Posted On 09/12/2012 By In Opinión With 1578 Views

Profesión de riesgo

Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios… porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso (Hebreos 13, 7a.17b RVR60)

Sí, lo sabemos. No es la nuestra de hoy una reflexión que parezca propia del tiempo de Adviento, cuando afloran por todas las revistas y publicaciones cristianas artículos sobre este especialísimo momento del año. Si la compartimos, pese a ello, con todos los amables lectores, es porque obedece a una preocupación bien fundamentada en sucesos reales que no suelen detenerse por estas fechas. Nos referimos a las defecciones pastorales, al hecho de que personas consagradas a la labor de la proclamación de la Palabra de Dios, otrora ilusionadas y entregadas a su ministerio con plena dedicación y vocación, en un momento dado lo abandonan desalentadas, cuando no realmente amargadas y hasta resentidas contra sus administraciones denominacionales o incluso contra las que habían sido sus membresías respectivas, para dedicarse a otros menesteres, y en algunos casos dejando de congregarse regularmente con otros creyentes. ¿Por qué ocurre esto?

Hace ya unos cuantos años, cuando iniciábamos nuestra andadura en el ministerio de la Palabra, escuchábamos las declaraciones rotundas, tajantes, de quienes tenían a su cargo en aquella denominación concreta la instrucción y el seguimiento de los jóvenes predicadores, y que indicaban con autoridad las dos causas que pretendían explicar, ya en aquel momento, el abandono de las funciones ministeriales por parte de tantos pastores: la infidelidad matrimonial y la “herejía”. Ha llovido bastante desde entonces, y ni en aquella denominación ni en otras que hemos conocido muy de cerca, estas razones tienen peso suficiente como para aclarar las numerosas defecciones de compañeros, algunos incluso muy amigos, a que nos hemos visto confrontados a lo largo de nuestra vida. Más aún, podemos afirmar desde estas líneas que los problemas matrimoniales o las presuntas infidelidades conyugales han supuesto porcentajes ínfimos, casi despreciables en su cantidad numérica, en relación con este asunto; y en lo referente a las “herejías”, pues menos aún (hemos intentado recordar con todo detalle algún caso concreto de compañero “hereje” que por esta razón se viera obligado a dejar sus funciones pastorales y, la verdad sea dicha, no lo hemos logrado). No pretendemos, ni mucho menos, desmentir de forma radical aquellos asertos pronunciados hace casi tres décadas —que también hemos escuchado posteriormente en boca de dirigentes de otras denominaciones y siempre con la misma convicción—, sino constatar que tal no ha sido el caso de la mayoría de situaciones, a veces trágicas, de abandono del sagrado ministerio con las que nos hemos topado.

Al hablar de las defecciones ministeriales, ya de entrada, uno de los términos que hemos de evitar por encima de todo es el de “culpa”. Nunca hace bien a nadie que se pretenda justificar el cese de un pastorado realmente vocacional lanzando culpas sobre unos u otros. La actitud de responsabilizar a los demás por una decisión propia, por otro lado tan humana, realmente no ayuda a enfocar la cuestión de forma correcta, ni mucho menos a encontrar la solución más adecuada. Y no nos referimos, ni a los problemas económicos de algunas congregaciones y denominaciones enteras, que obligan desafortunadamente a sus pastores a cesar su trabajo como tales y a buscar otros lugares en que desempeñar su vocación o, simplemente, a cambiar de actividad, ni a quienes acceden al ministerio por otro tipo de razones muy personales y muy particulares, no siempre como resultado de un llamado divino, y que realizan por tanto una tarea para la que no manifiestan aptitud real, algo que por desgracia se da con frecuencia y no en pequeño número en prácticamente todas las denominaciones. La cuestión es que no hemos de entretenernos buscando culpables. Busquemos más bien remedio.

En segundo lugar, cada ministro de la Palabra debe calibrar muy bien sus propias fuerzas, sus proyectos, sus ilusiones en relación con sus congregaciones respectivas, y ¿por qué no? sus fracasos en el desempeño de su labor. El pastor protestante o evangélico, llamado a proclamar cada domingo la Palabra de Dios desde el púlpito y a instruir y servir a su grey durante toda la semana de múltiples maneras, ha de realizar de continuo una profunda autointrospección en tanto que ministro del Señor, pero también en tanto que creyente y ser humano, sin olvidar que es falible y que su enseñanza o su proclamación, sin olvidar sus formas de actuar en diversas circunstancias, nunca estarán exentas de cuestionamientos.

Y por otro lado, entendemos, las propias congregaciones, capillas, asambleas o parroquias, según sea la nomenclatura que emplee cada denominación, han de manifestar hacia sus ministros de culto el respeto debido en su justa medida, en una tensión no fácil de mantener entre dos tendencias también muy humanas: la veneración absoluta y ciega hacia el supuesto líder espiritual —término este por el que sentimos personalmente una antipatía visceral—, tan propia de las sectas peligrosas, y el menosprecio abierto de quienes llevan al extremo la idea de que “en la Iglesia nadie es más que nadie”, y que disimula mal el deseo desmedido de “hacer de pastor” de muchos que carecen de la formación adecuada y las aptitudes para ello.

Al igual que cualquier figura pública, el pastor es alguien expuesto a la crítica y a los juicios desfavorables en un porcentaje no inferior a las manifestaciones de admiración o de adhesión, para lo cual ha de ser una persona esencialmente fuerte. Y no se trata de una cuestión de sexo: tanto varones como mujeres que desempeñen el ministerio sagrado han de hacer gala de un carácter adecuado, que se va adquiriendo con los años. El pastor “se curte” en su trabajo con los miembros de su iglesia como cualquier otra persona en su tarea concreta.

Y otro tanto se puede decir de las distintas congregaciones. También ellas están expuestas a sentimientos de cariño o de rechazo por parte de su pastor. También ellas han de manifestar fortaleza, y han de “curtirse” con cada ministro del Señor que las sirve, aprendiendo de uno y de otro quizá cosas que no siempre habían percibido o que no siempre “se habían hecho así”, todo ello dentro del marco aceptable de la instrucción y la liturgia cristianas, naturalmente. Un ministro del Señor desanimado o desalentado, que se sienta no querido, poco valorado o incomprendido, representa un problema grave para cualquier congregación cristiana. Y lo mismo se puede decir en el caso contrario.

Animamos a todos los compañeros en el sagrado ministerio que se cuestionan hoy el cese de sus actividades pastorales por desaliento, a un replanteamiento de su posición, que tal vez implique un cambio de congregación o incluso de denominación, pero que no tendría por qué suponer una ruptura total, realmente desgarradora y definitiva con una vocación sagrada recibida de lo Alto.

Asimismo, exhortamos desde aquí a las distintas congregaciones que observen cierto decaimiento anímico en los siervos auténticos de Dios que las pastorean, a una clara manifestación de apoyo moral para con ellos en aras de un mejor servicio a la Iglesia en el Nombre de nuestro Señor.

Juan María Tellería

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