En mi anterior columna mencioné el dato curioso de que disponemos de mayor variación textual en aquellos textos atribuidos a Jesús que en cualquier otro texto de los evangelios. Este es un dato que debería hacer pensar a todos aquellos que hablan de toda la Biblia como Palabra de Dios. Porque si todos los textos que encontramos en nuestra versión de la Biblia han de ser considerados infalibles, inerrantes e incluso de autoría divina, ¿qué hemos de decir de aquellos que fueron insertados por autores, copistas o editores de la Biblia para hacerlos pasar por aquello que no son, en este caso palabras del propio Jesús?
Tenemos muchos ejemplos de dichas inserciones en nuestras biblias. Uno de entre muchos es el final del evangelio de Marcos. O quizá deberíamos hablar de finales, porque en la historia de la evolución del texto bíblico han aparecido seis finales distintos. Otro ejemplo igualmente conocido es el de la oración que Jesús supuestamente enseñó a sus discípulos. De esta oración también tenemos muchas versiones distintas. Sólo en el evangelio de Mateo se conocen al menos siete versiones, todas ellas distintas entre sí. Y si únicamente nos fijamos en la Biblia que tenemos a mano, ignorando por un momento los manuscritos bíblicos que difieren de nuestra versión bíblica, la oración de Jesús es distinta incluso entre evangelios, lo cual debería hacernos pensar por sí solo (lo realmente increíble es que los cristianos se hayan acostumbrado a pasar por alto elementos tan básicos como este).
Hoy sabemos con bastante seguridad que en los dos ejemplos de más arriba las versiones cortas de los textos son las más cercanas al texto original (bueno, en el ejemplo de la oración la historia es aún más complicada: seguramente nunca hubo un Padre Nuestro). Las versiones largas fueron creadas más tarde por personas que no vieron problema alguno en poner en labios de Jesús aquello que ellos consideraron adecuado (cosas que Jesús probablemente nunca dijo). Cuando Eusebio, uno de los historiadores de la iglesia primitiva, fue preguntado hace siglos por las inconsistencias que el final largo de Marcos introducía al compararlo con otros evangelios, la respuesta de Eusebio fue optar por dejar a un lado aquellos manuscritos que contenían dichos textos problemáticos. En otras palabras, los cristianos tenemos autoridad para decidir qué variantes textuales son más aceptables y cuáles podemos dejar a un lado. Cierto es que en otra ocasión Eusebio enfatiza que discrepancias textuales no deberían hacernos poner unas variantes por encima de otras. Sin embargo, en mi opinión, de estas dos respuestas la primera resulta más adecuada al tratar con el tema que tenemos entre manos (de hecho, me atrevería a decir que lo primero es precisamente lo que los cristianos hacemos a diario en nuestro estudio de la Biblia, sea que lo hagamos conscientemente o no).
Y he aquí el problema que los que argumentan a favor de toda la Biblia como Palabra de Dios tienen que afrontar. Porque si los cristianos tenemos autoridad para tomar y dejar textos bíblicos, y considerando que de los miles de manuscritos que tenemos no existen dos iguales, ¿no sería más apropiado optar por referirnos a la Biblia como un conjunto de libros que contienen algunos textos que apuntan a Dios, en lugar de hablar de toda la Biblia como Palabra de Dios?