“Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2,13)
Me gusta pensar en la oración como un tiempo en que mis deseos más íntimos se acompasan al latido del corazón de Jesús de Nazaret. Y no sólo eso, sino que además, por si fuera poco, ese espacio de oración es un momento creador de acciones transformadoras del entorno en el que vivo. Al menos eso debiera ser.
La oración es un tiempo que genera santidad en las personas que la practican. Santidad que necesariamente implica la dedicación exclusiva a encarnar la voluntad de Jesús en medio del contexto en el que nos movemos. Al menos eso debiera ser.
La santidad no es sólo un asunto del corazón, es un asunto social. Así nos lo enseñó el Nazareno. Dicho en palabras de Gerhard Lohfink, «no sólo el corazón del hombre debe ser santo, también deben serlo las condiciones de vida, las estructuras sociales y las condiciones del medio ambiente, en las cuales vive el hombre y en las que se proyecta continuamente» . Al menos así debiera entenderse la santidad.
La oración que se expresa en el Salmo 122 (6-9), nos introduce en esta línea de pensamiento cuando afirma:
“Pedid por la paz de Jerusalén; sean prosperados los que te aman.
Sea la paz dentro de tus muros, y el descanso dentro de tus palacios.
Por amor de mis hermanos y mis compañeros diré yo: La paz sea contigo.
Por amor a la casa del Señor nuestro Dios, buscaré tu bien.”
El/la orante concluye su plegaria afirmando que “buscará el bien de la casa del Señor”. Conviene decir que la casa del Señor no se circunscribe a ningún templo, sea aquí, sea en la China. La casa del Señor es el mundo en el que habitamos. El salmista “buscará el bien” como prioridad absoluta de su existencia. Todas sus decisiones tendrán como único objetivo el buscar el bien de este mundo, casa de Dios y casa nuestra; o como diría Jesús, buscará sobre todas las cosas el reino de Dios, es decir, su justicia (Mat. 6,33). Buscará sobre todas las cosas el reino de Dios, es decir, militará para que la voluntad del Dios que se manifestó en el profeta de Galilea, sea hecha en la tierra –ya, ahora-, como se realiza en “el cielo” –ya, ahora- (Luc. 11,2).
Lo que se inició con una petición, “pedid por la paz”, se convierte en un ardiente deseo: Sean prosperados… Sea la paz… Sea el descanso… Por amor de sus hermanos, hermanas, compañeros y compañeras de camino, deseará la paz social que todos, y todas, como nosotros, ansiaban. Y es que la paz (una paz que no permite, de serlo, exclusiones de ningún tipo), se encarna en la prosperidad y el descanso (Mat. 11,28-30) intenso y extenso en los/las que la disfrutan. Al menos así la debiéramos entender.
Y lo que es un ardiente deseo –reitero, acompasado al latir del corazón de Dios- se convierte en el interés que nos mueve en esta vida, y actuamos por conseguirlo sin importar el esfuerzo, el dolor y la incomprensión que podamos experimentar. Al menos así debiera ser.
Oraciones que desembocan en deseos y, a su vez, en acciones -en el tenor expresado- deben ser los componentes imprescindibles de nuestro seguimiento de Jesús. No puede ser de otro modo, no debe ser de otra manera, no debemos aspirar a menos si nos queremos seguir confesando seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret, “autor y consumador de nuestra fe” (Heb. 12,2).
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