacción que genera el saber que caminamos por el sendero correcto.
Nuestra felicidad puede esperar, la de nuestro prójimo ¡no! Nuestra gloria, si es que podemos hablar así, es dar nuestra vida a favor de nuestro prójimo, y esperar «la resurrección de los justos». Porque ya dijo nuestro maestro, «más dicha trae el dar que el recibir» (Hch.20:35 BTI).
Soli Deo Gloria
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