Alguien me tocó el hombro para que dirigiera la mirada hacia la mujer que estaba sentada en la sobria silla de la esquina.
La sala del tanatorio estaba repleta de gente. Su marido se hallaba de pie ante ella, con la nuca engominada tapándole malamente los débiles pelos de la calva. Tenía ambas manos en jarra, intentando así moldear, como la gomina, los rizos que la presencia de ella pudiera ocasionar ante el público; y también para que nadie se diera cuenta de que le estaba cantando las cuarenta bajito, muy bajito.
Habían llegado media hora antes del entierro de Juan. Habían saludado a los familiares más cercanos, juntos, muy juntos los dos. Y ella, pobre, se había atrevido a consentir que su primo hermano se acercara a besarla después de años de ausencia. Eso fue suficiente para merecer la reprimenda que estaba recibiendo de su esposo. Como si fuese una mujer mala que había pecado públicamente.
A él, ¡válgame Dios!, se le veía majestuoso en aquella posición, y a ella muy pequeña en su postura resignada que, imagino, al otro le habría gustado tener arrodillada más que sentada. Podríamos deducir que, en su fuero interno, estaba convencido de que actuaba cortésmente en la humillación.
Cuando terminó la parrafada ella se levantó con cuatro puñaladas chorreándole sangre del alma y una visible flojera en las piernas. Colocó la silla junto a la de sus hermanas sin pronunciar palabra; las manos unidas sobre los muslos; el talle recto; la sonrisa boba; la vista al frente para no cruzarse con miradas que pidieran explicaciones.
Él, como quien acaba de sacudirse la maldad que llevaba encina, continuó saludando amable y alegre a la gente que llegaba, besando, estrechando manos, queriendo aparentar que no pasaba nada, que eran una pareja normal. Lo único que le importaba era mantener las apariencias. «La vida es bella», pensaría en sus adentros. Pobre infeliz. Aún vive ajeno a que todos conocemos su comportamiento, sus miserias y sus malos tratos. ¡Qué poca valía! Además, el cobarde cree que, actuar de espaldas, le libra de que nos demos cuenta de la clase de inhumano que es.
Quién le iba a decir a ella que, aquel joven, con el que tan felizmente se casó, se le iba a convertir, al día siguiente de la boda, en un ser desconocido. El suyo fue un noviazgo de engaño. Se había atado de por vida a un gato montés disfrazado con piel de liebre. Desde entonces anda enterrada en vida. Sale de casa sólo para asuntos como el de hoy, duelos, hospitales, y siempre acompañada por él, que camina junto a ella tan pegado que da angustia verlos.
En los más de cuarenta años de in-convivencia, ningún familiar ha podido ir a visitarla. De su vida íntima se conoce poco, pero según cuenta ella: Nada me falta. Él no es malo, yo lo sé llevar a mi manera. Lo único que le pasa es que es muy celoso de todo el mundo y no le gusta que yo hable con nadie, ni que la gente se me acerque. Pero yo lo llevo bien, estoy acostumbrada a vivir en una cárcel de oro. Si no fuera por lo que me quiere, ¡qué iba a aguantar yo! El resto lo suponemos.
Esta mujer seguirá aguantando con voluntad de hierro, sí señor. Hasta que la muerte, con uñas felinas, acabe de diseccionarle el cuerpo y el espíritu. Entonces será velada entre aromáticas rosas.
Después, sea de modo natural o por gallardo suicidio, le llegará el turno a él, a quien como a ella, no le faltarán las flores de quienes aseguren no saber nada del asunto. Muchas, muchas flores de familiares, amigos, y compañeros de trabajo, en las que aparecerán inscripciones cariñosas imposibles ya de agradecer.
De paso, a ver si basándose en el párrafo anterior, nos hacen otro anuncio televisivo con la misma carga emocional e impactante que el de la nueva campaña sobre la mujer maltratada, para concienciarnos de nuestra hipocresía, por el bienestar social. Será de agradecer.
Publicado en Protestante Digital el 5 de octubre de 2006
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