Bienaventurado el que piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová (Sal. 41, 1 RVR60)
De un tiempo a esta parte la figura del joven profesor de ciencias políticas Pablo Iglesias (“el de la melena” o “el de la coleta”, según versiones), hay que reconocerlo, viene arrasando en los medios de comunicación, ya sea de manera directa o indirecta, por activa o por pasiva. De ser una aparente voz entre otras que protestaba con vehemencia contra las corruptelas y las injusticias endémicas de nuestro país protagonizadas por eso que él define como “la casta”, ha pasado a convertirse en eurodiputado modélico, paradigma de honradez intelectual y personal. Y, según apuntan algunos, podría muy bien llegar a convertirse en presidente del gobierno español algún día no muy lejano.
Por otro lado, quienes en principio lo despreciaban como joven izquierdista e idealista un tanto pasado de moda en este nuestro mundo actual —no han faltado quienes en su momento lo tildaran desdeñosamente de “portavoz de los perroflautas”—, ahora parecieran temerlo como si vieran en él un adversario terrible a quien forzosamente hubieran de derribar como fuere, incluso por medio de la calumnia, esa arma, dicen, tan española, tan representativa del genio nacional ibérico. Así, ya no es un joven profesor universitario con ideales marxistas anticuados; ahora es un peligro evidente por sus (supuestas) conexiones con tres grandes “cocos”: la Venezuela bolivariana, el islámico e integrista Irán y la nunca suficientemente odiada y aborrecida E.T.A., pesadilla esta última de todos los gobiernos españoles desde la época franquista. Pablo Iglesias viene de esta guisa a quintaesenciar toda la maldad cósmica que tanto temen los políticos españoles de los grandes partidos y las clases altas. “La casta” una vez más.
Que quede bien claro desde el primer momento: no entramos aquí a valorar la ideología política de Pablo Iglesias. Así no habrá malentendido alguno. Damos por supuesto que en ella habrá cosas positivas y cosas negativas, puntos claros y puntos oscuros. ¿No es así con todas las formaciones políticas humanas? La suya no resultará excepcional en este sentido. Y por supuesto, nos libraremos muy mucho de caer en la trampa de emitir juicios contra su persona. Ni lo conocemos de forma directa, ni nos ha perjudicado (ni beneficiado) en nada, al menos por el momento. No ha menester adentrarse, por lo tanto, en un terreno que no nos compete.
Lo que nos llama poderosamente la atención es que, tanto el mediático Pablo Iglesias como otras figuras que no resultan igual de conocidas para el gran público, han levantado su voz (y damos por sentado que con total sinceridad) a favor de los más débiles, los más desfavorecidos, los peor tratados por un sistema social y político definible por su creciente e insultante injusticia, y lo han hecho por puro compromiso ideológico humanista. Por solidaridad con los desclasados. Por una clara noción de lo que es justo y lo que no lo es. Y aquí es donde, en tanto que creyentes cristianos, empezamos a sentirnos, por qué no reconocerlo, un poco incómodos. Cuando abrimos la Biblia, ¿no está acaso la antigua Ley de Moisés (el Pentateuco) llena de estipulaciones divinas a favor de los más débiles? ¿No clamaron por ventura los profetas de Israel contra la injusticia social de su época señalando sin temor alguno a los culpables y amenazándoles con el juicio de Dios? ¿No es la entrega y el servicio por amor a los más insignificantes una de las facetas de la justicia que reclamó Jesús cuando predicó la llegada del Reino entre los desclasados de su sociedad? Ante estos testimonios escriturísticos, daría la impresión de que algo no va bien en la Iglesia de nuestros días.
Jesús lo dijo de forma bien patente: A los pobres siempre los tendréis con vosotros (Jn. 12, 8). Es decir, la Iglesia siempre tendría un ministerio que ejercer para con aquéllos a quienes la sociedad hubiese dejado de lado, pues la pobreza tiene muchas caras. Lo triste es que, a lo largo de sus veinte siglos de historia, parece haberse distraído un tanto con otras cuestiones.
No se nos malentienda. No podemos caer en demagogias sin sentido. No hemos de cometer el error de quienes han identificado sin más el mensaje redentor de Cristo con posturas de tipo político revolucionario, ya sean de corte comunista o anarquista, y han dibujado un cuadro idílico según el cual la Iglesia primitiva habría sido un ejemplo de sociedad sin clases que se habría ido corrompiendo a medida en que, con el decurso del tiempo, se introducía el concepto de propiedad privada y comenzaban a despuntar cargos y prebendas clericales. Mitos ni uno, por favor. Ni la Iglesia primitiva desconoció las diferencias de clase (económicas o intelectuales), a decir verdad, ni la Iglesia posterior se corrompió tanto que se distanciara por completo y para siempre de los ideales de entrega al prójimo proclamados por el evangelio. El ejercicio de la caridad para con los indigentes, los enfermos o los necesitados en general, siempre ha hallado cabida en cristianos genuinos y comprometidos, clérigos o laicos, orientales u occidentales, católicos o protestantes. La voluntad de servicio y elevación del prójimo ha estado presente en la fundación y el patronazgo eclesiástico de instituciones académicas y sanitarias para los desfavorecidos. Pero siempre se podrá añadir, y con justa razón, que demasiadas veces las jerarquías eclesiásticas se han alineado con los poderosos frente a los humildes, y que, se quiera reconocer o no, han contribuido en no poca medida a la explotación de quienes más hubieran necesitado de su consuelo cristiano. Craso error que hoy pagamos caro todos los cristianos.
Jesús lo había advertido: los cuidados de este mundo ciegan el entendimiento incluso de los profesos hijos de Dios. No toda la semilla cae siempre en buena tierra. En ocasiones hay zarzas, pedregales, obstáculos de todo tipo, cizaña que crece junto al trigo…
Gracias a Dios que de vez en cuando saltan a la palestra pública Pablos Iglesias, o como bien se llamen, para recordar al sistema inhumano e injusto en que vivimos que no se puede pisotear impunemente la dignidad humana; que no debe existir tolerancia alguna para quienes con sus políticas corruptas y corruptoras esquilman descaradamente a las sociedades y privan a los más débiles de aquello que más precisan. Y decimos “gracias a Dios” independientemente de que ganen o no las elecciones, o de que cumplan o no sus promesas electorales tan pronto como se instalen en el poder y se conviertan, lo quieran o no, en “casta” a su vez. Gracias a Dios porque figuras destacadas, como hoy este joven profesor de ciencias políticas madrileño, pueden ayudar a sacudir nuestras conciencias en tanto que creyentes y hacernos contemplar la realidad que nos rodea y nuestra realidad como pueblo profético de Dios que ha de alzar su voz sin paliativos en defensa de los débiles, no teniendo necesidad para ello de estar adscritos a programa político alguno. El mensaje de Cristo es más que suficiente para que adquiramos conciencia de nuestro llamado en relación con estos menesteres y para que ocupemos el lugar que nos corresponde como heraldos de Dios que exigen justicia en su nombre. Dios exige justicia, no nos quepa la más mínima duda. Si no lo hemos proclamado en su momento ante quienes debían haberlo escuchado, es nuestra responsabilidad, pero aún no es tarde.
Pablo Iglesias y su equipo, sin duda con gran conocimiento del medio en que se mueven, han titulado su movimiento-partido con el altisonante nombre de Podemos. Expresa, dicen, voluntad de cambio y posibilidad de victoria. Son optimistas. La Iglesia de Cristo, en el desempeño de su misión profética alzando la voz a favor de los más pobres y llamando a la injusticia por su nombre, la cometa quien la cometa, no sólo ha de ser Podemos (con la ayuda de Dios), sino también Debemos (porque el Señor así lo quiere y lo demanda). Y con mayor optimismo, si cabe.
Este mundo en que vivimos lo necesita de forma imperiosa.