Posted On 06/11/2013 By In Opinión, Teología With 2052 Views

Pensamientos de un día de difuntos

Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos (1 P. 4, 6a)

Nuestra reflexión de hoy, vaya esto por delante, no pretende ser polémica ni atizar ningún tipo de discusión o controversia doctrinal ni de ninguna otra clase. Ni siquiera la elección del texto que la encabeza —de suyo difícil, pesadilla de exegetas e intérpretes de las Escrituras desde hace muchos siglos— obedece a un propósito doctrinal. Únicamente pretendemos compartir con los amables lectores unos pensamientos que entendemos adecuados en el día en que los ponemos por escrito, 1 de noviembre de 2013, festividad de todos los santos o día de difuntos en los calendarios al uso.

A nadie se le oculta que quienes nos expresamos en la lengua de Cervantes vivimos inmersos en una cultura de la muerte. Los pueblos hispánicos de ambos lados del Atlántico, sin olvidar a aquéllos que baña el Pacífico, han desarrollado a lo largo de su atormentada historia un cierto sentido de la muerte diferente del que se halla en otros entornos. Todos los seres humanos somos conscientes de la brevedad de la vida y de la condición de paso en la que estamos en este mundo, pero las naciones hispanas viven esa conciencia de otro modo. No hay más que echar una simple ojeada a nuestros cementerios españoles en un día como hoy o escuchar las historias tradicionales que aún circulan en todo el ámbito del idioma castellano referentes a la noche de ánimas desde mucho antes de la invasión del Halloween. O, por si fuera poco, podemos contemplar las celebraciones folklóricas de los difuntos en la sin igual cultura mexicana, amén de leer la novela Pedro Páramo, del inolvidable Juan Rulfo, hijo de ese hermoso país hermano y representante sin par de lo que se ha dado en llamar realismo mágico.

La realidad de la muerte en nuestra cultura panhispánica, el vínculo atávico que nos enlaza con nuestros difuntos, pareciera (ya decimos que se trata de una simple reflexión sin ánimo de grescas) ser rechazado de plano por las iglesias y los movimientos que se dan a sí mismos el nombre de evangélicos. Quizás la asimilación de estos rasgos culturales por la iglesia mayoritaria en nuestros países —a la que se acusa abiertamente de sincretista— haya generado por reacción un rechazo visceral a todo lo que tiene sabor a muerte o a festividad o celebración de difuntos. Ni se hacen rogativas por los muertos ni ningún tipo de sufragio alguno a favor de los finados; el mundo protestante no ha encontrado en las Sagradas Escrituras el más mínimo resquicio para una doctrina del purgatorio, y desde luego, no aceptamos en nuestras biblias libros apócrifos en los que se pudiera fundamentar una enseñanza tal. Como mucho, en algunas parroquias (dependiendo de la denominación), existe la costumbre de ofrecer cultos in memoriam con ocasión de algunos decesos, aunque no siempre. Por si fuera poco, ahí están concienzudos teólogos y profesores de seminarios (a veces acusados abiertamente de “liberales”) que enseñan ideas distintas a las tradicionales en relación con la doctrina del estado intermedio. Y no faltan, además, grupos sectarios que, Biblia en mano cual martillo pilón, demuelen de forma inmisericorde cualquier relación entre los vivos y los muertos “demostrando” que estos últimos “nada saben” y tildando de espiritismo y satanismo casi cualquier tímida manifestación de piedad o simpatía hacia los difuntos. Los muertos están muertos y punto.

Que hay quienes han ido más allá de lo bíblicamente aceptable en relación con los que han partido, y han asimilado elementos discutibles dándoles un barniz cristiano que disimula mal sus raíces paganas, es innegable. Pero que hay quienes han actuado de forma poco adecuada por el otro extremo, pues también. Nuestra lectura de las Sagradas Escrituras (¡sin apócrifos, naturalmente!) nos hace entender que la humanidad en su conjunto es percibida y diseñada desde sus mismos orígenes por el Creador como una gran familia, los hijos de Adán. Y este concepto gana aún mayores connotaciones a la luz de la Redención operada por Cristo, que algunos textos muy concretos del Nuevo Testamento enfocan desde una óptica mucho más cósmica o universal que el resto (cfr. entre otros los himnos de Fil. 2, 6-11 o Col. 1, 15-20). En este contexto se entiende una de por sí natural comunión entre vivos y muertos, así como entre seres humanos y otras entidades inteligentes que pueblan el universo. Tal relación no sólo no es indebida, sino que aparece propiciada por la misma obra divina, tanto en la creación como en la redención. Por decirlo de forma clara, la Iglesia universal, que es el cuerpo de Cristo, no puede componerse en exclusiva de quienes hoy vivimos y profesamos la fe de Jesús en esta tierra. También incluye, cómo no, a quienes otrora la profesaron a lo largo de la historia, e incluso a aquéllos que hoy aún no están en este mundo pero sí en el designio eterno de Dios. No es porque sí que el propio Jesús, al reprochar a los saduceos su desconocimiento de las Escrituras en relación con el gran evento escatológico de la resurrección, les dijera que el Creador se hace llamar “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” pues para él todos viven (Lc. 20, 38).

El Dios de la Biblia no es un Dios de muertos, sino de vivos. Vale decir, no es un Dios de seres que no son, que nada saben, que nada sienten porque han desaparecido del escenario de la vida, porque están desconectados de las realidades propias de nuestra condición humana. Las expresiones de este tenor que hallamos en ciertos pasajes señalados del Antiguo Testamento no constituyen un absoluto doctrinal ne varietur, sino que han de ser tomadas cum grano salis, como nos ha enseñado una sana hermenéutica. Aquéllos que han concluido su carrera terrestre y nos han precedido están con Cristo, lo cual es muchísimo mejor, al decir de San Pablo Apóstol (Fil. 1, 23). De ahí que el creyente de hoy, aunque sea protestante o evangélico, esté llamado a una comunión real con sus difuntos, una comunión fundamentada en la obra de Jesús el Mesías, o sea, una comunión en esperanza. No precisamos de ningún culto a los muertos ni de misas de sufragio por supuestas ánimas en pena. No ha menester mérito alguno por nuestra parte a favor de ellos ni de parte de ellos a favor de los que aún estamos en esta tierra; Cristo es más que suficiente para unos y para otros. Pero sí constituye una hermosa anticipación del futuro glorioso de la humanidad el conservar con cariño en nuestra memoria y pensamiento a aquéllos que ya no están con nosotros pero sí en Dios, el dar gracias por sus vidas y emular su ejemplo, pues han sido, como somos todos, eslabones preciosos en la gran cadena de la Historia de la Salvación, que un día estará completa.

Dios bendiga siempre a nuestros fieles difuntos y a toda su Iglesia universal.

 

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Juan María Tellería

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