Hay palabras que cuando las escuchas quedan flotando en el aire como el eco de las voces lanzadas en algunos escarpados lugares de la montaña. Una de esas palabras es axioma; se trata de un vocablo contundente, definitivo, que no deja resquicio a la especulación, ni a la duda, ni a la manipulación. Si proponemos un axioma, significa que estamos refiriéndonos a algo tan evidente en sí mismo, tan consistente e indiscutible, que su aceptación no está sujeta a ningún tipo de demostración o argumentación, sea científica, filosófica o teológica. Lo que decimos, lo que afirmamos o lo que creemos, no requiere ningún tipo de demostración previa, no se deduce de otras propuestas o creencias, sino que constituye una regla de pensamiento lógico incuestionable en sí mismo; algo que no requiere demostración.
Otra palabra redonda, sonora, contundente, es utopía. Describe un concepto que se encuentra en las antípodas de axioma. Mientras ésta nos conduce a la idea de lo palpable, lo evidente, utopía es un término que nos introduce en el concepto de lo ideal, por lo regular extremadamente alejado de lo real; una forma a veces despectiva de referirse a las teorías, proyectos o programas que se consideran irrealizables.
Las religiones, todas, se apoyan en axiomas. Es cierto que Tomás de Aquino y otra miríada de teólogos sistemáticos como él, se empeñaron y se empeñan aún en nuestros días en demostrar lo indemostrable tratando de explicar con argumentos científicos o filosóficos la existencia de Dios y otras “verdades” que conforman el cuerpo doctrinal de las religiones. Y no es menos cierto que muchas de esas creencias son de todo punto indemostrables, por mucho que desde la filosofía o la teología se pretenda establecer reglas pseudohermenéuticas que se arrogan el derecho de interpretación y/o intermediación. Se mueven en el terreno de la fe y la fe es algo intangible e indemostrable fuera de la experiencia o percepción personal. El tema de fondo es saber dónde colocar las lindes de separación entre el lugar que debe ocupar el axioma y el discutible papel de la especulación.
Veamos. Centrándonos tan solo en el cristianismo, al margen de la valoración que pudiéramos hacer de otras religiones, es obvio que la fe cristiana se sustenta, por una parte, en algunos axiomas que son aceptados de forma acrítica y, por otra, en un cuerpo doctrinal que varía en función de los diferentes énfasis denominacionales. Doctrinas como la Trinidad, el Bautismo, la Eucaristía o Santa Cena, la función del Espíritu Santo y los dones espirituales, la Predestinación y la eficacia o universalidad de la salvación, el Milenio, el Infierno y/o Purgatorio, el sentido y alcance de la Revelación y el lugar que ocupan en ella la Tradición y el Magisterio, el papel que juega el sacerdocio profesional frente al sacerdocio universal de los creyentes, y una ristra de doctrinas o énfasis de segundo nivel que defienden y proclaman unas confesiones frente a otras, son una muestra de la disparidad de criterio a la hora de interpretar las Escrituras y, con ellas, el rol de la Tradición dentro de la Iglesia cristiana.
Si nos centramos en los axiomas, podríamos señalar al menos dos que son aceptados de forma universal por los cristianos, sin acudir a demostraciones espurias como aquellas a las que recurriera Tomás de Aquino: 1) Dios como creador del Universo y 2) Jesucristo como Hijo de Dios. Quienes aceptan y asumen ambas definiciones teológicas no necesitan recurrir a demostraciones ni especulaciones de ningún tipo. Tampoco existe ninguna prueba indubitable que sea capaz de demostrarlo. Se creen o no se creen; se aceptan o se rechazan.
A partir de ahí vienen las discrepancias. Alguien reclamará que incluyamos la Biblia como referente axiomático en su calidad de Palabra de Dios, pero debemos recordar que no todos los creyentes reconocen la totalidad de las Sagradas Escrituras como Palabra literal de Dios, ni todas las corrientes teológicas confieren al término Palabra de Dios el mismo significado, ni siquiera existe acuerdo en el catálogo de libros sagrados reconocidos; mientras las posturas más conservadoras ponen todo su empeño en defender la inerrancia de la Biblia en su estructura y contenido actual, quienes se identifican con posturas más liberales ponen su énfasis en afirmar que en la Biblia hay Palabra de Dios, nunca palabras dictadas por Dios, por lo que es preciso distinguir en ella los mitos, las leyendas, las parábolas, metáforas y otro tipo de giros narrativos que encerrando alguna enseñanza o reflejando algún hecho histórico, no necesariamente se les confiere el titulo de Palabra de Dios.
Y ahora vayamos a la utopía. La gran utopía de quienes malinterpretan el sentido del término ecumenismo y, en su nombre, hacen del texto de Juan 17: 21 (“que sean uno como tú yo somos uno”) un proyecto ideal de unión estructural, es decir, formar una sola Iglesia, o bien realizan una lectura descontextualizada del pasaje, o bien no conocen la historia del cristianismo, o bien actúan desde planteamientos sectarios. En primer lugar, ecumenismo no es sinónimo de identidad, ni unidad es lo mismo que uniformidad. Desde época muy temprana se pusieron de manifiesto las diferencias doctrinales que enfrentaban a los cinco patriarcados, hasta el punto de que tuvo que ser el Emperador el que les obligara a reunirse en concilios para dirimir sus diferencias, objetivo que no siempre fue logrado, ya que cada patriarcado mantuvo sus propias y peculiares características que defendieron, a veces, con violencia (véase a este respecto el magistral estudio de Javier Gonzaga [José Grau] en Concilios, dos tomos, International Publications, Gran Rapids, Michigan, USA: 1965). La afirmación es contundente: jamás existió Una Iglesia Unificada.
Por otra parte, y en segundo lugar, si bien es cierto que el mandato de Jesús a sus discípulos fue ir por todo el mundo anunciando el Evangelio (cfr. Mateo 28:16-20), imprimiendo con ello un sello universal (católico) a la Iglesia, eso no significa que de ese mandato deba inferirse una organización unitaria y mucho menos uniformada. Fue la Iglesia de Roma la que se arrogó mediante estratagemas, engaños y luchas intestinas el título de Cabeza única y suprema de una hipotética Iglesia unida que, repetimos, jamás existió, ya que las iglesias ortodoxas siempre funcionaron al margen de la pretendida jerarquía romana y, posteriormente, la propia Iglesia occidental se fraccionaría a raíz de la Reforma protestante del siglo XVI.
Por consiguiente concluimos que la pretendida meta de algunos de que la Iglesia cristiana sea una en el sentido estructural (bajo la dirección del obispo de Roma según los postulados católicos) es una utopía ni realizable ni deseable. La Iglesia cristiana forma un poliedro eclesial y espiritual de amplio espectro, lo cual aporta una enorme riqueza cultural y le permite convertirse en un medio de aproximación a la especie humana mucho más efectiva. Otra cosa es aspirar y desear mantener una unidad espiritual, fraternal, incluso teológica en los aspectos fundamentales, a partir del reconocimiento y respeto mutuo. Este tipo de unión no es únicamente una opción, sino un mandato de Jesucristo: “que sean uno”.