Posted On 31/03/2023 By In portada, Teología With 804 Views

Passio Christi · Jesús en Getsemaní: el silencio del Padre | Víctor Hernández Ramírez

Entre muchos cristianos es sabido que Abbâ es la palabra aramea que se traduce como papá o papi (una manera tierna e íntima para dirigirse al padre) y que, según los exégetas, era empleada por Jesús para dirigirse, provocativamente, al Dios lejano de los judíos. En ésta palabra, que es ante todo una invocación, está contenido el mensaje entero de la fe cristiana:

«Abba, Padre querido», con esta sencilla fórmula la iglesia primitiva recogió el núcleo de la fe en Dios que era la de Jesús […] siempre que gritáis Abba, Dios os da esta seguridad: vosotros sois realmente hijos míos, podéis estar plenamente seguros de ello.[1]

Sin embargo, la palabra aparece en los labios de Jesús solamente una ocasión en los relatos evangélicos, en el huerto de Getsemaní, poco antes que le prendan, en el momento de mayor tristeza y angustia:

Y decía:« ¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»  Marcos 14, 36 (Biblia de Jerusalén).

Y, como sabemos, la respuesta que Jesús recibe a su invocación, a su clamor, es el silencio de Dios.

No se trata de una oración infantil, como la del niño que reza con la confianza ingenua, amparado por los cuidados de sus padres, sino que se trata de la hora final de un hombre que ha vivido y se ha comprometido hasta el final con el anuncio de un mundo nuevo, el Reino de Dios.

Es la invocación de un hombre que ha vivido y que, en la hora más oscura, puede reconocer que la vida misma es don y que nosotros somos si acaso el asombro ante ese mismo don, ante la belleza inconmensurable de lo que nos es dado. Por eso Nikos Kazantzakis, en su La última tentación, nos hace ver la lucha de Jesús en el Getsemaní:

–Padre –murmuró Jesús–, Padre que están en el cielo. Padre que estás en la tierra; el mundo que has creado y que vemos es hermoso, y el mundo que no vemos es hermoso también. Perdóname Padre, perdóname, pero no sé cuál de los dos es más hermoso.[2]

Jesús en el Getsemaní pelea, lucha con todas sus fuerzas, con toda su carne y su alma. Lucha contra el dolor que le produce abandonar la belleza del mundo, los aromas de la tierra y las alegrías que se conquistan en cada comida con los amigos, con los seres amados.

Pero, sobre todo, lucha contra el peso de un Dios que le abandona en el momento de todos los abandonos: cuando los amigos fallan, se duermen, desfallecen ante el miedo y huyen por su vida. Si Jesús puede soportar en sus espaldas esas traiciones, es porque espera que el exceso de peso no le aplaste, porque todavía queda en pie esa promesa del Padre: que estará siempre a su lado y que no le abandonará jamás.

Pero esto no ocurre. En la invocación de más intimidad con Dios, llamando Abbâ al Padre, Jesús no escuchará ninguna voz, ninguna visión, ninguna respuesta. El Jesús de Kazantzakis no está lejos del duro relato de Marcos:

–Padre –murmuró, Padre, aquí estoy bien, tierra contra tierra. Déjame. La copa que me das a beber es amarga, muy amarga, no puedo resistirla… Si es posible, Padre, apártala de mis labios. Calló. Aguzó el oído por si oía en medio de la noche la voz del Padre. Cerró los ojos. ¿Quién sabe? Dios es bueno, quizá viera en su interior al Padre sonreírle compasivamente y hacerle una señal. Esperaba, esperaba y temblaba. No oyó nada. Miró a su alrededor; estaba completamente solo.[3]

Tal vez se olvida con demasiada frecuencia que el Getsemaní es donde se nos revela la ausencia de Dios como silencio, como ausencia del Padre. Es aquí donde la trascendencia de Dios es más palpable, y lo es como su retirada de todas las garantías religiosas que, a modo de rituales y objetos que materializan lo sagrado, nos acercan a una Divinidad al alcance de la mano.

Pero en Getsemaní no hay señales ni ángeles, ni voces ni palomas, ni seña alguna de Dios. El Padre no está, no llega, no aparece por ningún lado.

Y Jesús es, por tanto, el abandonado de Dios. Jesús es el hijo a quien el Padre abandona a su suerte, cuando ésta no es sino la muerte acechando a la vuelta de la esquina. Si tuviera que evocar aquí una representación artística del abandono del Padre, lo haría con una obra titulada Abraham’s Farewell to Ishmael (1987), del escultor George Segal[4], donde el padre despide a su hijo Ismael, el hijo de la esclava, hacia el desierto, hacia una sentencia de muerte, como si nada pudiera hacerse para evitarlo.

En el ámbito teológico, es el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer quien ha comprendido este silencio, esta condición de hijos huérfanos del Padre que no responde a la llamada. Bonhoeffer lo asume claramente y, así, escribe desde la prisión de Tegel, el 16 de julio de 1944:

Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi deus non daretur [como si Dios no existiera]. Y esto es precisamente lo que reconocemos… ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. […] Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mr 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo.[5]

Tal vez Getsemaní tenga algo que decir a los jóvenes de nuestro tiempo, que ya no saben determinarse en función de la figura del padre, porque nuestras generaciones viven sin el referente paterno. No sólo porque la autoridad simbólica del padre haya perdido todo peso, sino porque los padres “se ven eclipsados o convertidos en meros compañeros de juego de sus hijos”, como dice el psicoanalista Massimo Recalcati[6].

Precisamente nuestro tiempo –afirma Massimo Recalcati– se halla bajo el signo de Telémaco, el hijo de Ulises que mira al mar esperando el regreso de su padre, mientras es testigo del caos en que está sumido su hogar, invadido por los pretendientes de su madre, Penélope, la mujer de Ulises. Telémaco clama por una justicia que no ocurre, porque aquellos pretendientes ilegítimos saquean las despensas, violan a las criadas y se comportan como amos arrogantes de una casa que no es suya.

Y por esa sed de justicia, Telémaco aguarda el regreso de su padre. No hay duda –señala Recalcati– que las “jóvenes generaciones de hoy se parecen más a Telémaco que a Edipo. Exigen que algo les haga de padre, que algo vuelva del mar, exigen una ley que pueda devolver un nuevo orden y un nuevo horizonte al mundo.”[7]

Precisamente el testimonio del Getsemaní, del hijo abandonado que soporta la ausencia del Padre al invocarlo y recibir su silencio, puede ser relevante para nuestras generaciones de hoy.

Porque en el momento de la máxima intimidad del Jesús que invoca al papa (que grita Abbâ en arameo) tiene lugar el máximo abandono, y precisamente allí encontramos el testimonio de que el hijo abandonado está verdaderamente cerca de su Padre.

El grito de Jesús, y su obediencia a la voluntad del Padre que no está, es la inconcebible confianza de un hijo que se mantiene como tal, como hijo de su Padre. Jesús es el abandonado de Dios que no abandona a Dios. Jesús es el hijo que sigue confiando y esperando en él, y así sigue adelante, hasta la cruz, hasta la vida resucitada.

Por esa confianza de Jesús, y por la fidelidad de su espera, nosotros podemos también mirar con esperanza el mar, y el porvenir.

 


[1] Joachim Jeremias, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca: Sígueme, 2005, pp. 72 – 73.

[2] Nicos Casandsakis, La última tentación, Madrid: Cátedra, Edición de Carmen Vilela Gallego, 2015, p. 644

[3] Nicos Casandsakis, op. cit., p. 645.

[4] Cf. https://www.pamm.org/collections/abrahams-farewell-ishmael o cf. también http://twilightstarsong.blogspot.com/2011/11/arty-farty-friday-george-segal-artist.html

[5] Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Salamanca: Sígueme, 2001, p. 252.

[6] Cf. Massimo Recalcati, El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, Barcelona: Anagrama, 2014.

[7] Op. cit., pp. 122–124.

Víctor Hernández

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