Posted On 05/06/2013 By In Opinión With 1739 Views

¿Políticamente incorrecto?

…y delante de gobernadores y de reyes os llevarán por causa de mí, para testimonio a ellos. (Evangelio según San Marcos 13, 9b RVR60)

A quien puso por escrito estas palabras recogidas en el Evangelio poco le debía importar el “qué dirán”. Y a quien las pronunció, pues mucho menos todavía. Los que hoy piensan —y llegan incluso a afirmar sin ningún rebozo— que en aquellos tiempos antiguos era más fácil evangelizar, es decir, dar testimonio ante la gente acerca de Jesús, sinceramente no tienen ni idea de lo que dicen. El mundo en medio del cual vio la luz el Evangelio según San Marcos era tan hostil a las Buenas Nuevas de Jesús de Nazaret que no tardó demasiado en desencadenar las primeras persecuciones contra los cristianos orquestadas por autoridades imperiales romanas. Tan hostil tan hostil que casi podríamos compararlo con el nuestro.

Testificar directamente acerca del Señor nunca ha sido fácil ni llevadero. Pero es la razón de ser de la Iglesia en tanto que comunidad de creyentes y discípulos de Jesús, y eso es algo que no tiene vuelta de hoja, nos guste reconocerlo o no.

Desde hace ya algún tiempo —bastantes años, décadas incluso— venimos comprobando cómo la sociedad actual, al menos en nuestro país y algunos de nuestro entorno inmediato europeo, considera de buen tono el que ciertas figuras públicas hagan propaganda de sus particulares “filosofías” o creencias religiosas siempre y cuando sean distintas del cristianismo (que aquí en España y entre nuestros vecinos inmediatos el vulgo asimila directamente a la Iglesia católica, sin mayores planteamientos). Incluso a nivel de ciertos trabajos, como, entre otros, la enseñanza o la administración pública, parecería bien que algunos aprovecharan las horas de actividad para dejar caer —cuando no pregonar abiertamente— su filiación a tal o cual grupo, a tal o cual práctica o a tal o cual punto de vista supuestamente trascendente, con la condición, ¡no faltaría más!, de que no se trate de nada vinculado con la religión de Cristo. Ello ha propiciado que nos preguntemos más de una vez qué sucedería si un creyente cristiano evangélico hiciera otro tanto. Por más que algunos futbolistas bien conocidos hayan testificado en los medios de comunicación acerca de su fe cristiana, o pese a algún que otro caso muy particular en que un creyente haya podido expresar sus convicciones en su puesto de trabajo sin llamar demasiado la atención, lo cierto es que tal coyuntura no suele ser frecuente, e incluso los que tal hicieran se arriesgarían a recibir alguna reprimenda por parte de sus superiores o a ser acusados de proselitismo, por no mencionar el desprecio o la burla mal disimulados (o sin disimular) que ello suscitaría en contra del propio Dios, de Jesucristo, de la Biblia y de todo lo vinculado con nuestra fe.

El testimonio cristiano pareciera no ser “políticamente correcto”, no tener lugar en nuestra sociedad, o, como afirman algunos que saben mucho, “no responder a las necesidades reales de nuestros conciudadanos”.

De ahí, sin duda, que muchas iglesias y congregaciones de nuestros días hayan optado por, de alguna manera, consagrarse en cuerpo y alma a lo que llaman “labores sociales”, “ministerio social” o “diaconía” (así suena un poco mejor en nuestros medios por aquello de que los diáconos son figuras del Nuevo Testamento o porque en griego la palabra diakonia significa “servicio”), buscando todas las justificaciones bíblicas posibles para ello, desde la multiplicación de los panes y los peces realizada por el propio Jesús con aquello del dadles vosotros de comer, hasta las exhortaciones apostólicas a la práctica de la caridad con los desfavorecidos. De ahí también la extraña y a veces molesta simbiosis que pareciera darse entre algunas congregaciones evangélicas y ciertas ideologías reivindicativas de tipo izquierdista (no menos extraña ni menos molesta que si se diera con ideologías de tipo derechista, que quede bien claro, ya que aquéllas no son mejores que éstas ni se diferencian tanto entre sí como pretenden sus sustentadores).

Pues no. Éste no es el camino. En opinión de algunos observadores imparciales, parecería más bien un pobre intento de “lavado de cara”, la evidencia palpable de cierto complejo de inferioridad frente a un entorno adverso.

A Jesús no le importó nada si era “políticamente correcto” o no proclamar las Buenas Nuevas del Reino de Dios con todas las letras. Ni siquiera se lo debió plantear. Como israelita fiel consciente de su misión mesiánica, no tuvo en cuenta otra cosa que aquello para lo cual había sido enviado, molestara o no a sus compatriotas judíos, ¡y vaya si les molestó! Quienes pusieron por escrito las palabras de Jesús que hoy tenemos en los cuatro evangelios no se cuestionaron la “conveniencia social” de las enseñanzas del Señor, si resultarían asequibles en medio de un mundo pagano o agradables al gobierno imperial romano. Por su parte, los que escucharon de boca de los apóstoles el mensaje de salvación cumplido y realizado de una vez por todas en Jesús el Cristo, dieron testimonio de su fe en medio de un mundo hostil aun a riesgo de sus propias vidas, con absoluta conciencia de los peligros que ello implicaba.

La Iglesia de principios del siglo XXI no ha recibido de parte de Dios, que sepamos, una contraorden en lo referente a la proclamación directa y patente del Evangelio. Nuestro mundo de hoy, que sin duda tiene grandes necesidades materiales y sociales, sigue precisando del mensaje redentor de Jesús en igual medida que el mundo antiguo. No más, pero tampoco menos. Nadie se lleve a engaño: por muy necesarias que sean las labores de tipo social —¿alguien podría ponerlo en duda?—, lo propio de la Iglesia es difundir las Buenas Nuevas. La reconciliación con Dios y la redención del ser humano, únicamente posibles a través de Cristo según el testimonio de las Escrituras, sólo pueden ser conocidas por medio de una proclamación clara y notoria, es decir, por la predicación y el testimonio vivo de quienes afirmamos creer en Jesús, de quienes confesamos que él es el Señor, que él es nuestro Señor. Los esfuerzos y las energías de la Iglesia no deben diluirse en otro tipo de labores que competen más bien a ciertas organizaciones, estatales o privadas (algunas de ellas de inspiración cristiana o incluso regentadas por cristianos, ¿por qué no?), y que en realidad la desvían o la distraen de lo que es su misión primordial.

Desde los cultos dominicales hasta los clásicos estudios bíblicos en las casas (algunos prefieren llamarlos “células”), pasando por reuniones de oración (cuando se mantienen) y ceremonias especiales, y sin olvidar el testimonio directo, los cristianos estamos llamados a ser “políticamente incorrectos”, hasta nos atreveríamos a decir “desafiantes”, en este sentido. No todos podemos impartir temas teológicos en facultades, sermones o conferencias públicas. No a todos se nos da bien eso de repartir folletos (los clásicos “tratados” que dicen en nuestros ambientes eclesiásticos) por calles, plazas o mercados. No todos sabemos actuar en campañas de evangelización a gran escala, por supuesto, pero todos podemos testificar de nuestra fe en Jesús allí donde se nos presente la oportunidad y de forma natural, espontánea, sin entrar en controversias doctrinales ni hacer proselitismo sectario.

Mucho nos tememos que las iglesias que hoy por hoy han desistido de esta su prístina misión y se han dedicado a otras tareas estén abocadas a su extinción, tarde o temprano. Y no lo decimos precisamente con alegría, sino todo lo contrario, en la esperanza de que tal situación se invierta.

Estamos puestos en este mundo como heraldos de Cristo, proclamadores de su salvación a todos los seres humanos.

No lo olvidemos nunca.

Juan María Tellería

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