Las homilías de los grandes Santos Padres de la Iglesia todavía hoy llenan la oración oficial de la misma Iglesia de Jesús, particularmente en el rezo del Breviario. San Agustín, san León, san Ireneo, san Cipriano, obispos, y mártires algunos de ellos, nos han dejado en sus comentarios dominicales al Evangelio el testimonio de una palabra pastoral comprometida con la Palabra de Dios y con la vida del pueblo.
Ni ha terminado la era de los Santos Padres de la Iglesia, ni ha terminado la validez de sus homilías. El pueblo de Dios sigue caminando y sigue soplando verdad y esperanza el Espíritu de Dios.
Nuestra América muy particularmente puede gloriarse de grandes Santos Padres de plena actualidad. Y entre todos ellos, posiblemente, el más emblemático, monseñor Óscar Arnulfo Romero, obispo y mártir, “san Romero de América, pastor y mártir nuestro”.
A lo largo de los años más duros de la guerra civil salvadoreña y bajo una auténtica dictadura militar de salvaje represión, Romero levantaba cada domingo su voz, aterciopelada, vibrante como un cuerno de jubileo, para iluminar a la luz de la Palabra el día-a-día, el sufrimiento y la esperanza, la vida y la muerte de su pueblo salvadoreño.
Difícilmente habrá habido en toda la historia de la Iglesia una expectación y una atención mayores y más multitudinarias para las homilías de un pastor. Todo El Salvador vivía pendiente, domingo tras domingo, de la homilía de Monseñor. Aquella palabra dominical, glosa del Evangelio y de la vida del pueblo, iluminaba, consolaba, fortalecía.
No era un comentario aséptico, más o menos erudito, etéreamente religioso. Era una meditación comprometida con la Palabra de Dios y con el grito del pueblo; un clamor por la justicia y la denuncia profética de la represión, de la violencia y la injusticia estructural, y al mismo tiempo una consoladora presencia de aquel pastor que hacía del «acompañamiento» su verdadera misión en esas horas dramáticas de su gente.
Por la verdad profética de esas homilías, por la unción con que fueron vividas y dichas, por el aval definitivo de la sangre martirial con que fueron selladas, las homilías de monseñor Romero continúan siendo de plena actualidad.
Cuando recibí la carta que el teólogo Jon Sobrino me escribió, pidiéndome una palabra de aliento para el obispo hermano que volvía muy herido de su viaje a Europa, Romero era ya mártir. Fue entonces cuando escribí, conmocionado, mi poema al pastor salvadoreño. El poema termina diciendo, con la más incontestable convicción:
“Nadie hará callar tu última homilía”. Nadie puede hacer callar las homilías vivas del profeta y mártir san Romero de América. Difundirlas ahora por Internet es un deber, un servicio, una gracia. Que sigan gritando justicia, esperanza, evangelio, ahora más allá de El Salvador, y más allá de Nuestra América también, las homilías proféticas de Romero.
Pedro Casaldáliga
***
La segunda lectura es del apóstol San Pablo, ese cristiano valiente que siente, como hombre, la debilidad humana, pero que siente por dentro la fuerza de la fe, de la esperanza que Dios da a quien confía en Él. El espíritu nos anima nuestra debilidad. Y dice esta hermosa frase que yo quisiera que las madres de familia de estos seres por quienes estamos orando hoy la grabaran como un lema de su vida: “A los que aman a Dios, todas las cosas les sirven para su bien. No hay desgracia, no hay catástrofes, no hay dolores por más inauditos que sean, que cuando se sufren con amor a Dios, no se conviertan en corona de gloria y de esperanza”.
“A las madres por sus hijos desaparecidos”, 1 de diciembre de 1977
Perdonen, hermanos, la cita, pero me parece muy oportuna y aunque la Iglesia dice su palabra desde la perspectiva del Evangelio y no de la diplomacia, cómo alegra cuando se ve que la diplomacia habla con la razón, simplemente humana, la Iglesia, con el evangelio, y además de la razón humana, cuenta con la iluminación divina. Y que aun cuando las conveniencias diplomáticas cambiaran modos de pensar, la Iglesia se mantendría porque flota por encima de todas las conveniencias y estas verdades siempre serían las del Evangelio, no por decirlas un diplomático sino por coincidir con la revelación de Dios que la Iglesia defiende aun cuando le cueste la vida.
“La iglesia de la salvación”, 11 de diciembre de 1977
En primer lugar, hemos visto pasar en el Evangelio de hoy varios personajes en los cuales podemos vernos a nosotros mismos, a nuestra historia, a nuestro momento; así hemos de leer el Evangelio, no como una novela que paso hace veinte siglos, sino como una encarnación de Dios que se hizo hombre en un momento histórico, para que de ese momento aprendamos también a vivir el evangelio en los momentos que nos toca vivir a nosotros. Es necesario, pues, poner un poquito de fantasía: como que se está leyendo una novela cuando leen el evangelio; prescindir un poco de aquel ambiente de hace veinte siglos o, mejor dicho, trasladarlo a nuestro ambiente: El Salvador, 1977, y así es cómo hemos de leer el evangelio. En los momentos de problemas de la familia, de la patria, de la propia vida, leamos siempre el evangelio, pero trayendo aquel momento para que me ilumine este momento de aflicción, ese momento de esperanza; esto que vivimos cada uno en su familia, en su propia vida, o en su propia patria.
“Dios escoge providencialmente a los hombres para sus planes de redención”, 28 de diciembre de 1977
Queridos hermanos, esta es nuestra Epifanía, una Epifanía que nos ha presentado a Cristo bajo este nombre de Paz. Él es nuestra paz. Que estos inicios de 1978, bajo este augurio de la paz que tan intensamente ha resonado en esta Catedral y, a través de la radio, en muchos hogares, sea verdaderamente un llamamiento a la conversión. Que quienes no tienen sentimientos de paz porque tienen mucho egoísmo en su corazón, se conviertan al amor; quienes están lejos de la paz porque tienen sus manos manchadas de sangre y de crímenes, se laven en el arrepentimiento y sientan que también para los pecadores y los criminales hay paz cuando hay arrepentimiento y amor. Un llamamiento a tener paz en los hogares. Que haya reconciliación, que haya amor, que Cristo esté presente en toda la República y en cada uno de los salvadoreños.
“No a la violencia, sí a la paz”, 6 de enero de 1978
Son palabras inigualables. Por eso decía que más que hablar, es necesario amar, meditar, mirar, así sea necesario hasta con repugnancia el rostro como ha quedado de Cristo, como un gusano que se revuelca en el polvo de la tierra, entre salivazos y sangre; entre dolores inauditos, verdaderamente un deshecho de la humanidad. No se puede describir, hermanos, es necesario que cada uno, este Viernes Santo, vea con los ojos del alma esa víctima cómo la han dejado nuestros pecados. Porque Cristo no padece por culpa suya, Cristo se ha hecho responsable de los pecados de todos nosotros. El que quiera medir la gravedad de sus pecados, mire a Cristo crucificado y diga con lógica: ¡así lo he dejado yo! yo lo he matado por limpiarme de mis suciedades, Él se hizo sucio por limpiarme de mis abominaciones, Él se ha hecho abominable hasta la palabra que parece una blasfemia, pero lo dice la Sagrada Escritura: “El que no tenía pecado, por nosotros se hizo pecado, maldición, castigo de Dios”. Eso es Cristo, el pararrayo de la humanidad, allí descargaron todos los rayos de la ira divina para librarnos a nosotros, que éramos los que teníamos que sucumbir porque hemos puesto la causa de la maldición cada vez que hemos cometido un pecado.
“La humillación-exaltación del Hijo de Dios, redentor de los hombres”, 24 de marzo de 1978
También desde esta identidad de Iglesia, sin confundirse con las organizaciones, la Iglesia defiende el derecho de organización. Es un derecho humano. Nadie puede prohibir a un hombre que se organice con quien quiera, con tal que los fines que busca, sean honestos y – buenos; sean para sobrevivir; sean para tener pan para sus hogares; sean para mejorar de condiciones; la Iglesia defiende y lo ha hecho- gracias a Dios, ese derecho de organización. Otro servicio insustituible de la Iglesia —defendemos en la carta Pastoral— es el apoyar las justas reivindicaciones que cualquier organización promueva. No es necesario que se llamen cristianos. Basta que una organización busca un fin justo…, la Iglesia apoya, porque su deber es defender la justicia del Reino de Dios y si hay un reflejo del Reino de Dios en un grupo humano, la Iglesia sabe que allí es Dios el que le está pidiendo su compromiso para defender esa justicia que hay allí. Así como también otro servicio de la Iglesia: la Iglesia por ser única puerta suya, el evangelio, y no otra fuerza; desde el evangelio la Iglesia tiene el deber y el derecho de denunciar la injusticia, lo malo, el pecado que se encuentra en cualquier organización, aunque se llame cristiana, la Iglesia no está comprometida con ninguna, para decirle, eso está mal hecho, eso es pecado, eso lo denuncio, eso lo repudio y gracias a Dios la Iglesia lo ha hecho. Aquí en la Arquidiócesis ha sido su deber, defender lo justo y reprochar lo injusto. Pero para poder prestar este servicio y sobre todo este otro, el servicio de incorporar las inquietudes de los hombres que buscan la justicia, que buscan reivindicaciones en la tierra, incorporarlos a la gran liberación de Cristo, a la gran redención.
“La iglesia, comunidad profética, sacramental y de amor”, 10 de septiembre de 1978
Así también podemos decir que la Iglesia no es todo el Reino de Dios. Si la jerarquía es como el esqueleto de la Iglesia, la Iglesia misma que reclama de esa jerárquica transparencia, plenitud de Dios, comprende que ella sola no está más que como un pueblo congregado por Dios en torno de esa jerarquía; pero al servicio del Reino de Dios y del mundo entero, y que, por tanto, todo su esfuerzo como Iglesia jerárquica no puede concentrarse en una autocontemplación. La Iglesia no es un fin en sí; y mucho menos lo jerárquico, no es un fin en sí. La jerarquía para la Iglesia y la Iglesia para el mundo. Por eso, cuando muere un Papa el mundo entero, y desde luego la Iglesia entera, clava sus miradas en Roma, sabiendo que allí está el signo de este pueblo de Dios; pero que este pueblo de Dios peregrino y misionero tiene que fijarse más bien en un segundo aspecto que yo quiero traer ahora a propósito del Papa que muere.
“La respuesta de Dios al mundo actual”, 22 de octubre de 1978
Es el reino, pues, que tiene a Dios por fundamento. Y segundo lugar, un reino que tiene el amor como ley. No lo olvidemos y precisamente todo el mensaje de la lectura del evangelio de hoy es esto. San Juan de la Cruz tiene un verso preciosísimo, cuando dice: «Y en la tarde de tu vida te examinarán sobre el amor». Sobre esto nos examinarán. No me examinarán a ver si ganaste mucho dinero, a ver si ganaste muchos aplausos, si fuiste grande según el mundo, si te aplaudieron. Nada de esto. Todo eso pasa. Te examinarán sobre el amor.
La esencia del mensaje de Cristo está en la página del juicio final, como nos lo presenta hoy San Mateo: “Tuve hambre y me distéis de comer, Tuve sed y me distéis de beber”. No es que San Mateo renuncia a la fe, la fe es el primer impulso del hombre para acercarse a Cristo; pero una fe que no cuaja en el amor práctico, de obras, es una fe muerta. Y cuántos hay que dicen: si yo ya lo conozco a Cristo, yo trato de rezarle. Sí, le rezas como el sacerdote del evangelio que dejó herido al pobre samaritano, al pobre judío porque tenias prisa de ir a rezar. La fe no basta.
26 de noviembre de 1978
“Una voz grita en el desierto: ¡preparad el camino del Señor!”. Y se comienza a describir en forma de una procesión, como una epifanía, una manifestación de Dios que va a brillar entre las arideces del desierto el caminar de un pueblo que vuelve del destierro, con la alegría de encontrarse otra vez con su patria. Dicen los beduinos del desierto que cuando el viento produce un ruido extraño que parece un gemido, un gemido humano -como son poetas a lo oriental-, ellos mismos se preguntan y contestan: “¿Oyes hermano cómo gime el viento?… Es el desierto que se lamenta y llora porque quisiera ser pradera”. Cuando uno ha conocido un desierto ¡Qué cosa más espantosa! ¡Arenas, polvo, sol, aridez! De veras que la mente del oriental siente el ansia de convertir esas arenas en jardín, en praderas, en bosque. Fue lo que sintió Isaías y quiso expresar en esa transformación de la aridez del desierto en un jardín, la esperanza de un pueblo que retorna de la esclavitud, del castigo de la opresión, a los brazos de la libertad, a la alegría de sentirse pueblo digno, autónomo.
“El Señor viene, preparémosle el camino”, 10 de diciembre de 1978
Los rostros de los hombres latinoamericanos. Sentimos que Cristo es mi Redentor como redentor de todo el pueblo y siento que de esta procesión se destaca eso que en Puebla se acaba de escribir: el rostro del hombre latinoamericano. […]
En esta procesión podríamos ver lo que Puebla continúa mirando en América Latina: “Rostros de Jóvenes, desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad, y frustrados, sobre todo en zonas rurales y urbanas marginales, por falta de oportunidades de capacitación y ocupación. Rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer, por trabárseles sus posibilidades de realizarse a causa de deficiencias mentales y corporales irreparables que los acompañarán toda su vida; los niños vagos y muchas veces explotados de nuestras ciudades, fruto de la pobreza y desorganización moral y familiar. Rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen”. Ésta es la procesión de nuestro Domingo de Ramos. Podíamos continuar citando aquí realidades de nuestra hora.
“Hoy viene el mediador de la nueva alianza”, 8 de abril de 1979
Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres y decir a todo el pueblo, gobernantes, ricos y poderosos: si no se hacen pobres, si no se interesan por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera su propia familia, no podrán salvar a la sociedad.
15 de julio de 1979
Aquí quisiera yo que leyéramos de nuevo o simplemente recordáramos la segunda lectura de hoy donde San Pablo, maestro de Lucas, se refiere precisamente a la constitución de esta Iglesia como un cuerpo en que todos somos miembros unos de otros. Cristo es la cabeza y el Espíritu que anima esa cabeza anima también como una misma vida de la cabeza y del cuerpo a todos los miembros que constituimos la Iglesia.
Y por eso, vuelvo a decirles, hermanos, lo que una vez les dije, precisamente ante el temor de quedarnos un día sin radio: El mejor micrófono de Dios es Cristo, y el mejor micrófono de Cristo es la Iglesia, y la Iglesia son todos ustedes. Cada uno de ustedes… desde su propio puesto, desde su propia vocación: la religiosa, el casado, el obispo, el sacerdote, el estudiante, el universitario, el jornalero, el obrero, la señora de mercado, cada uno en su puesto viva intensamente la fe y siéntase en su ambiente «verdadero micrófono de Dios Nuestro Señor».
Así la Iglesia tendrá siempre una predicación, será siempre homilía aún cuando no tengamos la feliz oportunidad que yo siento cada domingo: de entrar en comunión con tantas comunidades que durante esta semana me han manifestado el deseo de volver a oír esta emisora que casi se ha hecho pan de nuestro pueblo. Pero el día en que las fuerzas del mal nos dejarán sin esta maravilla de que ellos disponen en abundancia, y a la Iglesia se la regatean hasta lo último, sepamos que nada malo nos han hecho, al contrario, seremos entonces más «vivientes micrófonos» del Señor y pronunciaremos por todas partes su palabra…
“La homilía, actualización viviente de la Palabra de Dios”, 27 de enero de 1980
Todos saben cómo el lunes fue destruida la planta de esta emisora al explotar una bomba puesta por un grupo de ultraderecha. Este nuevo atentado es una grave violación a la libertad de expresión…
Con ese atentado se pretende querer callar a la voz profética y pastoral de la Arquidiócesis, precisamente porque está tratando de ser voz de los que no tienen voz… porque ha estado denunciando la sistemática violación de los derechos humanos, porque ha estado tratando de decir la verdad, defender la justicia y difundir el mensaje cristiano que desde la época de Jesús escandalizó a los poderosos de su tiempo, y como ahora, también, sólo fue escuchado y aceptado por los pobres y los sencillos.
Protesta
Aprovecho esta ocasión del primer domingo de Cuaresma, cuando la Iglesia nos recomienda mucho oír la Palabra de Dios, para protestar enérgicamente por este nuevo acto represivo que no es sólo contra la Iglesia sino que va directamente contra el pueblo… ya que los autores de este atentado lo que quiere evitar es que el pueblo conozca la verdad, que tenga criterio para juzgar lo que está sucediendo en el país y llegue a unirse para decir en definitiva: ¡Basta ya!, que ponga fin a la explotación y dominación de la oligarquía salvadoreña…
24 de febrero de 1980
Hay una relación maravillosa, hermanos. En este momento en que la tierra de El Salvador es objeto de conflictos, no olvidemos que la tierra está muy ligada a las bendiciones y promesas de Dios. El hecho es que Israel ya tiene tierra propia. “Toda esta tierra te la daré”, le había dicho Dios a los patriarcas; y después del cautiverio, conducidos por Moisés y Josué, aquí está la tierra. Por eso se celebra una gran liturgia de acción de gracias: La primera Pascua de Israel que ya nos llama a nosotros a celebrar con igual gratitud, adoración, reconocimiento, al Dios que nos salva, que nos ha sacado también de las esclavitudes. El Dios en quien ponemos nuestra esperanza para nuestras liberaciones es el Dios de Israel que está recibiendo este día la celebración de la primera Pascua.
“La reconciliación de los hombres en Cristo, proyecto de la verdadera liberación”, 16 de marzo de 1980
Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios.
23 de marzo de 1980
Por nuestras múltiples relaciones con la Editorial del periódico El Independiente, he pedido asomarme tanto a sus sentimientos filiales en el aniversario de la muerte de su mamá, como sobre todo, a ese espíritu noble que fue doña Sarita, que puso toda su formación cultural, su fineza, al servicio de una causa que ahora es tan necesaria: la verdadera liberación de nuestro pueblo.
Yo creo que sus hermanos, esta tarde, deben no solamente orar por el eterno descanso por nuestra querida difunta, sino sobre todo, recoger este mensaje que hoy todo cristiano debía de vivir intensamente. Muchos nos sorprenden, piensan que el cristianismo no se debe de meter en estas cosas, cuando es todo lo contrario. Acaban de escuchar en el evangelio de Cristo que es necesario no amarse tanto a sí mismo, que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige, y, que el quiera apartar de sí el peligro, perderá su vida. En cambio, al que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás, éste vivirá como el granito de trigo que muere, pero aparentemente muere. Si no muriera se quedaría solo. Si la cosecha es, porque muere, se deja inmolar esa tierra, deshacerse y sólo deshaciéndose, produce la cosecha.
Desde su eternidad, Doña Sarita fue confirmando maravillosamente en esa página que yo he escogido para ella, del Concilio Vaticano II. Dice:
«Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad de sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde así mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Pero ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: “reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz”. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección”.
Ésta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos exige. Y cuando se encuentra uno, pues, gente generosa como doña Sarita, y su pensamiento encarnado en Jorgito y en todos aquellos que trabajan por estos ideales, hay que tratar de purificarlos en el cristianismo, eso sí, vestirlos de esta esperanza del más allá; porque se hacen más fuertes, porque tenemos la seguridad que todo esto que plantamos en la tierra, si lo alimentamos en una esperanza cristiana, nunca fracasaremos, lo encontraremos purificado en ese reino, donde precisamente, el mérito está en lo que hayamos trabajado en esta tierra.
Yo creo que será aspirar en balde, a horas de esperanza y de lucha en este aniversario. Recordamos pues, con agradecimiento, a esta mejor generosa que supo comprender las inquietudes y esfuerzos de su hijo y de todos aquellos que trabajan por un mundo mejor, y supo también poner su parte de granito de trigo en el sufrimiento. Y no hay duda, que esta es la garantía de que su cielo tiene que ser también a la medida de este sacrificio y de esa comprensión que falta a muchos en este comento, en El Salvador.
Yo les suplico a todos, queridos hermanos, que miremos estas cosas desde el momento histórico, con esta esperanza, con este espíritu de entrega, de sacrificio, y hagamos lo que podamos. Todos podemos hacer algo: desde luego un sentimiento de comprensión. Esta santa mujer que estamos recordando hoy, pues, no pudo hacer cosas tal vez directamente, pero animando a aquellos que pueden trabajar, comprendiendo su lucha, y sobre todo, orando y aún después de su muerte diciendo con su mensaje de eternidad que vale la pena trabajar porque todos esos anhelos de justicia, de paz y de bien que tenemos ya en esta tierra, los tenemos formados si los iluminamos de una esperanza cristiana porque sabemos que nadie puede para siempre y que aquellos que han puesto en su trabajo un sentimiento de fe muy grande, de amor a Dios, de esperanza entre los hombres, pues todo esto está redundando ahora, en esplendores de una corona que ha de ser la recompensa de todos los que trabajan así, regando verdades, justicia, amor, bondades en la tierra y no se queda aquí, sino que purificado por el espíritu de Dios, se nos recoge y se nos da en recompensa.
De esta Santa Misa, pues, esta Eucaristía, es precisamente un acto de fe: Con fe cristiana parece que en este momento la voz de diatriba se convierte en el cuerpo del Señor que se ofreció por la redención del mundo y que en ese cáliz el vino se transforma en la sangre que fue precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta Sangre Sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña Sarita y por nosotros.
(En este momento sonó el disparo…)
Última homilía, 24 de marzo de 1980
Fuente: www.servicioskoinonia.org/romero/homilias/indice.htm
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