La fumata blanca acaba de anunciar que los 115 príncipes de la Iglesia católica reunidos en cónclave han elegido en la tercera votación como nuevo papa al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio que ha tomado el emblemático nombre de Francisco, quizá en referencia a Francisco de Asís.
De los cónclaves que he conocido en mi mayoría de edad este ha sido el que ha contado con un seguimiento de mayor carga de ansiedad por católicos y no católicos y en un desmedido estado compulsivo por parte de los medios de comunicación, laicos o confesionales. Ansiedad y compulsividad que responden, sin duda, al deseo de liberarse de siete lustros de Iglesia instalada en el neoconservadurismo y el integrismo de los dos últimos pontificados, y a la necesidad de iniciar un periodo de transición, más aún, de reforma o de cambio radical o, al menos, como pedían algunos cardenales antes de entrar en el Cónclave.
Sería una temeridad hacer una valoración sobre el nuevo Papa, ya que carecemos de información suficiente. Pero sí es podemos plantear algunos interrogantes a los que esperamos vaya respondiendo en los próximos días al presentar su programa.
1. ¿Volveremos a disfrutar de la estación de la primavera en la Iglesia católica, como sucedió con el carismático Juan XXIII y con el Vaticano II, o seguiremos sufriendo los rigores de la larga invernada que se instaló en el Vaticano poco después del concilio?
2. ¿Contribuirá el nuevo Papa a devolver a los creyentes de las diferentes Iglesias cristianas y a los no creyentes de las distintas ideologías la esperanza en “otra Iglesia posible” o seguirá instalado en el anacrónico modelo católico romano y tendremos que abandonar, como a la puerta del infierno, toda esperanza?
3. ¿Seguirá apoyándose solo en los movimientos y teólogos neoconservadores, que le aplauden en las Jornadas Mundiales de la Familia y de la Juventud y glosan elogiosamente sus documentos, en las intrigas de la Curia y en el poder del Instituto de las Obras de la Iglesia, o escuchará a los teólogos de la liberación y del diálogo interreligioso, a los movimientos de mujeres, a las teólogas feministas?
4. ¿Tendrá como referente ético la opción por los excluidos y como prioridad la iglesia de los pobres, como fue la voluntad de Juan XXIII al convocar el Vaticano II, o se instalará en la moral católica interclasista y se apoyará en una jerarquía aliada con el poder del dinero?
5. ¿Seguirá el principio evangélico de que no se puede servir a dos Señores: a Dios y al Dinero o continuará pendiente de los movimientos de la bolsa para sacar rentabilidad de sus riquezas, que no reparte entre los pobres?
6. ¿Caminará por la senda del diálogo intercultural, interreligioso, interétnico, en busca de unos mínimos éticos y del bien común de la humanidad, o seguirá creyendo que “fuera de la Iglesia no hay salvación”?
6. ¿Echará un velo de silencio sobre la corrupción, los abusos sexuales, las operaciones económicas irregulares, la alianza con los poderes financieros, las luchas de poder, las deslealtades, impondrá el secreto sobre los informes que describen detalladamente las patologías del Vaticano, o los hará públicos en un ejercicio de transparencia, del que la Iglesia católica no ha sido precisamente ejemplo?