Martes 5 de agosto de 2014, 8:00 a.m.: Lectura del libro de los Salmos, lo hago desde el hebreo, lentamente, rítmicamente. Leo las grafías hebraicas con placer, son como niños recién levantados por la mañana, un poco desarrapadas y tímidas que caminan tambaleantes
Leo desde el hebreo para recordarme a mí mismo cuán apasionante es esa lengua, para recordarme que mi corazón ha sabido construir el único muro justo y justificable del mundo: el muro que divide y discierne entre la maldad del fanatismo de unos pocos y la fascinante belleza de la fe buena y sencilla de muchos. Ese muro que se eleva rectilíneo (no es curvo ni sinuoso) y que sabe separar sin asomo de duda entre una bomba, un tanque y un mortero, y el shemá, un talit y un kippa. Alto y riguroso muro, como un cortapisas, que pone freno a las vagas generalizaciones, ese muro que demuestra que no todos quieren lanzar bombas, ni todos desean la muerte del otro, que nos demuestra que no todos son terroristas ni todos tienen sed de venganza.
Tomo un sorbo de café estilo árabe, que es el mejor. Observo la pequeña alfombra para salat que conservo. Y vuelvo a admirar a tantos millones de personas que se arrodillan cinco veces al día para orar con la frente en el suelo, símbolo de humilde entrega.
Es entonces cuando me doy cuenta que las bombas y los odios ajenos no han menguado mi amor y respeto por ellos, por nadie. Que me emociona igual el niño judío que corre hacia su padre, brazos extendidos y diciendo “abba, abba”, o gira su cara y llama a su madre “imma, imma”, o la pequeña niña palestina que sonríe con su cabeza delicadamente cubierta y que salta de alegría al ver llegar a su “baba, baba” y a su “ummi, ummi”. Y se me escapa una sonrisa al volver a constatar la hermandad de esas palabras, su sonora familiaridad, su semítica genética indisoluble, inseparable, eternamente compartida y que los emparenta, aunque a veces sus padres no lo quieran. Son familia.
Martes 5 de agosto de 2014, 8:30 a.m.: Leo las noticias. Se retiran las tropas israelíes de Gaza, nadie gana, nadie pierde. Todos pierden, nadie gana. Pero sonrío ante el atisbo de una nueva oportunidad. Entonces recorro, como tantas veces, las páginas de Amos Oz, como quien regresa a una ciudad donde ha vivido experiencias inolvidables. Transcribo:
“Los palestinos están en Palestina porque ésta es la patria, la única patria de los palestinos. Los judíos israelíes están en Israel porque no hay otro país en el mundo al que, como pueblo, como nación, puedan llamar hogar.
Los palestinos han intentado, a regañadientes, vivir en otros países. Fueron rechazados, a veces incluso humillados y perseguidos. Se les hizo tomar conciencia de su “palestinidad”; no fueron aceptados como libaneses, ni como sirios, ni como egipcios, ni como iraquíes. Tuvieron que aprender con dureza que son palestinos y que Palestina es el único país al que pueden aferrarse.
Curiosamente, los judíos han tenido una experiencia histórica un tanto paralela. Fueron expulsados a patadas de Europa […] Los palestinos quieren la tierra que llaman Palestina. Tienen razones muy poderosas para quererla. Los judíos israelíes quieren exactamente la misma tierra por exactamente las mismas razones.
Se requiere llegar a un acuerdo, a un compromiso doloroso. Y la expresión “llegar a un acuerdo” tiene una reputación nefasta en la sociedad europea. Especialmente entre los jóvenes idealistas, que siguen considerando que llegar a un acuerdo es falta de coraje. No en mi vocabulario. Para mí, la expresión “llegar a un acuerdo” significa vida. Y lo contrario de llegar a un acuerdo no es idealismo ni devoción. Lo contrario es fanatismo y muerte.
Se requiere llegar a un acuerdo, a un compromiso, no llegar a una capitulación. Lo que significa que los palestinos jamás deberán arrodillarse. Ni tampoco los judíos.” (Amós Oz, Contra el Fanatismo, Editorial Siruela).
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