Posted On 17/02/2023 By In portada With 610 Views

¿Orar por las autoridades? |Eliana Valzura

Que existe una suerte de domesticación política fuerte en los ambientes eclesiales no es una novedad para nadie. Que esa domesticación tiende a ser complaciente con los poderes concentrados de turno, tampoco. Y cuando digo “poderes concentrados” estoy queriendo decir, sin titubeos ni maquillajes, que la domesticación eclesial-política siempre se siente más cómoda recostada hacia su derecha que hacia cualquier izquierda humanizante, por más que en su discurso tienda a rescatar los valores jesuánicos del Reino. Como en toda ley, existen excepciones, y puedo dar cuenta de muchas comunidades de fe en las que se practica una mirada crítica hacia el poder y una saludable práctica política libre con compromiso solidario.

Uno de los pasajes —aunque podrían citarse muchos— más utilizados para uniformar el pensamiento en torno a estas cuestiones ha sido el de 1ª Timoteo 1: 1:4 “Ante todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los constituidos en dignidad, a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y honestidad. Esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad.” (Nacar Colunga). En base a este texto se suele hacer un llamamiento a la “apoliticidad” de los cristianos. Pero permítaseme recordar aquí que la apoliticidad no existe: incluso la decisión de mantenerse al margen es una decisión política. Y agrego: mantenerse al margen solo contribuye a perpetuar el statu quo.

Volvamos al pasaje mencionado. Todos hemos escuchado la arenga a orar por las autoridades, como forma de sofocación de cualquier intento de queja ante la situación social desventajosa, ante cualquier injusticia padecida, ante cualquier destrato del poder, ante cualquier falta de reconocimiento de derechos, ante cualquier opresión, ante cualquier enojo civil o atisbo de rebelión contra el poder de turno. Sabemos todos que el relato debajo de este relato es que a Dios no le agradan los insurrectos, que Dios nos quiere dóciles, mansos, todos iguales, formados en serie en su línea de ensamble, producidos en cadena como a él le agrada. Lástima que casi siempre es como a alguien —que no es él sino un simple mortal que se arroga ser el intérprete de su voz— le agrada.

Que a Dios no le gustan los insurrectos se ocupó de enseñar la tradición cristiana desde el relato del Génesis. Una pequeña insurrección, una eternidad de condenación. Así son las matemáticas divinas y a ellas hay que atenerse. Así que el relato que sustenta a este otro relato que analizo hoy es fuerte. No debe rebelarse aquel al que le va mal en la nación donde nació o donde eligió vivir. Debe agachar la cabeza y orar por las autoridades. Porque a Dios no le gusta el reclamo.

El segundo relato detrás del relato es de orden teleológico: Dios tiene un plan, todos los males se volverán bienes en la otra vida, esta vida no importa, importa la que viene. La desvalorización de la vida con fines escatológicos no es nueva: empezaron a vivirla los primeros cristianos no bien Jesús desapareció de su vista. Quedaron en segundo plano sus palabras liberadoras y su mensaje de la Basileia, aunque todavía estaban siendo oprimidos por sus perseguidores romanos. Con el tiempo, ya religión del imperio, sus preocupaciones quedaron cristalizadas en la otra vida, a esa debían atender. Día a día, siglo a siglo, el evangelio iba perdiendo su capacidad de sazonar y su poder liberador tal cual lo había presentado Jesús.

¿Qué se esconde detrás de este disciplinamiento travestido de piedad religiosa? ¿Por qué un oprimido por un poder insensible debe orar para que un Estado —representado por cualquiera de sus actores sociales— haga lo que se supone debe hacer de suyo? Justamente, la pregunta oculta una trampa. El que ora no está orando para que el Estado y sus autoridades “hagan”, sino que en su oración está ofreciendo, sin saberlo, un acto de aceptación sumisa —y sin reclamo— de que el Estado, a través de su poder ejecutivo, legislativo o judicial, a través de sus autoridades gubernamentales nacionales, provinciales, locales o a través de sus fuerzas armadas o policiales no van a hacer aquello para lo cual existen. ¿Y para qué existen? ¿A qué le deben su existencia? Existen para el favor del pueblo, para el bien de la gente y de la Nación. Pero, hay que entenderlo, la “Nación” está compuesta de personas, no existe fuera de ellas, y nada que les haga mal a las personas puede hacerle bien a la Nación.

“Orar por las autoridades” sin el acto crítico de preguntarse qué están haciendo esas autoridades por cumplir fielmente con el mandato de procurar el bienestar de todos los que están bajo su responsabilidad, es colaborar con el poder opresor de turno. Casi me atrevería a decir que es colaborar con los anticristos de turno, en tanto y en cuanto se oponen al ideal jesuánico de paz y bien.

“Orar por las autoridades” sin cuestionar si ellas colaboran a la basileia o definitivamente están en la vereda contraria es una irresponsabilidad cristiana más que un acto que merezca reconocimiento de Dios.

“Orar por las autoridades” sin sopesar cómo se comportan ellas con los pobres, con los marginados, con los más vulnerables de la Nación (quizás el testeo más perfecto para saber qué clase de autoridades sean) es ofrecer un cheque en blanco a quien seguramente cometerá un desfalco.

¿Por qué hay que orar por las autoridades y no orar por los pobres y desprotegidos por esas autoridades? ¿Por qué cada vez que un país va mal desde los poderes de la iglesia se nos insta a “orar por las autoridades”?

No puedo pensar en otra cosa que en una iglesia cómplice, que ha renunciado a su ethos. Por acción o por omisión, por indolencia, por comodidad o por intereses creados, ha decidido resignar su vocación más alta, aquella que empieza y termina en el rostro del hermano y en el reconocimiento de otro, viendo al cual se puede ver a Jesús.

La cruz de Jesús tiene un costado luminoso, el de la entrega a favor de los desprotegidos y en contra del poder fáctico. Definitivamente, la cruz da la cara a los pobres y la espalda al poder. El movimiento expulsivo de Jesús fue —desde su encarnación— salirse-de para acercarse-a. Una de las salidas de Jesús fue del poder fáctico y religioso (se des-templó), y saliendo, se opuso a él abrazando la causa del los des-empoderados.

En su kénosis de poder, Jesús predicó la Basilea de Dios para esta vida —no solo para la próxima— y sus oyentes sabían bien de qué estaba hablando: justicia a los oprimidos, libertad a los cautivos, vida a los muertos de esta vida. (Lc. 4:18)

A esta altura son lícitas las preguntas: ¿De qué lado están los gobernantes de tu tierra? ¿De qué lado debe estar la iglesia? ¿De qué lado debo estar yo, como persona de fe?

Eliana Valzura

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