Mas vosotros mirad; os lo he dicho todo antes (San Marcos 13, 23)
Todo el mundo sabe bien lo que significa esa señal de tráfico de forma triangular en la que se ve un vehículo escorado peligrosamente hacia la derecha sobre unas rayas cruzadas que intentan remedar una alteración brusca en el trayecto. Desde la escuela primaria se enseña a los niños que se trata del siguiente mensaje: ¡Cuidado! Piso deslizante, es decir, que el suelo puede resultar resbaladizo en ciertas condiciones especiales (lluvia u otras). Más de una vez hemos escuchado a algún que otro conductor quejarse de la falta de señalización de esta coyuntura en algunos tramos donde al parecer sería más que necesario. Y es que pueden estar en juego vidas humanas.
La cuestión es que el peligro de los pisos deslizantes no sólo se hace patente en las carreteras. En el día de hoy y en el mismo instante en que escribimos estas líneas —e incluso ahora, cuando el amable lector las tiene ante sus ojos— es toda una concepción de la vida y de la sociedad, que aparentemente estaba muy bien cimentada, lo que está escorando debido al engaño masivo orquestado por quienes supuestamente gobiernan las naciones democráticas de Europa y América. Los pueblos de tradición cultural occidental se hallan en estos momentos en un piso deslizante que puede muy bien provocar su caída definitiva.
¿Y la Iglesia?, cabría preguntarse. ¿Y el cuerpo de Cristo que menciona el Nuevo Testamento? ¿Qué será entonces del conjunto de los fieles cristianos que lo componen? ¿Qué puede ocurrir con la Iglesia en medio de una sociedad que ha perdido por completo, no sólo el norte, sino todos los puntos cardinales, y que se diría abocada a una muerte anunciada?
Jesús advierte a los suyos de un gran peligro, de un piso deslizante particularmente arriesgado que puede minar y debilitar al pueblo del Señor, y que describe de forma harto gráfica en San Marcos 13, 22 con las palabras falsos Cristos y falsos profetas, de los que afirma podrán ejecutar señales y prodigios con la clara intención de engañar, de serles posible, a los propios elegidos. Aviso éste que nunca debiera caer en saco roto, pero mucho menos en circunstancias como las actuales, en las que la desvertebración de la sociedad coadyuva en no pequeña medida a la aparición de esta clase de personas y predispone a mucha gente desesperada o angustiada a escuchar cualquier tipo de mensaje y aceptarlo de forma implícita, sin cuestionamientos de ningún tipo, sin análisis, sin raciocinio.
Las palabras de Jesús son muy claras. En primer lugar, tilda a esos presuntos mesías y profetas con el calificativo de falsos. Han de serlo por necesidad. Sólo puede haber un Mesías, un Cristo, el que las Escrituras nos presentan con el nombre de Jesús de Nazaret y aseguran que es el Verbo de Dios. La figura de Jesús es irrepetible. Nadie puede hacerse pasar por él, ni mucho menos pretender hacer ostentación de su poder en ningún sentido. La Iglesia, depositaria de sus enseñanzas y su mensaje, no debe caer en la trampa de recibir ni aceptar a ningún otro en lugar de Cristo o que se pretenda enviado o comisionado por él con “mensajes especiales para nuestro tiempo”, “nuevas luces”, “nuevas revelaciones” o similares. Nos resulta particularmente alarmante, por no decir angustioso, el comprobar cómo son cada vez más los supuestos creyentes cristianos (¡a veces hasta congregaciones enteras, con sus pastores al frente!) que se dejan obnubilar por tales embaucadores, de manera que renuncian al Evangelio redentor y dignificador de Cristo, sacrifican su libertad como hijos de Dios y se autoinmolan en un altar espurio para convertirse de facto si no de jure en esclavos. Lo que ocurre es que los falsos cristos y los falsos profetas no suelen escatimar medios para vender sus productos, lo que Jesús menciona en segundo lugar como señales y milagros.
Resulta innegable la propensión de la mente humana a lo maravilloso. Ahí reside la capacidad creativa innata de nuestra especie, que se hace palpable no sólo en los logros técnicos, sino también en los artísticos. El problema es cuando este a todas luces don de Dios se mezcla con un sentimentalismo desbordado y fácilmente manipulable, de manera que deriva peligrosamente en una “fábrica de milagros” o “señales a la carta”, llaves que abren la puerta de la irracionalidad y que tienen la virtud de suspender la capacidad crítica o la elaboración de juicios lógicos. Cuando se entra en este terreno, de suyo resbaladizo, el pronóstico no es difícil de imaginar: la persona como tal queda anulada. No constatamos tales efectos en las señales auténticas que la Biblia recoge. Los milagros de Jesús o los que fueron realizados por aquellos siervos del Señor de épocas pretéritas no apelaban al sentimentalismo, sino a la comprensión racional de que algo trascendente estaba teniendo lugar en un momento determinado de la Historia de la Salvación. La admonición que el propio Jesús hacía de no contar a nadie lo que ocurría cuando tenía lugar un fenómeno de aquellas características debiera hacer pensar a quienes hoy sólo buscan supuestas manifestaciones prodigiosas o cifran en tales eventos toda su fe.
Por eso el Jesús de los Evangelios no duda en llamar engaño a toda esta parafernalia milagrera, y señalar que con ello se pretende desviar del camino de Dios incluso a los propios elegidos, incluso al propio pueblo del Señor. ¡Menos mal que no asegura el éxito de tales empeños! Lo que hace es advertir. La Iglesia de Cristo no necesita ser engañada. El creyente auténtico, que confía en su Señor y sabe que vive por su pura y exclusiva Gracia, no precisa de milagros ni de manifestaciones supuestamente sobrenaturales para entender que Dios está con él. El cristiano bien cimentado en la Palabra escrita no ha menester de nuevas revelaciones que le indiquen o le señalen a dónde ha de ir, qué ha de hacer o cómo ha de actuar en circunstancias muy específicas. El Dios que ha creado nuestra mente nos ha dotado de capacidades suficientes para desenvolvernos en la vida sin necesidad de guías permanentes que en toda circunstancia nos señalen nuestro deber. Su Palabra es más que suficiente. Su Palabra está redactada de forma que invita a una comprensión consciente y racional de su voluntad, sin concesiones a la fantasía o a una hipersensibilidad descontrolada que nos haga perder el rumbo.
La Iglesia no está llamada a transitar por carreteras de piso deslizante. Al contrario, se la invita de continuo a asentar los pies sobre la Roca firme, aquélla contra la cual nada pueden los ríos desbordados, las lluvias ni los embates de los elementos desatados.
Os lo he dicho todo antes, afirma Jesús.
No hay excusa posible.