Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía (Lc. 12, 1)
Ya hace algún tiempo que, a través de este mismo medio (y de otros), expresamos nuestra desconfianza en relación con la figura del papa Francisco, no por un anticatolicismo visceral de base ni por falta de espíritu ecuménico; gracias a Dios no es ése nuestro caso. Simplemente, porque no veíamos demasiada transparencia en el nuevo pontífice, porque no éramos capaces de discernir en él esa figura excepcional, carismática, que según algunos (muchos protestantes y evangélicos incluidos) abriría las puertas de la esperanza para el mundo y, cual pastor universal de la Iglesia de Cristo —algunos preferían llamarlo “líder”—, dirigiría al pueblo de Dios a buen puerto. Pese a las críticas que recibimos en su momento en distintos foros, algunas un poco fuera de tono, la verdad sea dicha, hemos seguido manteniendo nuestra desconfianza inicial y hoy comprobamos que teníamos razón. Y no lo decimos con orgullo ni con espíritu de revancha, sino más bien con tristeza; no resulta agradable tener razón en cosas como ésta.
Baste con un par de ejemplos.
En primer lugar, han sorprendido a todo el mundo ciertas declaraciones sobre el colectivo homosexual —el papa Francisco empleó concretamente el término “gay”— emitidas al parecer en un avión ante un grupo de periodistas que le formulaba varias preguntas. Y han sorprendido por la aparente apertura de su pensamiento, máxime si se comparan con la hasta hace no mucho postura intransigente que había mostrado en su país natal, cuando sólo era el cardenal Jorge Mario Bergoglio. Pero cuidado, hemos dicho “aparente”. No puede ser demasiado fácil nadar entre dos aguas, sobre todo de esta clase, cuando por un lado se exaltan ciertos valores morales conforme a la más pura tradición cristiana, mientras que por el otro se brega de continuo contra la realidad de un clero, alto y bajo, en el que la práctica de la homosexualidad ha sido y es moneda corriente en porcentajes no pequeños. En una palabra, que no es lo mismo llamarse Bergoglio que llamarse Francisco, ser cardenal que ser papa. En el primer caso, a lo que parece, uno se puede permitir el lujo de decir lo que realmente piensa sobre ciertos temas, e incluso explayarse sin temor a las consecuencias; en el segundo, se diría, la presión mediática se impone, cuando no la institucional, por no decir ambas al mismo tiempo. Esto se llama camaleonismo, y es una práctica muy común entre dirigentes políticos y jefes de estado. Finalmente, y nadie se ofenda, el papa no deja de ser esto, un jefe de estado. O mejor, como diría alguien, es precisamente esto lo que define el pontificado romano: una jefatura de estado, pero de un estado muy peculiar.
En segundo lugar, el papa Francisco ha arrojado un jarro de agua fría a muchos sectores progresistas cristianos de su denominación con sus declaraciones sobre el status de la mujer en la Iglesia, pronunciadas en el mismo avión y ante el mismo grupo de periodistas. Lo triste es comprobar que con este asunto ha decepcionado, y mucho, a todos los protestantes y evangélicos que habían depositado ciegamente su confianza y sus esperanzas en él (?). Nuevamente camaleonismo, para no variar. Tras haber lanzado a los cuatro vientos ciertas proclamas que daban a entender, o así lo parecía, que Roma estaba a punto de dar un paso de gigante en relación con este asunto, que venía coleando desde hacía mucho, el papa Francisco no sólo echa el freno, sino que declara sin ambages que uno de sus predecesores, el hoy beatificado papa Wojtiła, una de las personalidades más controvertidas de finales del siglo XX, ya había definido claramente la posición de la Iglesia de una vez para siempre. O sea, que de lo dicho nada. Mucho ruido y pocas nueces. Ya lo dice el conocido adagio: Roma locuta, causa finita, que en este caso podríamos traducir por donde digo digo digo Diego, ¡y a callar! O sea, para entendernos, que la mitad del género humano queda arrinconada y excluida del sagrado ministerio debido al delito de haber nacido mujer. Escuchando o leyendo noticias tales, uno se pregunta con cierta consternación hasta qué punto ciertas iglesias, grandes como la católica apostólica romana y pequeñas como otras que conocemos, han comprendido algo del Evangelio Redentor de Cristo.
Personalmente, nos preguntamos cómo ha sido posible que tantos creyentes, se supone, hijos de la Reforma y algunos de ellos hasta teólogos, se hayan dejado engatusar por los cantos de sirena de un romano pontífice mediático que juega a progresismo por un lado, mientras que por el otro presenta el lado más rancio de una iglesia que clama a gritos por cambios drásticos, no tanto en las formas como en el contenido.
Jesús lo había advertido acerca de los fariseos de su tiempo, como leemos en el versículo que encabeza esta reflexión. Esa advertencia sigue siendo válida hoy. Los fariseos de entonces pueden tener otros nombres en nuestros días, vestir de forma diferente y aparentar cualquier cosa que se les ocurra, pero la base de su actuación no ha cambiado: sigue siendo la más pura hipocresía.