El sufrimiento en “Crimen y Castigo”.
“¿Crimen y Castigo” o “Culpa y Expiación”? En el mismo título y en la pregunta por su significado, ya nos adentramos en una de las cuestiones que atraviesa la obra de Dostoievski: la persona ante el sufrimiento. La culpa y la expiación tienen un sentido más moralizante, mientras que el crimen y el castigo se refieren a cuestiones más técnicas; incluso podríamos decir que el primer sentido es más religioso, mientras que el segundo es más jurídico. En el valor del sufrimiento, ¿encontraremos castigo o expiación?[1]. ¿El sufrimiento purifica en el castigo cuando se sobrepasa la legalidad, o se trata el sufrimiento de una oportunidad para expiar en el sacrificio? La culpa nos deshumaniza, nos impide responsabilizarnos de nuestra humanidad, pero en el sacrificio, en el hacer sagrada la vida humana, el sufrimiento cobra una dimensión que le es propia: sanar a la persona de su deshumanización. El protagonista de esta obra, Raskólnikov, abandera una idea de humanidad en la que el utilitarismo, mecánico y torpe, no atiende a esta profunda complejidad humana en la que el sufrimiento tiene pleno sentido[2].
Digámoslo en otras palabras: Raskólnikov parte de una teoría, suprimiendo lo ético y señalando a un fin mayor, como si el verdadero camino humano estuviese más allá del bien y del mal; pero esto sólo genera una lucha interior contra la voz de la conciencia, una autojustificación, de tal forma que se quiebra la propia humanidad en la medida que se desprecia la vida. Si algo consigue sacar, liberar, de esta dinámica de perdición a nuestro protagonista, es la experiencia del amor en el maravilloso personaje de Sonia, pues será en ese encuentro con esta mujer que Raskólnikov pone fin al delirio deshumanizador y comienza la expiación que lo reinserta en lo humano, en lo social[3]. Como si se tratase de un cordero perdido, el buen Pastor se apiada de Raskólnikov, y va en su busca encarnado en una Sonia que en su sencillez deslumbra con una sabiduría propiamente del sufriente.
¿Qué imagen social nos ofrece en este libro Dostoievski? La de una humanidad que ha olvidado a Dios, pues al hacerse como Dios se arranca de sí misma la sacralidad de su existencia. El racionalismo que esculpe el escritor muestra la divinización del ser humano, de tal manera que el encuentro con lo divino se nulifica. Raskólnikov asume que él debe superar al rebaño, sobrevolar por encima de la humanidad vulgar, abrazando así una libertad absoluta. Estas ansias de una libertad sin límite, en la que la responsabilidad es desechada, esto es, la obligación por el prójimo es tomada por un lastre, lo llevan al asesinato[4]. De lo que se da cuenta nuestro protagonista es que no ha matado a un “principio”, como creía, no ha matado aquello que le impedía una libertad suprema, sino que se ha matado a sí mismo, ha matado a su propia humanidad. La vuelta a la vida, la resurrección, el Levantamiento, pasa por la experiencia de un sufrimiento en el que la propia existencia se encuentra en Dios[5].
En esta obra de Dostoievski, el palacio de cristal, que es la ideología de nuestro protagonista, se desquebraja por un amor, el de Sonia, que pone fin a la huida de un sufrimiento redentor. No hay una verdadera libertad en la huida del padecimiento, pues la vida humana plena necesita sentir el peso de su valor bajo los pies. ¿Cómo sentir ese peso, ese valor, con un orgullo que pretende levantarse por encima de todo lo humano?[6]. Dostoievski, ¿sigue la estela de Pascal en esa humanidad en la que su padecimiento supone un valioso misterio?[7]. ¿Conforme con Kant asume que una moralidad plena implica no caer en las ilusiones de la perfección, no caer en la santurronería orgullosa? Dostoievski expone una moral que mantiene esa libertad que asume una responsabilidad, que se hace cargo del otro[8].
Nos confundiremos si vemos en esta obra una propuesta dolorista, no se trata de una invitación al dolor, sino de la pluma precisa de un magnífico analítico psicólogo[9]. Dostoievski disecciona una sociedad embebida de la fe en la ciencia y el progreso, mostrando el dolor en los recovecos de la humanidad. Se trata de una pluma realista, en busca de recodos, intentando acariciar con su tinta lo más profundo de la realidad[10]. ¿Hay en este autor una metafísica del dolor?[11]. ¿Hay una revivida antropología cristiana que realza la valía del sufrimiento?[12]. Nuestro autor no muestra la ingenuidad de un sufrimiento que hace madurar, pues por exceso el dolor no supone un aprendizaje; se trata de abrazar la plena humanidad, aunque ésta se presente, en las pretensiones de quien quiere ponerse por encima del rebaño, absurda. ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Por qué sufrió Job si era justo?, se preguntan cándidamente sus amigos. El absurdo nos lleva a la rebeldía, a la amargura y la sospecha, incluso a la convicción de que no puede haber un Dios[13].
¿Qué sentido tiene la pregunta por el sentido de la vida? ¿No hay algo trágico en nuestro pensamiento que se niega a claudicar en la búsqueda de sentido? La huida del sufrimiento y del sentido, la huida de Dios es más que comprensible, pues el sentido densifica el mal, la muerte y el horror de la injusticia, la realidad se torna insoportablemente injusta. La respuesta que encuentra Raskólnikov está en un sufrimiento sin paliativos, no es el dolor que hace madurar, propio de la autoayuda del libro de bolsillo tan de moda, ni aquel que hace ver la vida desde otra perspectiva; sino el dolor crudo de la humanidad de la que uno es parte. El Dios sufriente es un escándalo, la cruz no tiene ningún tipo de paliativo, más que una esponja con un poco de vinagre, pero la voz de la humanidad plena que es Jesús clama que ha sido abandonado[14].
Se encumbra una libertad humana nacida de un intelectualismo, pero la supuesta mayoría de edad implica una deificación en la que Dios no queda integrado, pues supone una amenaza[15]. No es que en Dios se justifique una moral concreta, tal pretensión tiene una serie de peligros que aquí no analizaré, sino que en Dios se asume una humanidad plena, pero cuando la idea de progreso y razón se torna desmedida, lo humano llega a desecharse en su dimensión de padecimiento. Sólo hay que recordar la habitación de Raskólnikov, un lugar íntimo, donde se da el sufrimiento, donde se da la metanoia. Una habitación que parece más una tumba que un lugar para la oración, ¿qué ocurre en el lugar más íntimo de la vida de Raskólnikov?[16]. Como en el corazón de la modernidad ¿se desvincula la felicidad del sufrimiento?[17]. En el trono del liberalismo se sienta una libertad de elección alérgica al dolor, de poco serviría mostrar esto con interminables listas de medicamentos antidepresivos, analgésicos, o de la ingente cantidad de ocio adormecedor que consumimos para insensibilizar una llaga existencial que crece con el roce de la huida. Huimos del dolor, huimos de la cruz, nos aterra la palabra del Levantamiento que viene justo después. Lo que importa es un plan de vida en el que la elección no se vea truncada por nada ni nadie, y que nada pare la escapada. Hay que correr, no importa hacia donde, y porque, lo importante es evaporarse[18].
¿La inteligencia es acaso un salvoconducto para un relativismo que nos sitúa por encima de lo humano?[19]. ¿Los hombres más capaces tienen el deber de no ponerse límites? La modernidad huye de Dios, y en su huida proclama su ausencia[20]. En esa fuga el asesinato se presenta, no sólo como una oportunidad, sino como un deber[21]. En la metanoia o conversión de Raskólnikov, en el cese de su huida, la mirada, ya no más hacia delante y hacia arriba, en esa deshumanización de quien no atiende a sus pies hundiéndose en la tierra, se detiene, y en su inclinación es capaz, por ese amor que encuentra en Sonia, rendirse ante su propio sufrimiento que entiende también es el dolor de la humanidad al completo[22].
Encontramos en esta obra de Dostoievski un realista retrato de los sufrimientos sociales donde las personas sobreviven entre terribles golpes[23]. ¿Qué cambia en la vida de Dostoievski en el marco de las revoluciones? Es penetrado por la resignación cristiana, de tal forma que encuentra en la fe una salida del sometimiento al culto del dinero[24]. Dostoievski es el más claro ejemplo de proclamación de la dignidad humana donde más brilla, paradójicamente, en el sufrimiento de humillados y ofendidos[25]. No nos encontramos con una recta respuesta (ortodoxia), sino con una repuesta chocante, que contradice esa huida, la de una humanidad pérdida corriendo en dirección contraria a sí misma, se trata de una respuesta paradójica: de la experiencia de sufrimiento renace, revive, lo humano. Esa es la actitud ante la muerte del Levantamiento, de la resurrección. En los límites de lo humano, en el sufrimiento, en su aceptación, en la comprensión de su finitud y asentimiento de que no se es señor del tiempo, se encuentra redención en una vida llenada de insospechadas y misteriosas huellas de eternidad en las que nos enraizamos en una sociedad, en un pueblo, en la humanidad[26].
La sencillez de Sonia, su confianza ante la vida, y esa mirada que, en espiral parte del dolor de unos pies cansados, contrasta con las mentes sin límite de quienes en la abstracción se han desconectado de su propio pathos[27]. En Sonia encontramos un personaje en coordenadas evangélicas que en la obra de Dostoievski se extiende: aquella mujer que se va a casa justificada porque había amado mucho, encuentra nombre, intenciones, una vida, en esta narración. En Sonia no encontramos una frivolización de la llamada evangélica, sino la profundidad de una vida en la que se valora plenamente, a pesar de las mermas, y de los aquejados dolores, tantas veces insoportables, pero en los que encontramos fecundidad, lo humano en relación con Dios. ¿Se nace de nuevo de esta fecundidad que no viene de uno mismo, sino que se presenta como una gracia? La misericordia de Dios aparece en el otro, en este caso en Sonia, la cual, a modo de espejo, muestra a Raskólnikov su propia humanidad, o los huesos de éste llamados a la vida. Sin más preámbulos veamos el ejemplo de Sonia.
El ejemplo de Sonia.
En la mirada de Raskólnikov no hay empatía, mira sin mirar a Sonia, habla y no se preocupa por ella: el hombre que se autojustifica, ¿acaso considera importante al otro? Los signos de enfermedad lo ensombrecían, y es que la culpa puede llegar a somatizarse. La sombría exaltación de la sombra del inconsciente, una sombra acrecentada por la soledad: asoma en nuestro protagonista. Sonia, en su sencillez, capta aquello que va más allá de la inteligencia afilada de un intelectual como Raskólnikov, sabe muy bien que la autojustificación es más que cháchara: es el fundamento de la ley y de la fe de quien huye de la vida. La voz de Raskólnikov llena de una falsa fuerza, de un poder en el atrevimiento, en el orgullo de creerse, no único o singular, sino mejor que nadie, el orgullo de estar por encima de todos en ese “¡nadie!”. El asesinato, como un logro, como un éxito de la moral, como un romper con las cadenas de una humanidad fraudulenta. ¿Le impulsó realmente la audacia? ¿No huía del sufrimiento de sus circunstancias e incapaz de sopórtalo mató para así alejarse de su humanidad y calmar en la fuga su dolor?
Sonia le manda callar y dice algo pueril, algo que puede sonar a los oídos de un intelectual como mera superstición: ¿castiga Dios y entrega al demonio? En la sencillez de Sonia se nos revela una tremenda realidad y es que, en sus expresiones, las cuales dichas en otro tono por un sacerdote nos podrían parecer rancias, se esconde una profunda sabiduría de la condición humana. Raskólnikov se burla, y ella evidencia que, a pesar de toda su intelectualidad, o precisamente por el lastre de esta, el hombre no comprende nada. No ha entendido nada porque precisamente cree entender lo que no entiende, se cree guerrero de mil batallas, se cree que huyendo del sufrimiento pondrá fin a su situación, se cree que sus reflexiones son maduras. Cree haberse separado de lo humano, haberlo rebasado, superado, trata de expulsarlo… ¿procura un exorcismo?, pero ¿cómo va a ser uno mismo en su autojustificación capaz de algo así? Sabe tan poco el pobre Raskólnikov que cree que un asesinato es algo que sólo le atañe a él. Se cree que mató para sí mismo, pero mató para huir de sí mismo[28].
Raskólnikov cree que matando se comprendió, pero sólo se deshizo de su humanidad. ¿Qué hay que comprender en la nada? ¿En la claudicación de lo humano? Al llamar gusano a una humanidad en la que no está seguro estar incluido, en la que desearía no estar incluido, sólo pone de manifiesto su odio a lo humano. Esa es la gasolina de su fuga. Sonia, otra vez habla con tremenda sabiduría, en su pregunta: “¿derecho a matar?” y efectivamente, ¿no es un oxímoron? La autojustificación de Raskólnikov en el experimento, en esa idea de que hemos de sobrepasar los límites cueste lo que cueste, en ese progreso por el progreso, es la autojustificación de la guerra en la propia modernidad: ¿acaso la muerte de otro puede justificarse en ningún supuesto avance? Sonia le dice una simple verdad: “mató”. Y al fin parece que el hombre dice algo con sentido, fue a él mismo a quien mató, y se perdió, pero vuelve a echar balones fuera: fue el demonio. Como Adán ante Dios culpando a Eva, y Eva a su vez a la serpiente. Pero ya se ha abierto, su sufrimiento lo ha cogido en la huida, sólo un instante, en el reconocimiento de su propio asesinato, un instante que es suficiente, pues el dolor bajo sus pies hizo surgir los nuevos brotes de una nueva vida. Raskólnikov se hunde y nuevamente Sonia habla con esa sabiduría, de ese momento exacto, en el que se detiene una muerte en vida, y el dolor llena de sangre un saco de huesos secos[29].
En su descomposición toma conciencia, algo de él suplica, ante ese ejemplo que es Sonia, ante esa sabiduría que hay en ella, qué debe hacer. Y Sonia le pregunta, le devuelve la interrogación, como el mismo Jesús tantas veces hace en medio de una liberación. “¡Levántate”! Esa es la palabra. Dejar de huir, parar, y en la descomposición levantarse. Algo imposible de hacer por uno mismo, tan imposible como operarse a corazón abierto con las propias manos. Qué nos paren, nos muestren nuestra descomposición, y nos manden levantar, desde fuera, como una gracia. Continúa Sonia: “Arrodíllate y besa la tierra que has mancillado”, confiesa “he matado”, le promete que entonces Dios le devolverá a la vida. Pero ese proceso en el amor de Sonia ya había empezado, en el mismo instante que Raskólnikov tambaleó en su huida. El resto es un pataleo, Raskólnikov acusa de ser una niña a Sonia, pero ¿qué clase de deslegitimación es ser como un niño? Justo es eso lo que nuestro protagonista estaba siendo llamado a ser en ese amor en Sonia: un niño de nuevo[30].
La sencilla pero profunda sabiduría de Sonia es un ejemplo de poiménica. Es Raskólnikov quien se desahoga, y ella en una sincera escucha lo llama a la vida de nuevo. No lo juzga en la evidencia de que mató, mucho menos lo condena, sino que prepara el camino, en todo el dolor de acompañar a alguien que está muerto en vida, sin siquiera sospecharlo, para el Levantamiento. En un mundo como el nuestro donde cada vez más mediamos a través de unas máquinas que rentabilizan y efectivizan la comunicación, cabe la pregunta de si puede cuantificarse el valor del sufrimiento. Absortos en los efectos, análogos a los psicodélicos, de las luces de las pantallas del smartphone, el pc, y demás pantallas, en el infierno de lo igual, ¿qué queda del sufrimiento redentor, no hemos en la optimización de la velocidad de la comunicación perdido profundización? El Big Data, para que el fármaco lumínico sea cada vez más adictivo, nos permite cada vez más velocidad en la comunicación, pero en la cuantificación se prescinde de nuestra humanidad plena, de nuestra negatividad, algo se capta del sufrimiento capacitador, pero ¿queda algo de la profundización del sufrimiento como redención? Me pregunto si el sencillo y magnífico ejemplo de Sonia podría calar a través de una red.
Partimos de la gran crisis en la conciencia de Occidente, en la que el pesimismo otorga al mal, al engaño y al sufrimiento, una densidad especial, como si esto fuera la propia realidad de la existencia; pero en la huida, en la autonegación del valor de esa dimensión, se abre la posibilidad de virar, por esa necesidad de parar, hacia la acogida de lo religioso[31]. Aceptar la plena humanidad significa ligarse fuertemente a la plenitud humana a la que señala Jesús, aceptar el sufrimiento, la Cruz, y así preparar el camino al Levantamiento. La supuesta libertad absoluta como un logro humano, la cúspide de la pretensión del control de la naturaleza, implica ser capaz de todo, incluso del asesinato, pero desde cuyo interior, desafiando a la idea de que se trataba de una ley externa, se presenta como un “pecado interior de autodivinización”[32]. Con toda la sencillez esa es la intuición de Sonia ante Raskólnikov, el darse cuenta de que no entiende nada, de que su ateísmo lo hace creer que es como Dios, que él mismo en su delirio se ha hecho abogado y juez, víctima y verdugo, un todo que se cree conquistar la libertad, pero que sólo consigue huir de su sufrimiento y así negar su propia humanidad.
El racionalismo enfría la vida hasta su congelación, el crimen no tiene un móvil puramente material[33]: en eso acierta Raskólnikov, pero Sonia es capaz de iniciar la descongelación de la razón, en ese amor en el que el ideal del superhombre, del que se sigue la autojustificación, como si la justicia fuese cuestión de aritmética[34], es rebasado en la aceptación del dolor. La modernidad nos plantea un escenario donde las instituciones se nutren de una huida de lo humano, en las pretensiones obsesivas por el control de la naturaleza olvidan la propia naturaleza que hay en nosotros, y la necesidad que esta tiene de detenerse y enraizarse con ese beso redentor sobre una tierra que ha sido mancillada. “La prueba suprema de la libertad no es la muerte, sino el sufrimiento” [35]. Aprendemos del ejemplo de Sonia que la verdadera libertad, aquella que permite que podamos mirar a los ojos de nuestros seres amados, y abrazarlos, limpios, libres, de culpa, es hacerse responsable de la humanidad de la que somos parte. Algo que nos obligará a detenernos, asumir nuestro sufrimiento, esa es la verdadera prueba en la que la libertad se ve: la del sufrimiento redentor, aquel que nos sitúa ante el otro quien nos libera, aquel que nos responsabiliza con la libertad del otro. La muerte cobra un nuevo sentido si ya no es “mi muerte”, sino una muerte en la que puedo “morir por alguien y para alguien”[36].
Herida a herida.
Sonia nos enseña a amar desde la sencillez, a salir al paso de quienes sufren aun sufriendo nosotros por ello, y en medio de la pregunta atrevernos con esa palabra del Levantamiento. Aprendemos de ella, en todas nuestras huidas de las que somos verdugos y víctimas, jueces y abogados, que hay esperanza en ese encuentro amoroso de quien nos espera con brazos abiertos, con ternura, pero también con una prudencia que nos detenga y nos devuelva a la vida. Sonia es una imagen magnífica de quien sufre, como una epifanía de Cristo, y desde su dolor nos anuncia la posibilidad de volver a nacer haciéndonos uno con un sufrimiento que nos une a la humanidad. No hay una herida humana, de la que todos somos partes, el amor no funciona así, pues se preocupa y atiende herida a herida, cicatriz a cicatriz, pero en nuestra singularidad, y en esa libertad responsabilizada de la vida del otro, esa herida única y que nos hace humanos nos une a esa humanidad de la que somos mucho más que una parte, de la que somos familia.
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[1] Drewski, D. (2010), p. 261
[2] Ibíd, p. 267
[3] Ibíd, p. 268
[4] Eden, B.H.O. (2015), p. 317
[5] Ibíd, p. 318
[6] Málishev, M. (1997), p. 333
[7] Ibíd, p. 334
[8] Ibíd, p. 340
[9] Matl, J. (1951), p. 42
[10] Ibíd, p. 44
[11] Ibíd, p. 35
[12] Giménez-Salinas, (2011), p. 97
[13] Ibíd, p. 98
[14] Ibíd, p. 107
[15] Baviera, T. (2010), p. 1
[16] Barros, G.B. (2013), p. 17
[17] Ibíd, p. 19
[18] López, N.S. (2004), p. 94
[19] Beltrán, A.L. (2009), p. 2
[20] Naranjo, E. J. (2014), p. 3
[21] Prystupa, A. (2020), p. 2
[22] Ibíd, p. 4
[23] Romero, T.I. (2021), p. 4
[24] Ibíd, p. 6
[25] Ibíd, p. 7
[26] Ibíd, p. 29
[27] Ibíd, p. 34
[28] Dostoievski, F. (2020), p. 548
[29] Ibíd, p. 549
[30] Ibíd, p. 550
[31] Soloviov, V. (2006), p. 29
[32] Ibíd, p. 21
[33] Martínez, F.I. (1996), p. 26
[34] Ibíd, p. 27
[35] Levinas, E. (2016), p. 271
[36] Ibíd, p. 271