Posted On 20/01/2013 By In Biblia With 1467 Views

Pese a todo, esperanza

Me dijo: “Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?” Yo dije: “Señor Yahveh, tú lo sabes.” (Ezequiel 37, 3. BJ)

Personalmente, nos ha alegrado sobremanera la constatación de que uno de los textos propuestos para la liturgia de esta especial semana de oración por la unidad de los cristianos sea la llamada visión de los huesos secos o el valle de los huesos secos que leemos en Ezequiel 37. Desde nuestra niñez, cuando vimos una estampa en la que se intentaba representar este pasaje, donde se veía un hombre aterrorizado —el profeta, sin duda— ante un gran montón de huesos revueltos, algunos de los cuales tomaban forma de esqueletos completos y otros en la lejanía ya se levantaban como seres humanos erguidos, es un cuadro que siempre nos ha llamado poderosamente la atención por la fuerza declarativa de sus impactantes imágenes y el profundo contenido de su mensaje.

Independientemente de las aplicaciones escatológicas que se les quieran atribuir, que son muchas y muy diversas, según la intención o la fantasía del intérprete de turno, hay algo en todos estos versículos que los hace mucho más cercanos a nuestra realidad como creyentes de hoy, que vivimos el día a día haciendo frente a los problemas cotidianos, tan prosaicos ellos, pero tan acuciantes; y es que nos muestran, por un lado, ese contraste radical entre la vida y la muerte ante el que el hombre, sea profeta o no, es un simple espectador, y por el otro, la presencia de Dios, o mejor dicho, la presencia de la Palabra Viva de Dios que es capaz de invertir las situaciones, deshacer lo hecho y recomponer lo deshecho. Y en medio de todo, el diálogo entre Dios y el hombre, entre el ser humano y Dios.

La vida y la muerte son realidades diarias sobre las que en principio no tenemos control alguno. Pero no nos referimos en exclusiva a una vida o una muerte físicas, las propias de cualquier ser que nace, crece, se reproduce y fallece en un momento concreto cuando su organismo entra en una fase de consunción o decrepitud. Nuestras sociedades, antiguas y modernas, han generado a lo largo de los tiempos formas de vida que en realidad tienen todas las trazas de una muerte; hablando en términos generales, el creyente comparte el mundo con seres humanos, no sólo congéneres desde un punto de vista exclusivamente biológico, sino por encima de todo prójimos en la apreciación de Jesús de Nazaret, cuyas existencias son más bien formas de muerte anímica. Se trata de personas a quienes la vida ha maltratado de tal manera que en realidad las ha matado. Hay muchas formas de eliminar a un ser humano sin que nadie se percate, sin que parezca que esté realmente muerto. Quienes hoy —y siempre— manejan los hilos del poder político y/o económico saben bien cómo reducir a poblaciones enteras o a grandes segmentos poblacionales al estado de muertos vivientes. Arrebatar la dignidad a las personas es asesinarlas en vida, por lo que en ocasiones asistimos a genocidios enteros, o bien sin darnos cuenta, o bien con una actitud de resignación esperando que no nos toque a nosotros, haciendo cábalas sobre el futuro y deseando que las cosas tomen otro cauce. Realidades que hoy están a la orden del día, como la corrupción de las altas esferas y la supresión constante de servicios públicos, el aplastamiento de culturas y conciencias, o el desempleo generalizado que sufren muchas familias, con sus desahucios consiguientes y progresiva depauperación, son una forma larvada de homicidio. Y otro tanto podríamos decir de la muerte moral que se impone de alguna forma a nuestra sociedad a través de los medios de comunicación al sancionar situaciones de disolución de la familia o al presentar ejemplos vivos de figuras públicas —quizás fuera más exacto decir “víctimas públicas”— que dan la impresión de exhibir sus problemas como si fueran triunfos y sus desgracias personales como si fueran éxitos.

“Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?” es la pregunta que formula Dios a Ezequiel, y no exageraba. La casa de Israel de tiempos del profeta no era más que eso, huesos secos en gran manera, es decir, un pueblo muerto, esparcido entre las naciones, pisoteado en su dignidad, sin identidad, sin patria, sin templo, sin ley propia. Los versículos subsiguientes nos presentan una escena que algunos afectos al gore no han dudado en tildar de terrorífica, pero en la que nosotros hoy leemos esperanza: ante la proclama del profeta los huesos se mueven, se van acoplando unos a otros. La mirada atónita del siervo de Dios contempla tendones, carne, piel que van creciendo y cubren aquella hasta entonces peladas osamentas, para luego, en un segundo tiempo y siempre obedeciendo a la todopoderosa palabra profética —que no es propiedad del profeta, que el profeta no inventa ni genera por sí mismo—, el Espíritu pone en pie aquellos organismos ya completos pero inertes, de manera que el valle de los huesos secos se transforma en el campamento de un ejército innumerable.

La pregunta de Dios sólo puede tener una respuesta verbal, la que da Ezequiel: “Señor, tú lo sabes”. Y un efecto inmediato, que es la proclama profética. El límite entre la muerte y la vida únicamente compete a Dios y a su Palabra. Allí donde los seres humanos, israelitas o no, creyentes o no, son (o somos) víctimas de situaciones injustas que nos arrebatan la vida y la dignidad, se encuentra el espacio en que la Palabra de Dios actúa soberana y actúa en esperanza porque es el vehículo del Espíritu. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, dirá el Señor Jesús en cierta ocasión tal como la leemos en la recensión de San Lucas, porque para él todos viven. El fundamento de la gran doctrina de la resurrección de la carne, que ha de acontecer al final de los tiempos, no es otro que el hecho de que Dios se rebela con todo su ser frente a la injusticia humana que engendra la muerte, física, mental, moral y espiritual. El Dios revelado en el Antiguo Testamento no desea ejercer su señorío sobre una nación de sombras o un valle repleto de huesos secos, sino sobre un pueblo vivo. El Dios que en el Nuevo Testamento se nos muestra en su plenitud en la persona y la obra de Cristo reina de hecho sobre un organismo vivo que es la Iglesia universal, y a partir de ahí en el mundo entero.

La Iglesia de hoy y de mañana, como Ezequiel y los profetas de ayer, está llamada a proclamar a un Dios vivo, cuya Palabra vivifica, con un mensaje que devuelva la vida a quienes tantas fuerzas hostiles y, para llamarlas por su verdadero nombre, diabólicas, arrebatan de continuo todo aquello que nos hace realmente humanos. Dios nos ha creado a su imagen dándonos dignidad. Su Palabra nos la devuelve y nos llama a ponernos en pie frente a los agentes de la muerte.

Que todos se enteren ya.

Juan María Tellería

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