Instantáneas de la beatificación de Monseñor Romero [No4]
La ceremonia comenzó a las 9:30 a.m. con los cánticos de entrada, antes de los Ritos Iniciales de la Misa, anunciada para las 10:00 a.m. La gente sencilla, del pueblo más sufrido, había llegado desde tempranas horas de la mañana. Muchos venían desde lejos; desde Ciudad Barrios, Departamento de San Miguel, el lugar donde nació Romero; desde Antiguo Cuscatlán, Santa Tecla, Azacualpa, Jutiapa, San Antonio de la Cruz, Tenancingo y decenas de lugares más. El transporte intermunicipal dejaba a los pasajeros en el sitio donde ordenaba la fuerza pública (habían acordonado varios kilómetros a la redonda) y desde allí, o mucho antes, caminaban en peregrinación, desbordando alegría, rezando, cantando, gritando vivas a Monseñor y levantando en alto los estandartes con su figura.
Los vimos desfilar en los últimos tramos, cuando bajaban por la Avenida Bernal dirigiéndose hacia la Alameda Roosevelt para, desde allí, girar a la derecha y encontrar la plaza Salvador del Mundo, lugar donde estaba instalado el templete para la ceremonia de la beatificación. Este era el pueblo preferido de Monseñor, el de los sectores marginados y empobrecidos, el de hombres sencillos con sombreros de palma y mujeres humildes con largas cabelleras a medio peinar. Esta vez desfilaban, pero no para huir, como en la guerra de los 80, ni para protestar, como en las marchas de los 90, sino para celebrar. Lo de ayer fue una gran fiesta popular.
Nosotros, los siete representantes de World Vision, llegamos en dos vehículos de la organización hasta la Iglesia de San José de la Montaña (donde está el seminario donde estudió Monseñor), a las 7:50 a.m. Nos bajamos y observamos las calles llenas de sacerdotes, seminaristas, religiosas y obispos que se preparaban para caminar hasta el lugar de la celebración. ¡Se respiraba alegría! Me acerqué a un sacerdote para preguntarle cuál era su parroquia y para presentarme como pastor evangélico que también, como ellos, se sentía parte de la fiesta y con derecho a celebrar. «Romero es de todos, padre; de todos».
El lugar que nos asignaron los organizadores estaba al lado del altar central, a pocos metros de las sillas de algunos expresidentes: Manuel Zelaya, de Honduras, Mauricio Funes, de El Salvador y Álvaro Colom, de Guatemala. También ubicaron bajo la misma carpa a varios diplomáticos de países vecinos, a las principales autoridades del Consejo Ejecutivo Nacionalista (COENA) del Partido ARENA (partido de la derecha salvadoreña) y, detrás de nosotros, a los representantes del gobierno venezolano de Nicolás Maduro quienes vestían camisetas blancas con frases de Monseñor y, al lado izquierdo, el emblema del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), actual partido de gobierno en El Salvador.
La Misa fue presidida por el Cardenal italiano Angelo Amato, prefecto de la Congregación para la Causas de los Santos. Todo transcurrió con la solemnidad que caracteriza al rito romano, entre rezos, invocaciones, lecturas bíblicas, canciones (varias de ellas tomadas de la misas populares salvadoreña y nicaragüense) y lectura de la Carta Apostólica en la que el papa Francisco declaró Beato a Óscar Arnulfo Romero Galdámez: «…facultamos para que…en adelante se le llame Beato y se celebre su fiesta el día veinticuatro de marzo, en que nació para el cielo…». A las 12:30 p.m., bajo un sol que fue clemente y una temperatura soportable, terminó la ceremonia entre aplausos emocionados de las más de 280.000 personas que asistimos.
Francisco también envió unas palabras personales en las que decía: «Quiero que tengan a Monseñor Romero como amigo en la fe». Para católicos y no católicos, para quienes creemos que la fe se expresa en compromisos a favor de la paz, la dignidad humana y la justicia, Romero es nuestro amigo en la fe.
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