Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo (Gn. 2, 20. RVR60)
Tranquilos todos los amables lectores. No tenemos intención alguna de mencionar nada acerca de la corrupción interna del Partido Popular ni de los asuntos tan escabrosos que la prensa y los medios de comunicación vienen difundiendo estos últimos días, y que colocan en la picota al propio presidente del gobierno y a su gabinete ministerial. No es éste el tema que deseamos tratar.
Lo que nos preocupa, y nos preocupa de verdad, tanto que no es la primera vez que nos referimos a ello, es la corrupción extrema que está sufriendo el don del lenguaje, algo que hemos recibido directamente de Dios, y a lo cual, desgraciadamente, no son inmunes los medios cristianos. ¡Gran lástima! Quienes hoy tenemos ya más de medio siglo de vida recordamos, sin duda, cómo desde la escuela primaria —aquellos centros de años ha que no contaban ni con grandes medios audiovisuales ni con las maravillosas técnicas pedagógicas de hoy, fuera de simples pizarrones negros y tiza; en los que las aulas eran enormes y agrupaban clases de más de cuarenta o cincuenta niños, y en los que los maestros iban incluso uniformados con unas batas grises— se incidía en el hecho de que debíamos hablar correctamente, es decir, pronunciando y articulando las palabras de forma que fueran bien comprendidas por todos; y no sólo eso, sino que teníamos que expresarnos de forma propia y rigurosa, empleando los vocablos apropiados al tema concreto que deseábamos tratar, y con una adecuada construcción gramatical. Aquellos sufridos maestros hacían hincapié en la importancia de un buen uso del lenguaje, en lo que, según afirmaban, se evidenciaba por un lado la cultura de una persona, y por el otro su respeto hacia los interlocutores u oyentes. Muchos años después, en las clases de homilética del seminario, se insistía en conceptos parecidos, sólo que adaptados a lo que iba a ser la realidad de un ministro del Señor. Ningún pastor o predicador, se decía, podía permitirse el lujo de hablar mal, de expresarse de forma impropia o inadecuada, porque no sólo mostraría con ello ignorancia o incultura, lo que ya sería bastante grave, sino algo aún peor, irreverencia.
¿Exageraban aquellos antiguos maestros? ¿Se propasaban en su enseñanza los profesores del seminario? No lo creemos, sinceramente.
La Santa Biblia nos indica en el así designado por exegetas y especialistas Segundo Relato de la Creación (Génesis 2, 4b-25) que el lenguaje es un particular don divino. Dios creó a Adán con la facultad de hablar, es decir, de expresar sus pensamientos, sus sentimientos, sus impresiones, por medio de un lenguaje articulado. Y cuando hoy la ciencia lingüística, haciendo caso omiso de las distintas teorías que se han supuesto para el origen del lenguaje, incide en el hecho de que nadie puede hablar si no hay otro que le habla primero, es decir, que le enseña a hacerlo, viene de alguna forma a corroborar la importancia de esta característica tan humana, tan nuestra, tan entrañable, que es el don del lenguaje, universal a todos los pueblos, etnias y culturas de la humanidad.
Las Sagradas Escrituras, aunque a muchos no les guste que así se reconozca (¿Por qué será? ¡Nunca he llegado a entender la razón!), es una gran obra literaria, o mejor dicho, un gran conjunto de obras maestras de la literatura antigua en dos vertientes: semítica en el Antiguo Testamento y helenística en el Nuevo. Los profetas y hagiógrafos de Israel, lejos de ser gentes sin cultura, semianalfabetos, como a veces se ha dicho, eran grandes maestros del lenguaje. No tenemos más que abrir la Biblia por su primer capítulo para comprobarlo, incluso en nuestras traducciones o versiones al uso. Las historias que aparecen en los libros de Génesis, Éxodo, Números, Josué, Jueces, Samuel, Reyes o Crónicas, por no citar sino unos ejemplos muy conocidos, están elaboradas de tal manera que provocan la reacción del lector incluso hoy; en su momento estaban compuestas para provocar la reacción del oyente, pues no se escribieron para ser leídas según nuestro concepto occidental, sino para ser recitadas por sacerdotes y levitas ante grandes auditorios, sin duda con escaso índice de alfabetización, que debían responder a aquellas representaciones verbales con todo un torrente de emociones desatadas, desde la risa estentórea hasta el llanto más amargo, pasando por la emoción mal contenida y la reverencia más profunda. Las grandes composiciones del Salterio sirvieron de himnario al antiguo Israel, cuyos cánticos debían ser conocidos de memoria por amplios sectores de la población, y los oráculos de los profetas rezuman un colorido poético, una sensibilidad estilística que en nada tiene que envidiar a los vates clásicos grecolatinos o a los de nuestros parnasos occidentales.
Por otra parte, los autores del Nuevo Testamento, muy lejos también de esa imagen tan distorsionada de ignorancia, analfabetismo y casi brutalidad que a veces se les quiere atribuir, se presentan como grandes escritores y maestros de la lengua griega común, pero no tan común como en ocasiones se ha dicho, sino con una deliberada intención de imitar estilos semíticos antiguos, o si se prefiere, “bíblicos”, de forma que sus escritos “supieran” a Antiguo Testamento, tuvieran un regusto a aquella Sagrada Escritura que conocían. Por esta razón los Evangelios o los Hechos de los Apóstoles debían suscitar reacciones muy variadas en las primeras comunidades cristianas cuando los lectores señalados los declamaban en los cultos. Más de un creyente griego o romano debía quedar literalmente conmovido al escuchar los relatos de la pasión, muerte y resurrección del Señor, o sin duda experimentaba una extraña emoción cuando el lector recitaba esos pasajes de los Sinópticos en los cuales incluso se conservan palabras del Señor dichas en arameo, tal como él las había pronunciado. De ahí también que las epístolas paulinas o las universales vengan redactadas con una maestría que en nada desmerece la oratoria de Cicerón o la de Quintiliano, por lo que debían hacer vibrar a las iglesias a las que iban dirigidas. Y por no alargarnos, el mensaje del Apocalipsis, que hasta hace no mucho algunos críticos desdeñaban por estar escrito en lo que llamaban con todo desprecio “un griego de mercado”, sin duda que extasió a más de un cristiano de Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea, por la calidad de su expresión y por sus juegos de palabras que fuerzan la gramática helena hasta el límite de sus capacidades a fin de vehicular de forma viva y a la vez harto elevadora aquel hermoso mensaje de ánimo de Cristo a su pueblo perseguido.
La Santa Biblia es un ejemplo vivo de un lenguaje de alta calidad literaria. Dios no inspiró su Palabra descuidando la excelencia. Nadie puede hoy negarlo.
El tiempo nos falta para referirnos a los Padres de la Iglesia que escribieron de forma magistral en griego y en latín, tanto que hoy aparecen hasta en antologías universitarias de autores clásicos, o a los Reformadores, que no sólo se esforzaron por expresarse de forma correcta en sus lenguas respectivas, además de en latín, sino que las dignificaron y les dieron una categoría gracias a la cual son en la actualidad idiomas nacionales de sus países respectivos.
¿Qué está ocurriendo hoy en los púlpitos cristianos? ¿Por qué se permite, se tolera, y a veces hasta se alienta que personas sin ninguna formación ni capacitación cultural y lingüística en su propio idioma tengan la osadía de abrir la Santa Biblia y disertar sobre ella, no sólo haciendo trizas la propia lengua en la que se expresan, sino incluso, como decían en el seminario, mostrando irreverencia hacia su gran Autor, el gran Dador del don del lenguaje?
Quienes por norma general predicamos en castellano (o español, como a veces se prefiere) estamos moralmente obligados a expresarnos con la corrección que impone la gramática de este idioma. Lo mismo se debe decir para quien predique en cualquier otra lengua, ya sea nacional o regional, minoritaria o de ámbito internacional. En el caso concreto de nuestra lengua castellana, idioma cuyo prestigio mundial es creciente, tenemos todo un elenco cultural de siglos a nuestras espaldas que nos obliga, nos exige, nos impone una correcta dicción, una articulación coherente, y una morfología y una sintaxis adecuadas, amén de una propiedad en los términos empleados imposible de evitar. Desde los primeros balbuceos del román paladino en los siglos medievales, pasando por la prosa inigualable de don Miguel de Cervantes hasta la extraordinaria de Gabriel García Márquez; desde el Cantar del Mío Cid hasta la poesía inigualable de un Rubén Darío, un García Lorca o un Pedro Salinas, y sin olvidar la Biblia Reina-Valera, que es, guste o no (¿Y por qué no, vamos a ver?), el gran referente cultural protestante en nuestro idioma, la lengua castellana ha desarrollado unas figuras y unas expresiones estilísticas cuyo uso ennoblece a quienes las emplean y enriquece a quienes las escuchan. Como todos los idiomas del mundo, el español también ostenta una gran provisión de expresiones impropias que no son adecuadas para el púlpito, y no precisamente por referirse a obscenidades —en lo que, según dicen algunos lingüistas, es una de las lenguas mejor pertrechadas, ¡también es casualidad!—, sino porque no elevan, no enriquecen, sino que más bien degradan. Se han de evitar, forzosamente.
Recordamos con lástima usos impropios del idioma en el púlpito, desde el joven que, sin mayor cultura ni recursos, sólo repetía una muletilla excesivamente popular hace unos años (aquello de “tal, Pascual”), hasta los pastores de hoy excesivamente politizados que sin necesidad alguna destrozan de manera inmisericorde la gramática con esas repeticiones absurdas del tipo “los hermanos y las hermanas”, “los niños y las niñas”, “los y las visitantes”, “todos y todas”, olvidando que en castellano el género masculino, que es, según los lingüistas, el GÉNERO NO MARCADO, sirve para los dos, mientras que el femenino, que es precisamente el GÉNERO MARCADO, por su gran carga semántica exige un uso específico muy concreto. Y esto por no mencionar la terrible impropiedad de quienes confunden significados —aún nos duelen los oídos cuando nos viene a la memoria aquel orador que en un púlpito empleaba constantemente el adjetivo “frívolo” en lugar de “frío”— o recargan innecesariamente el vocabulario con expresiones (mal) calcadas y/o (peor) traducidas de otros idiomas —“líder”, “influenciar”, “güikéns” (así de mal dicho, suponemos que por weekends, es decir, el castizo “fines de semana”)—, siendo que nuestra lengua dispone de términos muy claros para expresar o vehicular multitud de conceptos.
El lenguaje es un don que nos ennoblece. No podemos maltratarlo ni degradarlo. Y desde luego, no tenemos autorización alguna para destrozarlo en el púlpito. Dios nos exige siempre un trabajo digno, y se ha de comenzar por algo tan prosaico como el hecho de hablar.
Pero eso sí, hablar con propiedad, hablar bien.