Los términos latinos con que encabezamos nuestra reflexión forman parte de la conocida Ars Poetica del célebre vate romano Horacio, que vivió en la segunda mitad del siglo I a.C., obra que también se conoce con el título de Epístola a los Pisones, por el nombre de sus primeros destinatarios. Como sin duda sabe cualquiera que haya cursado literatura en el bachillerato —el actual o el de cualquiera de los innumerables planes de estudios que sufre periódicamente nuestro país, según los vaivenes del ministro de turno—, significan “aprovechar y deleitar”, y han servido de lema para quienes han entendido siempre que las obras literarias, como las artes en general, tienen la misión de enseñar o instruir al mismo tiempo que agradar estéticamente a quien se acerca a ellas.
Digámoslo de forma lapidaria: la Biblia es una obra maestra de la literatura universal, un verdadero e indiscutible patrimonio cultural de la humanidad. Entendámonos: es la Palabra de Dios revelada a los hombres, y un testimonio perenne de los hechos divinos, de lo que algunos teólogos llaman la Historia de la Salvación. Así lo profesamos los cristianos. Pero es también, y no hay que olvidarlo, un conjunto literario de altísimo valor estético que bien merece ser estudiado y analizado como tal, y sobre todo, disfrutado.
El pueblo evangélico se ha caracterizado desde la Reforma —y más concretamente en nuestro país, desde la llamada “Segunda Reforma”, a mediados del siglo XIX— por ser un pueblo lector de la Biblia. De hecho, quienes estamos ya en la quinta década de la vida, recordamos sin duda a aquellas entrañables abuelitas que aún quedaban en nuestras congregaciones por los años 80 del siglo pasado como testigos de unas épocas terribles en las que muchas personas aprendían a leer, precisamente con la Biblia, en las capillas protestantes o en reuniones clandestinas en pisos y domicilios particulares de creyentes. Era la Palabra de Dios, en muchos casos, el único libro que habían visto en su niñez y juventud, y con el que alguien les había transmitido, además del Evangelio salvador de Cristo, la única cultura que poseían. De hecho, había quienes nunca aprendían realmente a leer, pero eran capaces de repetir con asombrosa exactitud párrafos y capítulos enteros de las Escrituras en la versión Reina-Valera al uso. Y algo muy importante: sabían apreciar la belleza de la Palabra de Dios, sus expresiones, su poesía.
Mucho nos tememos que esa dimensión puramente estética de la Biblia tiende a perderse en nuestros medios. Tal vez haya desaparecido por completo en ciertos casos, lo cual representa una grave carencia en nuestra lectura y asimilación del Sagrado Texto y su mensaje. El Dios que inspiró a los antiguos poetas, profetas, sabios y hagiógrafos de Israel, así como a los evangelistas y apóstoles del Nuevo Testamento, aparece en las páginas sacras como un consumado artífice. Los relatos de la Creación que hallamos en los dos primeros capítulos del Génesis nos lo muestran como tal, y como un artífice que se deleita en la contemplación de su propia obra, además. Los relatos que llamamos “históricos”, o mejor aún “narrativos”, que jalonan buena parte de los 66 libros bíblicos, están estructurados y redactados como auténticas obras maestras que no tienen nada que envidiar a la narrativa de otras épocas, incluida la nuestra. Los cuadros que aparecen en los libros proféticos y en los escritos del género apocalíptico, con sus imágenes impactantes, sus figuras de elevados tonos pictóricos, sus cadencias, resultan difícilmente superables. Los distintos modelos epistolares que hallamos en el Nuevo Testamento, no solo obedecen a modelos retóricos de su época, sino que evidencian —para quienes los han estudiado y los estudian en profundidad— una clara intención estética. Y desde luego, la poesía bíblica, tan diferente de la nuestra —que no solo se hace patente en el libro de los Salmos—, rezuma colorido y musicalidad, aun traducida a nuestras lenguas occidentales. La Biblia no condena el arte porque ella misma es una pieza artística de alta calidad. Dios no reprueba el arte porque él mismo es el Artista Supremo.
Hemos de reconocerlo con total honestidad: nuestra lectura personal de las Escrituras resultará empobrecida, e incluso distorsionada, si no somos capaces de intuir y degustar su dimensión estética. Es triste que haya creyentes, incluso profesionales de la predicación y la enseñanza bíblica, cuyo único contacto con la Palabra de Dios sea el “devocional diario obligatorio”, muchas veces autoimpuesto como una ¿penosa? ¿ineludible? práctica piadosa que se parece mucho a otras harto criticadas en nuestros medios, y/o las lecturas realizadas en los servicios dominicales. Y alcanza dimensiones verdaderamente trágicas la constatación de que para muchos cristianos la Biblia viene a ser lo más parecido a un catecismo, un manual de teología dogmática o incluso una crónica periodística de épocas lejanas, un libro de historia, de arqueología, y hasta de biología (¡cuando no un simple “martillo de herejes”!), que solo se abre para argumentar, refutar o disputar, y que el resto del tiempo permanece en alguna mesa o estantería porque hay otras cosas más interesantes para entretenerse en los ratos libres.
Algo anda mal.
Muchas discusiones bizantinas se habrían ahorrado la cristiandad y hasta el propio judaísmo de haber comprendido que las Escrituras tienen una patente dimensión estética. Muchos dogmatismos absurdos y hasta despiadados no habrían tenido jamás lugar de haberse entendido cómo los autores sagrados, que eran verdaderos artistas de la palabra escrita, jugaban con sonidos y significados de sus lenguas originales porque buscaban vehicular un mensaje sencillo y simple de confianza en Dios por medio de juegos fónicos fáciles de recordar y asimilar para gentes iletradas, antes que hacer declaraciones teológicas ex cathedra. Mucha especulación sobre el futuro, a veces emborronada con tintes de verdadera intransigencia, no habría nunca empañado la predicación y la instrucción en ciertas denominaciones de haberse leído los textos bíblicos correspondientes, especialmente los apocalípticos, teniendo in mente que sus autores eran auténticos poetas, creyentes inspirados que no solo querían transmitir consolación para el pueblo o la Iglesia atribulados, sino además hacerlo de forma que resultara algo hermoso de oír (y hoy de leer).
De alguna manera, nuestros medios han comprendido bien el primer componente del binomio horaciano, el “prodesse”, pero se ha olvidado el segundo, “delectare”. Conocemos con bastante exactitud nuestra Biblia, la versión que preferimos personalmente, o tal vez la que se emplea mayormente en nuestra congregación, pero no siempre sabemos disfrutar de su lectura, gozarnos en su expresión y sus figuras, paladearla, en definitiva, como una obra de arte.
El Dios que ha creado un mundo hermoso, lleno de seres bellos que, además de cumplir con una función determinada en la gran cadena del ciclo de la vida, aportan colorido y encanto a nuestros ojos; el Dios que ha forjado un universo que solo recientemente hemos comenzado a vislumbrar, donde los innumerables astros siguen unos rumbos prefijados con precisión matemática, pero al mismo tiempo adornan los espacios con su impactante resplandor; ese Dios también ha inspirado a seres humanos de talento excepcional para que la Palabra con mayúscula, su Palabra, nos haya sido transmitida, no solo revelándonos doctrinas y verdades eternas, sino mostrándonos belleza.