Historia inicial
En 1957 se nombró a Thomas J. Liggett presidente del Seminario Evangélico de Puerto Rico. Liggett venía de Argentina, donde formaba parte de la Facultad Evangélica de Teología. Uno de sus objetivos centrales al asumir la presidencia fue fortalecer la excelencia académica del Seminario. Esa meta conllevó las siguientes medidas:
- Reclutar profesores jóvenes cuya preparación universitaria permitía entrever excelencia en la docencia y la creatividad teológicas. Aquí debemos resaltar dos nombres que han hecho historia: en 1961 Justo L. González, doctorado en la Universidad de Yale y en 1963 Jorge V. Pixley, culminando su tesis doctoral en la Universidad de Chicago. Liggett, por su parte, asumió con mucho rigor académico la cátedra de historia eclesiástica.
- Convertir al Seminario en escenario de múltiples conferencias, coloquios, conversatorios y diálogos, enriquecidos ocasionalmente por visitantes del extranjero como José Míguez Bonino, Martin Luther King, Jr y Juan Bosch, entre otros.
- Promover la publicación de libros y ensayos de calidad. Aquí Justo González y Jorge Pixley publicaron sus primeros libros y artículos, como antes, a fines de los cuarenta y principios de los cincuenta, habían publicado valiosos libros y ensayos dos renombrados teólogos puertorriqueños: Domingo Marrero Navarro y Ángel Mergal Llera.
- Erigir una biblioteca de primera calidad, como centro indispensable para el estudio, la reflexión y la creatividad teológica. Para cumplir esa encomienda, y de nuevo dando muestras de acertado juicio administrativo, Liggett contrató a Wilma Mosholder, quien se consagró, en alma, cuerpo y corazón, a la formación de una biblioteca que no tuviese nada que envidiar a ninguna otra en el mundo teológico protestante latinoamericano.
Thomas Liggett, Justo González, Jorge Pixley y Wilma Mosholder pronto desplazaron sus esfuerzos académicos a otros lares: Liggett, en 1965, al Christian Theological Seminary, en Indianápolis; Justo González, en 1969, a Emory University, en Atlanta; Jorge Pixley, en 1975, al Seminario Bautista y la Comunidad Teológica de México; y Wilma Mosholder, también en 1975, a Swarthmore College Peace Collection, en Pennsylvania. Lo que prevaleció de esos años tan fructíferos fue la biblioteca Juan de Valdés, como centro de estudio, investigación y productividad teológica. Es el legado permanente de esa inolvidable época.
Muy atinado, para describir ese período tan fértil en la vida del Seminario es el título del libro editado en 1965 por Justo González en honor a Thomas Liggett: Por la renovación del entendimiento. Una facultad agraciada, un ambiente de desafíos continuos al pensamiento, una biblioteca excelente. Todo ello con plena conciencia de que una institución como ésta es ante todo un centro de estudio, investigación, reflexión y creatividad intelectual, en conversación con las diversas corrientes teóricas y teológicas del pasado y de la actualidad. El Seminario tiene que ser justamente eso: un lugar dedicado a la renovación del entendimiento.
La teología es una empresa intelectual rigurosa y transdisciplinaria. No ha sido nunca, no es, ni puede ser una ínsula aislada. Se ha nutrido siempre de dos fuentes cuya conjunción nunca ha carecido de riesgos: la piedad religiosa y los sistemas conceptuales contemporáneos. Por algo, los monasterios, con su honda devoción, y las universidades, con su rigurosidad intelectual, fueron, en la edad media, las instituciones que albergaron la creatividad teológica. Karl Barth, crítico de la aridez religiosa de la teología liberal, insiste sin embargo, al introducir su Dogmática eclesiástica, en el carácter rigurosamente académico del pensamiento teológico y su lugar por derecho propio en el ámbito intelectual de la universidad moderna. Lo que pretendía Barth era, ante todo, evitar el posible declinar de la teología en mediocre superficialidad.
Fue sabia la decisión de los fundadores del Seminario Evangélico al ubicarlo contiguo a la Universidad de Puerto Rico. Reconocían que la calidad del pensamiento teológico exige el diálogo multidisciplinario y transdisciplinario con las corrientes teóricas e investigativas predominantes en el mundo académico. Fue algo que siempre, dicho sea de paso, tuvieron presente en su docencia y su escritura esos dos teólogos puertorriqueños que antes mencioné y que en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado honraron las aulas de este Seminario: Domingo Marrero Navarro y Ángel Mergal Llera.
Nombrar la biblioteca
Naturalmente tras decidir establecer una biblioteca de excelencia surge la pregunta: ¿cómo llamarla? ¿qué nombre ponerle? Y aquí viene una paradoja interesante: el estadounidense Thomas J. Liggett sugiere dedicarla a Juan de Valdés, un español de la primera mitad del siglo dieciséis.
Hubo una razón que pocos recuerdan o conocen. Liggett venía de la Facultad Evangélica de Teología, ubicada en Buenos Aires. Esa institución colaboraba estrechamente con una editorial llamada Aurora que en la segunda mitad de la década de los cuarenta publicó, en una colección titulada “Obras clásicas de la Reforma”, dos escritos de Juan de Valdés, Diálogo de doctrina cristiana (1529/1946) y Alfabeto cristiano (1537, publicado en italiano en 1545/1948), seguidas por ese brillante libro del puertorriqueño Ángel Mergal Llera, Reformismo cristiano y alma española (1949). Fue una gestión, para proseguir las paradojas, de otro estadounidense – Bowman Foster Stockwell, a la sazón rector de la porteña Facultad Evangélica de Teología. Dos estadounidenses, Foster Stockwell y Liggett, incitaban a hispanoamericanos a estudiar con detenimiento la producción teológica e intelectual de la España del siglo dieciséis. No debe olvidarse, sin embargo, la contribución de Ángel Mergal en dar a conocer en círculos teológicos no ibéricos la obra de Valdés. En 1957 la prestigiosa colección The Library of Christian Classics publicó el libro Spiritual and Anabaptist Writers, el cual incluye un ensayo de Mergal sobre Juan de Valdés y traducciones suyas de los principales escritos de ese gran autor español renacentista.
Examinar la totalidad de los escritos de Juan de Valdés me tomaría mucho tiempo, así que me circunscribo a algunos elementos claves de la que muchos consideran su obra principal: Diálogo de doctrina cristiana (1529). Es como el título lo indica, un diálogo, estilo literario de egregia estirpe platónica, estructural y conceptualmente influido por el ilustre humanista renacentista Desiderio Erasmo. Su trama se articula a manera de una conversación entre tres clérigos: un arzobispo, Fray Pedro de Alba, jerarca máximo de la diócesis de Granada, recientemente fallecido, un cura algo torpe e iletrado, Antronio, y un fraile, Eusebio. El tema: los matices esenciales de la fe y la doctrina cristiana.
Esta obra es de un valor literario excepcional. Juan de Valdés fue un escritor brillante, una genuina luminaria literaria. Tan importante fue para él la renovación de la escritura castellana que en 1535 escribe Diálogo de la Lengua, dedicada a la defensa del buen escribir. Marcelino Menéndez y Pelayo, inquisidor intelectual de todo lo que de lejos parezca heterodoxo o herético, tiene que admitir que Valdés “comunicó a nuestra lengua singular facilidad, ligereza y gracia” y añade “a Juan de Valdés debió la prosa castellana sus mayores acrecentamientos en el reinado de Carlos V”.
Más allá de su valor literario, nos interesa recalcar la importancia teológica del Diálogo de doctrina cristiana. Es un tratado de teología sistemática cuidosamente concebido. Pretende analizar las principales dimensiones doctrinales, espirituales, éticas y eclesiales del cristianismo, prestando atención a las tendencias intelectuales del renacimiento. Nace este libro en un contexto académico: la Universidad de Alcalá de Henares, fundada a fines del siglo quince por el eminente y en su época poderosísimo cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Durante las primeras décadas del siglo dieciséis la Universidad de Alcalá se destacó por su afán de propugnar nuevos esquemas teóricos, a fin de renovar los paradigmas epistemológicos algo anquilosados que a la sazón pululaban en las universidades ibéricas y a la vez servir de caldo de cultivo a posibles perspectivas reformadoras de la iglesia española. Se trata, por consiguiente, de renovar de manera abarcadora los estudios académicos y de reformar íntegramente la iglesia, su praxis, su teología, su liturgia y su sacerdocio.
Diálogo de doctrina cristiana expresa nítidamente ese espíritu renovador y reformista. Se percibe esa intención en sus continuas alusiones a los escritos de Erasmo. Es un erasmismo que ha sido magistralmente estudiado por el hispanista francés Marcel Bataillon en su magna obra Erasmo y España. Erasmo inspira a Valdés y a muchos de sus coetáneos a dejar atrás los atavismos conceptuales escolásticos y acceder a la inspiración de las nuevas corrientes teóricas, artísticas y culturales renacentistas. El objetivo es forjar una nueva España, la que cuatro siglos después muy poéticamente evocaría Antonio Machado en varios de sus versos.
No se trata, empero, de una empresa exclusivamente universitaria. Son tres miembros del clero los que dialogan y el tema central es la doctrina cristiana. Objetivo primario es, por consiguiente, forjar senderos que conduzcan a la renovación del pensamiento teológico y la reforma integral de la iglesia en España. Encaminada a esa finalidad, la obra se apresta a tocar temas que van desde el credo apostólico hasta la importancia, o escasez de ella, de asuntos como los ayunos, rezar el Ave María, los diezmos, la confesión, la asistencia a misa, la conducta no siempre apropiada de sacerdotes y prelados, entre otros. Pero cuidado, las alusiones a los intensos debates allende las fronteras de España – Wittenberg, Ginebra – no son muy difíciles de percibir o detectar.
Se formula también en esa obra un imperativo imprescindible que en esos momentos resonaba por toda la cristiandad: traducir las sagradas escrituras a las lenguas nacionales. Será un reto, dicho sea de paso, que Juan de Valdés, sin poder culminarlo, asumirá traduciendo los salmos desde el hebreo y diversas secciones del evangelio según Mateo y de las epístolas de Pablo, desde el griego.
Parece una tarea obvia y necesaria: poner las sagradas escrituras a la disposición del pueblo en su propio idioma. Será, sin embargo, una difícil encomienda que, al avanzar los años, suscitará el recelo, el encono y la abierta hostilidad de esa poderosa institución forjada, bajo la tutela de los Reyes Católicos, por Tomás de Torquemada, la Inquisición española. Durante todo el siglo XVI, los intentos de dotar al pueblo español una versión castellana de la Biblia provocaron, en reiteradas ocasiones, enconada persecución contra quienes asumieron ese reto. Los más afortunados se percataron a tiempo y huyeron al extranjero: Juan Pérez de Pineda, Francisco de Enzinas, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. También Juan de Valdés, tras su primer contratiempo con la Inquisición se decidió por el destierro, primero en Roma, buscando protección de alguien que tenía sobradas razones para cultivar honda animadversión hacia la corona española, el papa Clemente VII, y luego en la lejana y relativamente segura Nápoles. Incluso el nada heterodoxo o luterano fray Luis de León padeció durante casi cinco años encarcelamiento por atreverse a traducir el Cantar de los Cantares.
Hay temas en Diálogo de doctrina cristiana que pusieron en grave riesgo la libertad e incluso la vida de Juan de Valdés. Uno de ellos fue su provocadora contradicción entre lo que cataloga como “libertad evangélica” y “justicia farisaica”. El significado de “libertad evangélica” es tema de debate. Para Marcelino Menéndez y Pelayo no cabe duda alguna, indica la adhesión temprana a la herejía luterana. No todos opinan igual. Qué exactamente conlleva el concepto de “justicia farisaica” también es asunto complejo a dilucidarse, pero es evidente que el fariseísmo al que se refiere Valdés no radica en las sinagogas o el templo de la Judea del siglo primero, sino en los monasterios y las parroquias de la España del siglo decimosexto.
Era difícil pasar por alto la crítica de Valdés a lo que llama “una cristiandad más ceremoniática que verdadera”. Escribir eso en un tiempo en que Carlos V no podrá y su hijo Felipe II no querrá detener el auge represivo de la Inquisición, conllevaba un riesgo muy grave. Muestra innegable del poder de la Inquisición es que una de las figuras más eminentes de la iglesia católica española, Bartolomé de Carranza, nombrado en 1558 arzobispo de Toledo y por ende principal prelado eclesiástico de España, pasó los últimos años de su vida en diversas mazmorras de la Inquisición.
Juan de Valdés se refugia en Italia donde incansablemente se mantendrá activo hasta su muerte: (1) escribiendo múltiples textos que pretenden propiciar la renovación de la cultura y la lengua españolas; (2) propugnando una visión reformadora de la fe cristiana y la iglesia; (3) traduciendo secciones de la Biblia, como acotación a la inconclusa versión castellana de las sagradas escrituras; y (4) convocando un coloquio continuo con un buen número de discípulos que preservarán sus ideales renovadores y reformistas. Su Diálogo de Doctrina Cristiana será incluido en el infame “Índice de libros prohibidos de la Inquisición española”, emitido en 1551.
He recalcado el nombre de Juan de Valdés, porque es el que aparece en la entrada de la biblioteca. Pero en el interior hay una placa, donada por la clase graduanda del Seminario Evangélico de 1965, que es más inclusiva y dice así: “Este edificio ha sido erigido a la memoria de Juan de Valdés, Francisco de Enzinas, Constantino Ponce de La Fuente, Juan Pérez de Pineda, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, españoles a quienes Jesucristo tomó por testigos en el siglo XVI.” Algunos de éstos (Pérez de Pineda, Enzinas, Reina, Valera) fueron quemados en efigie en solemnes autos de fe, uno (de La Fuente) su cadáver fue exhumado y carbonizado, y otro (Valdés) se refugió en el extranjero tras su primer mal rato con los inquisidores. Todos ellos, por consiguiente, experimentaron en carne propia lo que es ser perseguido y execrado.
Todos ellos también y por eso se les honra en esta biblioteca, fueron incansables estudiosos y escritores. De eso se trata una biblioteca y una institución académica como el Seminario Evangélico de Puerto Rico. Del respeto a la creatividad intelectual y teológica acumulada por siglos y reflejada en los incontables libros albergados en este edificio y de la determinación de contribuir a esa tradición mediante nuestras propias letras y voces. De leer, ciertamente, pero también y sobre todo de investigar, escribir, enriquecer la creatividad intelectual y teológica nacional.
Fue, por tanto, un gran acierto nombrar la biblioteca del Seminario Evangélico de Puerto Rico Juan de Valdés. Constituyó un homenaje genuino y muy merecido a quienes enfrentaron la ardua y arriesgada tarea de pugnar por la renovación del entendimiento y la reforma de la iglesia en la España del Siglo de Oro.
Interrogantes
Pero, yo no sería quien soy sin suscitar, para concluir esta alocución, al menos dos interrogantes. La primera proviene de mi constante interés en realzar la creatividad teológica nacional. Domingo Marrero Navarro escribió sus textos más brillantes – Los fundamentos de la libertad, Meditaciones de la pasión y El centauro – siendo profesor del Seminario Evangélico. Hoy el edificio que alberga la Facultad de Estudios Generales del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico lleva su nombre. ¿Qué lugar de este bendito recinto le honra? ¿Y la memoria de Ángel Mergal Llera, dónde se preserva en esta institución?
Una segunda cuestión no parece haberse considerado en el 1965, por ser entonces el Seminario Evangélico una institución casi exclusivamente masculina, pero es hoy ineludible. Me parece evidente que Juan de Valdés no logra superar la visión tradicional de la familia, asentada sobre la hegemonía del hombre y la sumisión de la mujer. Al discutir en su Diálogo de doctrina cristiana el mandamiento bíblico “honrarás a tu padre y a tu madre” asevera: “… pertenece a este mandamiento enseñar en qué manera las mujeres deben ser sujetas a sus maridos… lo cual enseña bien el apóstol trayendo en una epístola suya un ejemplo de Sara [I Pedro 3:1-6].” Es una perspectiva patriarcal y androcéntrica, compartida por todos los interlocutores del Diálogo, varones los tres.
Además, la placa de los reformadores españoles del siglo dieciséis antes mencionada no contiene el nombre de ninguna mujer. Ni una sola. Y ciertamente las hubo. Algunas incluso pagaron el precio máximo, la hoguera, entre ellas la monja Francisca de Chaves, quemada como hereje en la plaza de San Francisco, Sevilla, el 22 de diciembre de 1560. Una mujer íntegra, valiente e indómita en sus creencias y principios religiosos y éticos.
Con esas dos interrogantes les dejo. Muchas gracias por tan cordial invitación a recordar y honrar esta biblioteca que durante cincuenta años ha representado tanto en mi vida y en la de muchos de los aquí presentes.
12 de marzo de 2015. Conmemoración del cincuentenario de la Biblioteca Juan de Valdés.
Seminario Evangélico de Puerto Rico
Hato Rey, Puerto Rico.
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