Habiendo tratado en artículos anteriores los puntos de vista sobre el infierno de teólogos evangélicos, anglicanos, luteranos y católicos, en esta ocasión me gustaría detenerme en un presbiteriano reformado de la talla de T. F. Torrance, profesor de teología en New College de la Universidad de Edimburgo y Moderador de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia.
Thomas Forsyth Torrance (1913–2007), nació en Chengdu (China), en el seno de una familia misionera escocesa al servicio de la China Inland Mission. Sus padres comenzaron su formación teológica a una edad temprana y él les recuerda con cariño como sus «primeros y mejores maestros en teología». De adulto asistió a las universidades de Edimburgo, Basilea y Oxford, donde estudió con teólogos como H. R. Mackintosh, Daniel Lamont y Karl Barth. La influencia de Mackintosh llevó a Torrance a ver la teología como una forma de participar en la Gran Comisión y, por tanto, en el trabajo misionero, al servir a la iglesia.Torrance fue reconocido como uno de los teólogos de habla inglesa más importantes y más prolíficos del siglo XX. En 1978, recibió el Premio de la Fundación Templeton al Progreso en la Religión. Ministro ordenado en la Iglesia de Escocia, jugó un papel decisivo en el desarrollo del acuerdo histórico entre la Alianza Mundial de Iglesias Reformadas y las iglesias de la Iglesia Ortodoxa Oriental sobre la doctrina de la Trinidad, quienes publicaron una declaración conjunta de acuerdo el 13 de marzo de 1991[1].
Torrance destacó especialmente por su contribución innovadora al estudio de la relación entre la teología cristiana y las ciencias naturales[2].
«La teología cristiana surge del conocimiento real de Dios dado en y con acontecimientos concretos en el espacio y el tiempo […] Se ocupa del hecho de la autorrevelación de Dios y, por supuesto, esto significa fundamentalmente la autorrevelación de Dios en Jesús. Cristo es la encarnación concreta del conocimiento de Dios dentro de nuestra humanidad»[3].
Para Torrance, tanto las ciencias teológicas como las naturales operan dentro del contexto del mismo orden contingente creado. Las ciencias naturales se enfrentan a la tentación de tratar el universo como un sistema necesario autosostenible y autoexplicativo, aislándose así inadvertidamente de la creencia básica de la contingencia que sustenta la ciencia empírica genuina. En este sentido, las ciencias naturales necesitan que la teología las ayude a mantenerse abiertas hacia el tipo de universo libre y abierto que es su objeto propio. Una teología propiamente evangélica se compromete a comprender la autorrevelación de Dios en el espacio y en el tiempo sobre una base objetiva, inteligible y unitaria.
«Dado el estatus inusual de Torrance como teólogo creativo y positivo que entabló un diálogo con teólogos y científicos por igual, especialmente al articular conexiones profundas entre los Padres antiguos y los físicos modernos, merece una lectura seria por parte de cristianos reflexivos de todo el espectro ecuménico»[4].
Últimamente, algunos estudiosos de su teología han destacado la importancia de la obra de Torrance para misionar y evangelizar la cultura, ayudando a comprender las dimensiones teológicas de la misión de la iglesia en el mundo y la obra de Dios en esa misión[5].
Elección universal
Siguiendo a Karl Barth, rechaza la doctrina calvinista de la redención limitada y de la doble predestinación, mediante la que Dios decide quién se salva y quién se pierde. Para Torrance, en la encarnación, la cruz y la resurrección, todos los pecadores han sido elegidos libremente para disfrutar de las bendiciones escatológicas del amor y la misericordia de Dios. El Padre de Jesús pretende la redención de todos, sin excepción. El acto salvífico de Dios en el hombre Jesús es idéntico a su ser eterno. Por la Encarnación Dios se ha unido a la humanidad; cada persona subsiste en la Palabra divina. Este es el punto dogmático de la confesión nicena de la unión consustancial del Padre y del Hijo encarnado. El divino Creador no puede negar su abrazo a los seres humanos en Jesucristo más de lo que puede negarse a sí mismo. El Hijo eterno murió por los todos los pecadores.
«Elección significa nada más y nada menos que la acción completa del amor eterno de Dios, que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). Es la decisión eterna de Dios que no estará sin que entremos en el tiempo como gracia, escogiéndonos y apropiándonos para Él, y que no nos dejará ir. La elección es el amor de Dios manifestado e insertado en la historia en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, de modo que en el sentido más estricto Jesucristo es la elección de Dios. Él es el acto único e indivisible del amor divino. Por lo tanto, no hay ningún decreto de predestinación que preceda este acto de gracia o que vaya a espaldas de Jesucristo, porque eso sería dividir el acto de Dios en dos y dividir a Cristo de Dios. Jesucristo es totalmente idéntico a la acción de Dios, lo que fue, lo que es y lo que será, el mismo ayer, hoy y por los siglos. »El gran hecho del Evangelio es entonces este: que Dios realmente nos ha elegido en Jesucristo a pesar de nuestro pecado, y que en la muerte de Cristo esa elección se ha convertido en un hecho consumado. Significa también que Dios ha elegido a todos los hombres, en la medida en que Cristo murió por todos los hombres, y porque es de una vez por todas nadie podrá jamás eludir la elección de su amor. Por cuanto nadie existe sino por el Verbo de Dios por quien todas las cosas fueron hechas y en quien todas las cosas consisten, y por cuanto éste es el Verbo que ha realizado de una vez por todas la elección eterna de la gracia para abrazar a todos los hombres, la existencia de cada hombre, lo quiera o no, está indisolublemente ligada a esa elección: a la cruz de Jesucristo. El ser de cada hombre está ligado para siempre al acto único e indivisible del amor de Dios en Jesucristo. ¿Cómo podría ser de otra manera? La vida, muerte y resurrección de Jesucristo son la realidad final de nuestro mundo de la que depende todo lo demás. En Él están resumidas todas las cosas, las visibles y las invisibles, ya sean las que están en la tierra o las que están en el cielo [cf. Col 1:16]. El universo entero gira alrededor del Amor de Dios en Jesucristo y todo su movimiento depende enteramente de Él. El sorprendente mensaje del Evangelio es que Cristo escogió a todos los hombres, murió por todos los hombres. Al morir por todos, tomó sobre sí mismo el juicio de todos los hombres; así, en que Él murió, todos murieron. La cruz es, pues, a la vez la representación del Amor de Dios y el juicio de todo lo que contradice el amor de Dios»[6].
No se puede negar el carácter sublime y extraordinario de la exposición de Torrance del amor electivo de Dios en relación a la cruz y la resurrección de Jesucristo aquí expresada, la cual, como ha dicho Aidan Kimel, es verdaderamente «estimulante y un gozo de predicar»[7]. Si a la elección universal, sumamos la doctrina correspondiente de la redención universal, que le aleja totalmente del calvinismo ortodoxo, nos lleva a hacernos varias preguntas sobre cuestiones esenciales de la doctrina cristiana. Pero vayamos antes a una cita literal de Torrance donde reafirma lo ya defendido teológicamente:
«Debemos afirmar resueltamente que Cristo murió por toda la humanidad; ese es un hecho que no se puede deshacer. Todos los hombres y mujeres estuvieron representados por Cristo en la vida y en la muerte, en su defensa y sustitución en su lugar. Esa es una obra terminada y no una mera posibilidad. Es una realidad consumada, porque en Cristo, en la encarnación y en su muerte en la cruz, Dios se ha derramado de una vez por todas en amor por toda la humanidad y, por tanto, ha asumido sobre sí mismo la causa de toda la humanidad. Y ese amor se ha manifestado de una vez por todas en la obra sustitutiva en la cruz, y se ha convertido en un hecho: nada puede deshacerlo»[8].
Si es un hecho que toda la humanidad fue asumida por Cristo y que toda ella estuvo representada por Cristo en la cruz y en la resurrección, y como tal es una obra terminada y no una mera posibilidad, la consecuencia lógica que deberíamos sacar de esta afirmación, totalmente ortodoxa, es que toda la humanidad, sin exclusión, será salva, porque ya fue salva por Cristo como un hecho consumado. Pero esta es una deducción que Torrance se niega en rotundo a admitir.
«Objetivamente debemos pensar en la expiación como [una] realidad suficiente y eficaz para todo ser humano; es una realidad tan suficiente y eficaz que es la roca de la ofensa, la roca del juicio sobre la cual el pecador que rechaza el amor divino se hace añicos y es condenado eternamente»[9].
Torrance admite que la redención es una obra extra nos, no condicionada ni por nuestros méritos ni por nuestra fe. La fe no nos salva, sino que nos lleva a apropiarnos personalmente de la salvación ya efectuada por Jesús. Lo que nos salva es la obra de amor de Dios en Cristo, y si resulta que toda la humanidad estaba en Cristo en el momento supremo de la cruz, entonces, por pura lógica, se deduce que toda ella participa de la redención y de la salvación final. El que tiene fe no se gana con ello la salvación, simplemente, y grandiosamente, mediante la fe entra en la órbita de la gracia y experimenta personalmente aquí y ahora la salvación de Cristo, mientras que el resto vive como un condenado que ignora, o se niega a aceptar, que sus cadenas han sido rotas.
«Dios te ama tan total y completamente que se ha entregado a sí mismo por ti en Jesucristo, su Hijo amado, y por lo tanto ha prometido su mismo ser como Dios para tu salvación. En Jesucristo, Dios ha actualizado su amor incondicional por ti en tu naturaleza humana de tal manera que no puede volver a él sin deshacer la Encarnación y la Cruz y, por tanto, negarse a sí mismo. Jesucristo murió por ti precisamente porque eres pecador y completamente indigno de él, y por eso ya te ha hecho suyo antes y aparte de que alguna vez creas en él. Él te ha unido a sí mismo por su amor de una manera que nunca te dejará ir, porque incluso si lo rechazas y te condenas en el infierno, su amor nunca cesará. Por tanto, arrepiéntete y cree en Jesucristo como tu Señor y Salvador»[10].
Aquí está el punto que lleva a Torrance a creer, sin contradicción, que la redención ya lograda por Cristo en la cruz por toda la humanidad, automáticamente no lleva a la salvación a nadie, sino solo a aquellos que creen en Él. En esto se mueve en la línea tradicional que todo el mundo evangélico comparte. La salvación está condicionada a la aceptación libre y personal de la misma mediante la fe. Es la libertad humana la que, en un sentido muy arminiano, realiza o malogra la salvación conseguida por Cristo. Pero hay algo aquí que desentona con la manera de argumentar y presentar el hecho de la redención consumada en el Calvario.
Libre voluntad de condenación
Según Torrance, la unión dinámica y reconciliadora de Dios y la humanidad en Jesucristo efectúa una transformación ontológica que resuena en todo el cosmos, reconciliando todas las cosas con Dios en Cristo y colocando a la humanidad sobre una nueva base con Dios. En Jesucristo, sostiene Torrance, toda la humanidad es elegida para la salvación.
«El gran hecho del Evangelio es entonces este: que Dios realmente nos ha elegido en Jesucristo a pesar de nuestro pecado, y que en la muerte de Cristo esa elección se ha convertido en un hecho consumado. Significa también que Dios ha elegido a todos los hombres, en la medida en que Cristo murió por todos los hombres, y porque esto es de una vez por todas, nadie podrá jamás eludir la elección de su amor. En la medida en que nadie existe sino por la Palabra de Dios por quien todas las cosas fueron hechas y en quien todas las cosas consisten, y en la medida en que ésta es la Palabra que ha realizado de una vez por todas la elección eterna de la gracia para abrazar a todos los hombres, la existencia de cada hombre, lo quiera o no, está indisolublemente ligada a esa elección: a la Cruz de Jesucristo»[11].
Hasta aquí muy correcto y muy interesante teológica y misionalmente, pero cuando Torrance mismo afirma que la fe personal no es una condición para la salvación, pues hacer que la salvación dependa de una «decisión personal» de fe es quitar la responsabilidad de la salvación de los hombros de Jesús y volverla a poner sobre nosotros mismos[12], nos topamos con una contradicción cuando reflexionamos en el misterio de la condenación, planteada desde los mismos principios expuestos por Torrance en su teología de la redención. Él considera que si bien toda la humanidad está objetivamente incluida en la unión con Cristo a través de la encarnación, no todos participan de ella hasta que la unión objetiva se actualiza subjetivamente en el creyente por el ministerio del Espíritu. Para Torrance, la realización subjetiva de la unión en Cristo por el Espíritu no es automática, porque, como Judas Iscariote, uno puede inexplicablemente rechazar el amor de Dios y elegir el infierno[13]. De esto trata el tratado de la libre voluntad.
El problema es saber hasta dónde puede llegar la capacidad de la libre voluntad humana de frustrar el plan divino de salvación universal. Argumentar que Dios respeta la libre voluntad no es suficiente, ni corresponde a la acción divina tal como la vemos en la Escritura. ¿Acaso no fue Saulo vencido por el Cristo resucitado en el camino a Damasco cuando él aún respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor (Hch 9:1)». ¿Qué fue más fuerte, y decisivo, la voluntad de Pablo de erradicar la secta nazarena, o la voluntad de Dios de hacer de él un discípulo destacado?
Torrance argumenta que no se puede obviar la libertad histórica del ser humano. La naturaleza incondicional de la salvación por gracia se basa en el hecho de que Cristo se entregó libremente en sacrificio expiatorio por todas las personas sin excepción, esto es lo que nuestro Señor nos envió a predicar. Pero ¿qué pasa con aquellos que se alejan del Evangelio y su llamado a arrepentirse y creer?, se pregunta Torrance. Su rechazo, responde, no anula la naturaleza incondicional de la gracia de Cristo, ni por tanto la naturaleza incondicional del juicio divino que implica.
«El juicio de Dios sobre los pecadores permanece cuando desprecian su gracia. Mientras que la predicación del Evangelio, en la vívida expresión de San Pablo, es para algunas personas un olor vital que da vida, para otros es un humo mortal que mata (2 Co 2:16). Es decir, si la gente está condenada, está condenada por el Evangelio. Por qué cualquiera a quien se le ofrece gratuitamente la gracia y el amor incondicionales de Dios en el Señor Jesús debería alejarse de él, es algo bastante inexplicable y desconcertante para aquellos que están “en el camino de la salvación”, pero es un hecho terrible que la enseñanza del Nuevo Testamento no permite que los predicadores del Evangelio ignoren u olviden su enseñanza sobre la condenación. Es en el juicio final que el lado oscuro de la Cruz, el juicio incondicional de Dios sobre todo pecado y maldad, será revelado, porque las personas serán juzgadas por lo que ocurrió una vez para siempre en la obra consumada de Cristo en la Cruz, cuando fue crucificado como Cordero de Dios para llevar y quitar los pecados del mundo. ¿No es eso a lo que el Nuevo Testamento llama “la ira del Cordero”? Jesús dijo: “El que crea y sea bautizado, será salvo, pero el que no crea, será condenado” (Marcos 16:16)»[14].
Luego, según el Nuevo Testamento, la condenación eterna es una posibilidad a tener siempre en cuenta. Si los predicadores quieren ser fieles al testimonio bíblico, según Torrance y la gran tradición, deben advertir a sus congregaciones del terrible peligro de rechazar el don del perdón otorgado en Jesucristo. La amenaza bíblica del infierno debe ser afirmada y predicada, advierte Torrance, y no anulada por una supuesta necesidad de la naturaleza divina de perdón universal. Dios no está constreñido por ninguna ley ni necesidad de salvar a todo el mundo. El teólogo debe respetar la soberanía divina y mantener la reserva escatológica.
«Si el universalismo debe surgir de una necesidad de la naturaleza divina, entonces todos los caminos deben conducir al mismo objetivo. No importa con qué frecuencia uno insista en que el infierno es una opción eternamente viva, que el universalismo deja intacta la desesperada urgencia del Evangelio, eso no altera el hecho de que un “deber” universalista es necesariamente una negación constante de que la cuestión está abierta. En última instancia, la voluntad de Dios es insoportable: el pecador debe ceder»[15].
En esto, Torrance sigue de cerca la teología de Karl Barth, quien considera que no se puede negar la libertad de Dios ni imponerle la necesidad de la salvación total conociendo como conocemos el rechazo visceral de muchos a quien se predica el evangelio. En respuesta a esta manera de argumentar, hay que aclarar que nadie habla de imponer ningún tipo de necesidad a la voluntad divina de salvación, sin que esa voluntad de salvación es más fuerte que la voluntad de condenación del ser humano. Si atendemos a los datos del Nuevo Testamento, la voluntad de Dios es «reconciliar todas las cosas consigo mismo. . . ya sea lo que está en la tierra o lo que está en los cielos» (Col. 1:20). Por lo tanto, Cristo es la propiciación, no sólo por nuestros pecados, «sino también por el mundo entero» (1 Jn 2.2), porque Dios envió a su Hijo «para que el mundo sea salvo por él» (Jn 3.17). «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti 2:4). Este querer de Dios al parecer se ve frustrado por el rechazo general de la criatura. Dios, al parecer, está obligado a respetar la libertad de rechazo del pecador, aunque esa libertad vaya contra la voluntad divina y contra el bien presente y futuro del interesado. El tema del libre albedrío ha sido objeto de mucha controversia a lo largo de los siglos, de la cual podemos destacar que es del todo impropio decir de la persona goza de libre albedrío sin tener en cuenta la fuerza de la circunstancias propias y ajenas que condicionan el ejercicio de la libertad, por eso, en muchas ocasiones la persona vive la libertad como una maldición, constreñido como está por fuerzas ajenas, ignorancia y desconocimiento de los resultados de su elección, o más exactamente, de su obligación de elegir. Es demasiada la responsabilidad que se coloca sobre los hombros del ser humano cuando se dice que es un sujeto que de goza de libre voluntad. ¿Hasta dónde somos libres en la hora de las decisiones transcendentales que afectan a nuestra vida? ¿A quién no le gustaría una ayuda competente en esos momentos cruciales, cuando faltan datos y elementos de juicio; o cuando el ánimo apocado necesita un empujón desde fuera? Pobre de mí, dice el apóstol Pablo, «pues según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro.7:22-25).
Podemos argumentar muchas cosas, pero seguir afirmando que las personas se condenan eternamente por su rechazo voluntario del mensaje evangélico, y que Dios respeta esa voluntad libre de condenación, no es realista, ni se ajusta a lo que sabemos de la acción divina y a la naturaleza humana. Dios puede llevarnos a aceptar su amor sin forzar ni anular nuestra voluntad, basta con que en esta vida, o en la próxima, la persona, iluminada por el inefable amor de Dios, experimente la medida plena de la esterilidad del pecado y su absoluta inutilidad para satisfacer el impulso de su ser que fue creada para amar a Dios y unirse a él.Torrance acepta sin reservas la redención o expiación ilimitada, universal, lo cual parece implicar el universalismo, aunque él se niega a sacar esta conclusión, pese a que pueda desear hacerlo. Pero Torrance defiende que se necesita fe para apropiarse de los beneficios de la obra salvadora de Cristo. Esto parece, en el mejor de los casos, según Oliver Crisp, es una especie de residuo evangélico en su pensamiento que es inconsistente con su soteriología totalmente objetiva, extrínseca y eficaz.
«Por esta razón, alguien enamorado de la soteriología de Torrance puede sentir que lo que yo llamo el residuo evangélico del énfasis de Torrance en la fe personal podría descartarse como requisito para la salvación, dadas las otras estructuras de soporte de la soteriología de Torrance. Una persona así podría pensar que Torrance habría hecho mejor en tener el valor de sus convicciones y abrazar una doctrina de universalismo, según la cual toda la humanidad está destinada a participar en la vida trina de Dios»[16].
Dicho esto, hay que reconocer que la enseñanza apostólica no contempla, en lo que a sus afirmaciones explicitas respecta, una visión universal de la salvación de todas las personas, incrédulas incluidas. Ese “residuo evangélico” es patente en el texto clave del amor universal de Dios por el mundo, «que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:16). Para los autores evangélicos la salvación está condicionada a la fe: «cree en el Señor Jesucristo y serás salvo» (Hch 16:31). Esta es la base de la motivación misionera. Somos nosotros, los creyentes del siglo XXI, los que se en base a la teología implícita de la redención, efectuada por Cristo de un modo total, nos planteamos una teología que va más allá de la letra en busca de su espíritu, pues desde hace décadas, sin negar la necesidad de seguir proclamando el evangelio y la fe en Cristo como camino de salvación, se nos ha hecho evidente un dato que no podemos dejar de lado:
«En un universo de amor no puede haber un cielo que tolere una cámara de horrores, ni un infierno para nadie que no lo convierta al mismo tiempo en un infierno para Dios. Él no puede soportar eso, porque sería la burla final de su naturaleza, y no lo hará»[17].
______________________________________
[1] Jason Robert Radcliff, Thomas F. Torrance and the Orthodox-Reformed Theological Dialogue (Pickwick Publications 2018); Matthew Baker, ed., T. F. Torrance and Eastern Orthodoxy: Theology in Reconciliation (Wipf and Stock (5 Noviembre 2015).
[2] Alister McGrath, T. F. Torrance: An Intellectual Biography (T & T Clark, Edimburgo 2006); Elmer M. Colyer, How to Read T. F. Torrance: Understanding His Trinitarian & Scientific Theology (InterVarsity Press 2001); Myk Habets, Theology in Transposition: A Constructive Appraisal of T.F. Torrance (Fortress Press 2013).
[3] T.F. Torrance, Theological Science, pp. 26, 45, 116 (1969 / Bloomsbury T&T Clark (2000); Reality and Scientific Theology (Scottish Academic Press, Edimburgo 1985).
[4] Todd Speidell, What Scientists get, and Theologians don’t, about Thomas T. Torrance, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2013/06/what-scientists-get-and-theologians-dont-about-thomas-f-torrance
[5] Joseph H. Sherrard, T. F. Torrance as Missional Theologian. The Ascended Christ and the Ministry of the Church. IVP Academic 2021.
[6] T.F. Torrance, “Universalism or Election,” Scottish Journal of Theology 2 (1949), 314-315.
[7] A. Kimel, Revisiting J. A. T. Robinson and T. F. Torrance on Universal Salvation, https://afkimel.wordpress.com/2024/01/02/revisiting-j-a-t-robinson-and-t-f-torrance-on-universal-salvation/
[8] T. F. Torrance, Atonement: The Person and Work of Christ, p. 188. IVP Academic, 2014.
[9] Id., p. 189.
[10] T.F. Torrance, The Mediation of Christ, p. 94. Helmers & Howard Pub, 1992.
[11] T.F. Torrance, The Trinitarian faith: The evangelical theology of the ancient Catholic church, pp. 248-253. T&T Clark, 1988.
[12] T.F. Torrance, God and rationality, p. 58. Oxford University Press, 1971.
[13] Cf. Martin M. Davis, “T.F. Torrance: Union with Christ through the Communion of the Spirit”, In Skriflig 51/1 (2017). 1-19.
[14] Torrance, A Passion for Christ. The Vision that Ignites Ministry, p. 31. Wipf and Stock Publishers, Eugene 2010.
[15] Torrance, “Universalism or Election,” p. 311.
[16] Oliver D. Crisp, “T. F. Torrance on Theosis and Universal Salvation”, Scottish Journal of Theology, 74 (2021), p. 25.
[17] J. A. T. Robinson, “Universalism—Is it Heretical?”, Scottish Journal of Theology, 2 (1949), p. 155.