Es domingo, y como siempre se inicia el servicio dominical. Cada asistente al culto recibió, al entrar a la capilla, una piedra del tamaño de un puño. Se les pidió que la conservaran durante el culto, pero no se les dijo nada más, ni el por qué ni el para qué de la piedra. La tuvieron durante todo el culto con ellos, unos la dejaron en el suelo, otros la guardaron en el bolso, otros la tuvieron todo el rato en la mano.
Con una piedra como esa, los judíos quisieron lapidar a una mujer acusada de adulterio. Pero en la escena que nos relata el evangelio falta algo, o mejor dicho, falta alguien. ¿Dónde está el colaborador necesario para cometer adulterio? Nada se dice de él, pues la condena es selectiva: solo se condena a la mujer. Siempre es así en este mundo, solo se condena a los más débiles, a los más alejados del poder. Hace algunos años, leí una dramatización que un autor, del que lamentablemente no recuerdo el nombre, hizo sobre esta historia. En ella se decía que el hombre que fue encontrado junto a la mujer en el acto mismo del adulterio comenzó a gritar “esta mujer me ha seducido, me ha engañado, me ha envuelto en su maléfico velo arrastrándome al pecado”. Y así, entre gritos y sollozos, fue invitado por los miembros del sanedrín a que se pusiera al frente de la acusación y fuera el primero en lanzar la piedra. Solo así podría dejar claro que actuó bajo el maleficio de la seducción diabólica, y salvar su propia vida. Lamentablemente, la práctica actual de la lapidación en algunos países, avala la tesis de este autor. Así que, muy probablemente, el hombre que junto a la mujer adulteró, estaba presente, con la mano levantada, empuñando una piedra, esperando el comienzo de la ejecución. “No hay peor tirano como un esclavo con un látigo en la mano”. No, no se trata de una frase bíblica, la dijo el poeta y cantante argentino Rafael Amor; pero no es necesario que esté en la Biblia para que sea verdad.
Sorprende, hasta el escalofrío, el silencio de la mujer. Uno podría esperar oír sus gritos suplicantes, su petición desesperada de clemencia, máxime cuando la llevaron frente a uno de los maestros que siempre hablaba de la misericordia de Dios. Pero no, ella permaneció callada, resignada a su suerte, sin un ápice de esperanza para pedir ser perdonada. Quizás porque sabía que ya estaba condenada de antemano, que la pregunta hecha a ese nuevo maestro no era más que una trampa para ambos, y que nada haría cambiar la historia.
Si sorprende el silencio de la mujer, el silencio inicial de Jesús inquieta. Son silencios espesos, incómodos, que todos desean que se rompa, en un sentido o en otro, pero que no siga pesando. Y Jesús, finalmente, habló. Pero sus palabras no fueron las que nadie esperaba. Fueron palabras que actuaron como si de un espejo se tratara, y ante ellas los verdugos se marcharon, uno a uno. ¿Que hicieron con sus piedras? ¿Las dejaron el suelo? ¿Se las llevaron?
Todos nosotros tenemos nuestras piedras, las piedras de nuestra indiferencia, de nuestros duros juicios, de nuestros dedos acusadores, de nuestras palabras hirientes y sarcásticas, de nuestras espaldas dadas a quienes esperan comprensión, de nuestros silencios cobardes ante los falsos juicios… ¿Qué hacemos con ellas? ¿Apedreamos a la mujer adultera? La lectura del evangelio nos llama a buscar alternativas a nuestra deformada lectura de la ley, nos llama a dejar nuestra piedra y renunciar a lanzarla contra nadie, a no seguir la espiral de las condenas, a conceder a todos (a concedernos) el derecho de cambiar, de iniciar una nueva vida, a ir y no pecar más.
Al final del culto, de manera espontánea, no preparada ni programada, la mayor parte de los congregados compartieron qué iban a hacer con su piedra, la que recibieron al principio y que descubrieron que era representación de nuestras “piedras internas”. Unos las dejaron a los pies de la cruz, como signo de dejar todas las enemistades y renunciar a ser acusadores de otros; otros se las llevaron a casa, para recordar al verlas que nunca debemos juzgar y condenar a nadie; otros manifestaron su voluntad de transformar las piedras de la lapidación dándoles otra utilidad (como pisapapeles, por ejemplo).
Y la bendición de Dios nos empapó a todos.