Hoy recién supe de la muerte de Segundo Galilea, admirado sacerdote y pastoralista chileno a quien siempre admiré —seguiré admirando— y de quien leí la mayoría de sus obras; textos claros de testimonio sencillo y de profundo significado espiritual.
El primer título que conocí fue a inicios de los años 80, siendo aún seminarista y estudiando en el programa de Maestría en Teología, en el Seminario Teológico Bautista, de Cali, Colombia. El profesor en aquella ocasión era el doctor Samuel Escobar y el curso era sobre la misionología católica en América Latina. ¡Cómo olvidar ese curso! Escobar nos dio varias opciones de lectura y entre ellas escogí «La responsabilidad misionera de América Latina» (Paulinas, 1981), de Segundo Galilea, para presentar un resumen que hoy, casi treinta años después aún conservo. Con ese texto comprendí nuevas formas de realizar la misión y consideré con la debida seriedad el lugar del llamado tercer mundo como sujeto misionero, a pesar de su pobreza (o gracias a ella). Galilea proponía allí que América Latina asumiera su responsabilidad misionera, aceptara su protagonismo evangelizador y se decidiera a dar desde su pobreza.
Pasaron los años y teniendo a mi cargo un curso de espiritualidad cristiana, un sacerdote anglicano y colega de Visión Mundial, Tom McAlpine, me presentó un libro que después convertí en texto de cabecera. Se trataba de «El camino de la espiritualidad» (San Pablo,2004). La definición de espiritualidad de Galilea la aprendí y hoy en mis cursos la repito de memoria: «Podemos identificar la espiritualidad cristiana como el proceso del seguimiento de Cristo, bajo el impulso del Espíritu y bajo la guía de la Iglesia» (p. 27). Mi definición en mi libro «Hacia una espiritualidad evangélica comprometida» (Ediciones Kairós, 2002) es sencillamente una adaptación de la del chileno: «la espiritualidad cristiana es el proceso continuo por medio del cual seguimos a Jesucristo, alimentándonos de la comunión íntima con el Padre, bajo el impulso del Espíritu Santo y en peregrinaje fraterno con la Iglesia» (p. 10).
Lo quise conocer personalmente y no pude. Sólo logré escucharlo por teléfono en una ocasión cuando lo llamé para invitarlo a un encuentro de líderes cristianos en Bogotá, Colombia. Conseguí el número telefónico de un convento en la Habana, Cuba, donde él estaba por algún tiempo sirviendo como pastor y maestro. Fue muy amable, agradeció la invitación y se disculpó diciendo que su tiempo de viajes y de conferencias había terminado. Me dijo que su salud estaba afectada y que había decidido, junto con sus directores espirituales, concentrar su labor de pastor en pocos lugares. Después de Cuba supe que regresó a Chile, donde murió el pasado 27 de mayo, a sus 83 años de edad.
Adiós a Galilea. Para él nuestra gratitud y respeto. Para nosotros, la tarea de seguir trabajando por sus sueños que son también los de muchos «Si queremos una Iglesia más misionera, más coherente y testimonial, más participativa en la comunión significa que queremos una Iglesia más espiritual, más orante y más contemplativa, es decir, más bella».
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