Este texto fue publicado por el 1 de marzo de 2022, Día Internacional del No a toda Discriminación (ONU) en Red Cristiana Radical
Vivimos rodeados e impactados por la muerte. Desde hace ya dos años, una pandemia global nos roba la libertad y las vidas preciosas de muchas gentes amadas; familiares y amistades, camaradas y colegas. Desde hace siete días, la televisión nos invade con la tragedia de destrucción y sufrimiento de un conflicto al este de Europa, que nos sacude con toda la locura de la guerra. Sí, la locura siniestra y primitiva, animalizante de la guerra. No encuentro otra expresión para adjetivarla.
Erich “Bubi” Hartmann, piloto alemán de cazas de ataque, considerado el más grande en su especialidad en toda la historia de la aviación militar, derribó centenares de aviones enemigos y nunca fue derribado. “El Diablo Negro”, como lo apodaron sus enemigos soviéticos, un “superhéroe” de la segunda guerra mundial, un decorado campeón entre guerreros, dijo en sus años maduros: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan…”.[1]
Eduardo Galeano, escritor uruguayo contestatario, autor de “La venas abiertas de América Latina”, un manifiesto iluminador de la literatura profética, nos recordaba ayer que los cinco países miembros permanentes y con poder de veto en el Comité de Seguridad de las Naciones Unidas son China, los Estados Unidos de América, Francia, el Reino Unido y la Federación Rusa. Estos, que son los poderes que realmente gobiernan el planeta, son también los cinco más importantes fabricantes de armas de guerra en el mundo. Un hecho impresionante, que nos explica de una vez y sin coloridos ideológicos de ninguna clase, la real realidad que genera esta y todas las locuras que llamamos guerras.
Martin Luther King Jr., cristiano pacifista estadounidense, pastor y Premio Nobel de la Paz, asesinado al comenzar a declararse en contra de la guerra, que entonces era la de Vietnam, dijo en aquella coyuntura histórica:
“Eso de andar quemando seres humanos con napalm, de llenar de viudas y huérfanos los hogares de nuestra nación, de inyectar la ponzoñosa droga del odio en las venas de gente normalmente humanitaria, de devolver al hogar desde siniestros y sangrientos campos de batalla a hombres y mujeres físicamente deshechos y psíquicamente trastornados, es algo que no se puede conciliar con la sabiduría, la justicia y el amor. Una nación que año tras año dedica más dinero en defensa militar que en programas de seguridad, educación y mejora social, se está acercando vertiginosamente a la ruina espiritual… Los seres humanos dejarán de llevar armas, cuando aprendan a cargar la Cruz.” [2]
Y yo me atrevo a reiterar lo que he estado viendo y sufriendo, con el dolor de la impotencia, a través de toda mi vida y ministerio cristiano:
Iglesias transformadas en depósitos de armas. Mezquitas convertidas en cuarteles de guerra. Ministros religiosos bendiciendo ejércitos. Gobiernos condecorando “héroes” por la ciencia y el arte de matar. Países autodenominados “cristianos” decidiendo ir a “una guerra justa por la paz mundial”. Dictadores entregando réplicas enjoyadas de espadas de libertadores a sus amigotes. Otros, recibiendo doctorados “¡honoris causa!” por suprimir la libertad de expresión. Etnias y culturas quemando biblias y coranes, templos y gente en el nombre de Dios. Son “las cruzadas del siglo XXI”. ¿Qué es en realidad todo esto? Simplemente, la locura total y siniestra de la guerra.[3]
El paralelo histórico, repetitivo a través de los tiempos remotos y recientes, con nuestra dramática actualidad, es claro. Por eso me surge la pregunta, cargada de bronca y esperanza: ¿Y en cuanto a nosotros y nosotras hoy, QUÉ? La respuesta, que con mucha convicción intentamos articular hoy, nos remite a la única fuente que aceptamos válida, no sólo para quienes confesamos y seguimos a JesuCristo, sino para toda la humanidad. Es la Biblia, Palabra de Dios. Sólo en ella nos apoyamos para compartir, al calor del dolor con que escribimos estas líneas, cinco principios o compromisos bíblicos para articular una respuesta ante la guerra, todas las guerras. Y esto, para armarnos con criterios para el juicio y la decisión personales como seres responsables, ante la locura de la guerra.
1.Nuestra fe nos demanda procurar siempre la paz, sin apelar a la violencia. Jesús afirma: “La paz les dejo, mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden (Juan 14:27). El sabio enfatiza que nuestro punto de partida debe ser amar con eficacia, para procurar la paz. “Todo aquel que quiera amar la vida y gozar de días felices… que busque la paz y la siga” (Salmo 34:14). Por ello, entre otras mil cosas, apoyemos hoy a nuestra juventud. Ella, como siempre ha sido a través de la historia, es por vocación objetora de conciencia ante todo tipo de poder. Ayudémosles a cuestionar proféticamente a los gobiernos violentos, respondiendo ¡No! ante la orden de enlistarse en sus ejércitos, para matar o ayudar a matar. Dios nos guarde de ser una Iglesia[4] que predica el amor y la paz, con las manos manchadas de sangre; no sólo las nuestras, sino las de quienes nos continúan. Nuestra opción irrenunciable debe ser un ¡Sí por la No violencia! Un Sí proactivo y militante.
”Quien a hierro mata, a hierro muere”. Necesitamos siempre asumir con muchos cuidados y reservas las metáforas del Antiguo Testamento, acerca del pueblo de Dios como ejército, la misión como campo de batalla y todo ese vocabulario guerrero y guerrerista que, desde las Cruzadas hasta nuestros días, permea muchos púlpitos cristianos. Sus enseñanzas espirituales pueden ser válidas, pero sólo JesuCristo es la autoridad final, la clave hermenéutica vital, el modelo para interpretar toda la Biblia. Es decir, creemos en La Palabra infalible de Dios: ¡Su nombre es JesuCristo! Él declara hoy, “Bienaventurados, dichosas, quienes trabajan por la paz, porque serán llamados hijos e hijas de Dios” (Mateo 5:9).
2. Nuestra fe nos demanda amar la verdad y sospechar siempre de quienes están en el poder. Es otra vez Jesús, quien nos afirma: “… y conocerán la verdad, y solo la verdad los hará libres” (Juan 8:32). Ante todo intento -de parte de quien sea- de exacerbar nacionalismos, proyectos patrioteros o pasiones expansionistas que pudieran generar cualquier tipo de violencia, nuestras preguntas humanas y cristianas -aplicando la hermenéutica de la sospecha- deberán ser: ¿por qué? y ¿para qué? Estos interrogantes se originan en la sospecha que es parte y fruto del mandamiento de JesuCristo a ser “mansos y mansas como palomas, y astutos, astutas como serpientes”(Mateo 10:16 ). Amar la verdad demanda vigilar constantemente a todos los poderes de turno de este mundo, aun especialmente a aquellos que nos gustan y apoyamos. En especial, los medios masivos de comunicación, muchos de ellos al servicio hoy de la idiotización de la cultura y la creación del “pensamiento único”.[5]
Sospechar de “los poderes” debe ser siempre solo una metodología ética, jamás una actitud negativa ni un problema personal, sino sólo la búsqueda de lo correcto. El desafío es amar aún a nuestros enemigos y enemigas, y hacerlo con eficacia. Y esto requiere, para comenzar, que nuestra oración tenga un doble propósito: 1) Que quienes nos gobiernan lo hagan con la mente y el corazón de Jesús, y 2) que Dios quite del poder a los faraones y faraonas de todos los tiempos. Eso es claramente obedecer la enseñanza bíblica de orar por nuestros gobernantes, a la luz del conocido mandamiento paulino de Romanos 13:1-5, escritura sagrada que siempre debe interpretarse a la luz de la visión juanina, también sagrada, de Apocalipsis 13.
3. Nuestra fe nos demanda sospechar de nuestros propios sentimientos. El creyente clamaba: “Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eterno” (Salmo 139: 23-24). Este principio es la contrapartida válida y necesaria del principio anterior. Porque siempre tendemos a escuchar más a quienes apoyamos. Nos molestan los argumentos esgrimidos por quienes no concuerdan con los nuestros. Debemos preguntarnos siempre ¿por qué creemos lo que creemos?
Por lo anterior reiteramos, persistiendo en la necesidad de vacunarnos contra el virus mortal para la mente y el espíritu, de los medios masivos de comunicación.
Muchos de ellos -no todos afortunadamente- constituyen desde hace décadas atrás y como nunca en la actualidad, un absorbente y manipulador imperialismo cultural, global y hegemónico, en especial a través de los medios televisivos. Estos han colonizado y transformado a las mayorías en “teleadictos y vidiotas en la aldea planetaria”.[6] La comunicación hipertecnologizada “perfecciona” hoy este colonialismo cultural y global, casi siempre al servicio del lavado de cerebros y, en especial, al servicio y promoción del pensamiento único sumiso, en un mundo injusto y violento.
Debemos examinar constantemente las reales motivaciones que generan nuestras posiciones y actitudes. ¿Son nuestras decisiones, algunas de gran importancia, orientadas por las actitudes y preferencias, gustos y modas que nos imponen, o por la ética radical y transformadora del reino de Dios? ¡Esa es la cuestión! O duramos como ovejas sumisas, siguiendo a quienes hoy “pastorean” sutilmente el mundo, o vivimos como discípulos y discípulas de JesuCristo, en el espíritu alerta y crítico de la libertad y verdad a la cual Él nos ha llamado.
4. Nuestra fe nos demanda buscar la paz mundial antes que cualquier interés particular. Desde su Sermón del Monte, Jesús nos exhorta: “…busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mateo 6:33).
¿Cuál es la raíz de la realidad social global de nuestro tiempo? ¿Por qué hay tanta hostilidad y derramamiento de sangre? ¿Por qué la misma historia de la iglesia está a menudo llena de peleas y divisiones? ¿Por qué hay tantas familias que se dividen y destruyen?¿Porque las etnias y tribus, naciones y regiones del mundo viven siempre peleando entre sí? Esta realidad que hoy nos entristece y afecta, no es nueva ni mucho menos. En los cuatro mil años de historia escrita, el mundo solo ha estado en paz un 7% del tiempo; esto es menos de trescientos años. Se han firmado más de 8000 tratados internacionales por la paz, todos los cuales se han roto. Desde los primeros siglos de la llamada “era cristiana”, muchas de estas guerras fueron auspiciadas por las iglesias institucionales, el Santo Imperio Romano, las llamadas cruzadas, y muchos otros movimientos autodenominados representantes de “la civilización occidental y cristiana”. ¡Aún teólogos y pensadores cristianos de todo color y pelaje justificaron y justifican las que llaman “guerras justas”![7]
Dios no creó este planeta con fronteras y soberanías territoriales, banderas e himnos nacionales. Estas realidades, para muchos sagradas, son resultado del pecado humano. JesuCristo no criticó ni alabó estas divisiones, sino simplemente fue más allá de ellas. Quienes le confesamos como Señor y Salvador hemos recibido en Él una nueva identidad. Somos ciudadanos y ciudadanas del Reino de Dios. Esto no significa negar o importarnos poco nuestra identidad nacional y cultural, sino solo darle el lugar relativo que debe tener. Cuando gentes cristianas e iglesias entran en acuerdos y compromisos con ideologías o proyectos nacionalistas, el Evangelio es manipulado al servicio de esos nuevos dioses. La consecuencia menor es que la imagen del Evangelio es desacreditada. La mayor es que se lo transforma y usa como arma de guerra. La historia lo demuestra. Nuestra prioridad es el reino de Dios, su paz y justicia.
5. Nuestra fe nos demanda compadecernos ante todo tipo de sufrimiento humano “Jesús, viendo las gentes, tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas como ovejas sin pastor” (Marcos 6:34). En toda guerra, la que fuere, realmente nadie gana. El resultado es sufrimiento para todas las partes. Recuerdo siempre una obra de teatro popular e independiente, a la que me llevó mi padre cuando comenzaba mi adolescencia, y que marcó el resto de mi vida. Se titulaba “También las mujeres perdieron guerra”. Y por cierto, no han sido ni son solo ellas. Todas las criaturas de Dios que sufren las mil atrocidades de la violencia desatada por los poderes de turno, son las víctimas de toda guerra. Tanto la que ahora se sufre al este de Europa, como todas las otras guerras, a toda dimensión y nivel, desde el mundial al doméstico, donde impone y ejerce violencia quien cree ser más fuerte.
Nuestra compasión y misericordia ante el inmenso dolor y sus huellas permanentes en personas y familias, comunidades y naciones, generadas por todas las guerras, debe hacernos extremistas del amor, por la paz y la no violencia. Porque el Evangelio no es camino de realización personal para quienes creen saberlo y poderlo todo. Tampoco es manual para una sociedad organizada y controlada por ricos y poderosos, “bien nacidos” e influyentes. Ante la trinidad demoníaca de conocimiento, grandeza y poder que procura siempre someternos, el Evangelio es siempre respuesta contracultural y transformadora, poderosa en el amor. Esta nos convoca a hacer de la vida personal y familiar, comunitaria y global, un caminar hacia el mundo nuevo de Dios, detestando toda violencia, y procurando siempre la justicia y la paz. Que esto sea nuestra convicción, compromiso y conducta.
[1] Ursula Hartmann, German Fighter Ace: Erich Hartmann: The Life Story of the World’s Highest Scoring Ace. Atglen, PA: Schiffer Publishing, 1992, p. 93.
[2] Martin Luther King Jr., El clarín de la conciencia. Barcelona: Aymá Editora, 1967, pp. 57-58.
[3] Osvaldo Mottesi, El manifiesto del Reino. Buenos Aires: Edit. Certeza Argentina, 2016, pp. 245-246.
[4] Cuando usamos la palabra Iglesia con mayúscula, no nos referimos a las expresiones religiosas institucionales, sino a la comunión universal de hombres y mujeres que confiesan a JesuCristo como su Señor, y le siguen como el modelo por excelencia para sus vidas y la del mundo.
[5] “El pensamiento único” es una de las nociones propias de Herbert Marcuse, filósofo y sociólogo germano-estadounidense. En su análisis de la sociedad moderna, Marcuse afirma que los medios de comunicación y las industrias culturales socializan los valores del sistema dominante y ahogan el pensamiento crítico, creando un escenario cultural unidimensional. Este propicia un “pensamiento único”, que condiciona la conducta individual en la sociedad, bajo la apariencia de una conciencia feliz. Ver, entre otros, El hombre unidimensional. (México: Editorial Joaquín Mortíz, 1968).
[6] Ver un excelente clásico sobre el tema: Ezequiel Ander-Egg. Teleadictos y vidiotas en la aldea planetaria. Buenos Aires: Editorial Lumen/Humanitas, 1996.
[7] No usamos aquí lenguaje inclusivo, pues no conocemos teólogas y pensadoras con esta posición.
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