1. Modelos bíblicos de iglesia: aquí y ahora
¿Existe acaso alguna nación tan grande que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, cada vez que lo invocamos? […] A ustedes, en cambio, el Señor los tomó y los sacó del horno de hierro de Egipto, para que fueran el pueblo de su propiedad, como efectivamente ahora lo son.
Deuteronomio 4.7, 20, La Palabra, SBU
Históricamente, siempre han convivido diversas formas de “ser-iglesia-en-el-mundo”, es decir, las diversas maneras en que las comunidades se organizan, adoran y buscan servir a Dios. Además, esa variedad también ha querido ser justificada mediante argumentos pretendidamente bíblicos que, en efecto, encuentran en varios lugares de la Escritura elementos para establecer tal o cual conducta o comportamiento de los grupos cristianos. A eso se le puede llamar “modelos de Iglesia”, los cuales se han construido a partir de tradiciones, mentalidades o creencias en relación con lo que se supone que debe ser la Iglesia de Jesucristo. Incluso, algunos años antes de la Reforma Protestante, surgieron muchos movimientos que agrupaban comunidades insatisfechas con el gobierno, enseñanza y misión de la Iglesia mayoritaria que llegaron a convencerse de que ésta no tenía remedio y que, por lo tanto, quedarían al margen de la misma. A esos grupos se les ha llegado a denominar “cristianos sin iglesia” (Leszek Kolakowski) debido a su dificultad para reubicarse en el seno de una comunidad establecida, organizada y, lamentablemente jerarquizada. Lo mismo sucede hoy cuando mucha gente interesada en la fe se desengaña con frecuencia porque percibe que algunas iglesias se comportan más como club social o empresa que como auténticas comunidades de fe, máxime cuando se imponen ciertas actitudes o modas que no manifiestan lo suficiente el sentido que debe tener la presencia comunitaria de los creyentes en la sociedad.
Esta situación obliga a que, cada vez que surgen nuevos proyectos de iglesia emanados de otras organizaciones debe afrontarse un estudio riguroso de la manera en que las Escrituras, en el devenir de los tiempos, afirman acerca de la forma en que puede agruparse el “pueblo de Dios”. Este mismo concepto, que atraviesa en su totalidad el mensaje bíblico, permanece constante y es aludido continuamente porque expresa ambas realidades: pro un lado, los lazos que unen a conjuntos humanos y, por el otro, su conciencia de tener un compromiso con su Señor y Salvador. Sociológicamente, esto derivó en una serie de conductas y acciones que trataron de establecerse, no sin conflictos de diversos tipos, en medio de otros pueblos con culturas y religiones marcadas por un patrón dominante ante el cual Yahvé quiso señalar diferencias. Es lo que Walter Brueggemann ha explicado como el intento por construir y consolidar una “comunidad alternativa”, libre de la “mentalidad monárquica”, estamental, y, a cambio, establecer una comunidad de iguales en la que todos, hombres y mujeres, vivieran en las mismas condiciones entre ellos y en su relación con lo sagrado. Los textos dan fe de ello, por ejemplo, cuando Moisés habla de la posibilidad de que todos fueran profetas (Nm 11.29), y más tarde, al afirmar la vocación sacerdotal y real de todo el pueblo (Ap 5.10).
La palabra que aparece con mayor frecuencia en el Antiguo Testamento para referirse al pueblo de Dios organizado es qahal, que podría traducirse por “asamblea”, en un sentido litúrgico y también político. (Misma raíz que para Qohélet, “hombre de asamblea”, el nombre del libro de Eclesiastés.) De ahí que la comunidad, o “nación”, como aparece en Deuteronomio, es un conglomerado que se convoca en ocasiones para realizar la liturgia o en otras para tomar determinaciones comunitarias de carácter político. Esta palabra es la que los traductores de la Septuaginta vertieron como ekklesía, esto es, “los y las llamados”, pues “encierra una idea de convocatoria”, “la idea de ser llamados. Y también como sinagoga. Los israelitas tenían la conciencia de que no formaban la asamblea por su propio impulso, sino más bien que era Dios el que convocaba, el que llamaba a la reunión”.[1] A veces se traduce como “congregación”, como en Dt 23.1.
El sentido habitual de qahal es el resultado de una convocatoria, ya sea de un grupo de personas actualmente reunidas (asamblea “en acto”), ya sea, por extensión, de una comunidad de personas considerada como un conjunto permanente (asamblea “virtual”). El uso del vocablo pone de relieve la experiencia de una respuesta activa a la convocatoria que genera una “asamblea comunitaria” y un “pueblo reunido”. Su uso paradigmático se encuentra en el Deuteronomio cuando se refiere al “día de la asamblea” (LXX: té heméra tés ekklesias: Dt 4.10; 9.10; 18,16; 23,2; cf Núm 10.7), con una clara connotación de celebración “litúrgica” de la alianza.
El término qahal del Antiguo Testamento se usa para las grandes asambleas “litúrgicas” de la historia de Israel: Sinaí (Ex 19), Josué (Jos 8.34s.; 24), Salomón (I R; 2 Cr 6-7), Josías (2 R 23) y Esdras (Neh 8.1-10.30).[2]
Los modelos bíblicos de Iglesia parten todos de esta realidad, ideal y realizada en ocasiones, al mismo tiempo, puesto que el factor que lo desestabilizó fue la situación política creada por la monarquía, debido sobre todo a la reducción de la participación del pueblo en las grandes decisiones nacionales. Cuando el juez y profeta Samuel responde al pueblo en nombre de Dios acerca de la solicitud de un rey, la misma población sintió que el modelo tribal estaba en crisis y que debía modificarse, aunque la transformación se orientó más en el sentido de lo que conocían de otros pueblos alrededor. Eso influyó para que, al momento de la desaparición de la monarquía, los liderazgos se reagruparan y se hiciera una revisión profunda de su papel en la vida del pueblo. El énfasis comunitario con que los textos exponen el esfuerzo de Israel para sobrevivir en espacios hostiles rescata la manera en que las tradiciones religiosas se habían interiorizado en la fe colectiva.
Hoy necesitamos partir de estos elementos y, mediante un esfuerzo riguroso leer y releer las diversas metáforas y definiciones de Iglesia que aparecen en el Nuevo Testamento para, desde ahí, encontrar formas prácticas y consecuentes para el presente.
2. “La iglesia que Jesús quería…»
Como muy bien saben ustedes, los que se tienen por gobernantes de las naciones las someten a su dominio, y los que ejercen poder sobre ellas las rigen despóticamente. 43 Pero entre ustedes no debe ser así. Antes bien, si alguno quiere ser grande, que se ponga al servicio de los demás; y si alguno quiere ser principal, que se haga servidor de todos.
Lucas 10.42-44, La Palabra, SBU
El título de esta reflexión está tomado de un libro del biblista alemán Gerhard Lohfink que expone “la dimensión comunitaria de la vida cristiana”. Ciertamente, y siguiendo el orden que proponen los textos del Nuevo Testamento, es posible esbozar el siguiente orden de hechos, que se han desarrollado previamente desde mucho tiempo atrás, hasta el punto en que se han vuelto casi “lugares comunes”:
a) Jesús predicó la venida inminente del Reino de Dios y lo que vino fue un conjunto de comunidades denominadas después iglesias.
b) Formó, más bien, un grupo que entra en la categoría de “movimiento”, el cual era igualitario y profético.
c) No fundó ninguna iglesia, en el sentido formal, ni mucho menos institucional, aunque al hablar de “la iglesia antes de la Iglesia” y del “movimiento de Jesús”, es posible percibir la orientación inicial de las comunidades judeo-cristianas.
d) Las comunidades que reivindicaron su nombre se organizaron jerárquicamente con el tiempo y adaptaron sus características a las exigencias del momento.
Con estos planteamientos en la mente, Lohfink explica que la pregunta acerca de si Jesús fundó o no una iglesia, está mal planteada porque
…ésta existía ya mucho antes de que Jesús apareciera en Palestina. Esa iglesia era el pueblo de Dios, Israel. Jesús se dirige a Israel. Quiere reunirlo ante la inmediata irrupción del Reino de Dios, y hacerlo verdadero pueblo de Dios. Lo que llamamos iglesia no es sino la comunidad de aquellos que están dispuestos a vivir en el pueblo de Dios congregado por Jesús y santificado por su muerte. Desde esta perspectiva no tiene sentido preguntar si Jesús fundó formalmente la iglesia. Es, en cambio, extraordinariamente interesante preguntar cómo congregó Jesús a Israel y cómo concibió la comunidad del verdadero Israel. Precisamente entonces nos hallamos ante la pregunta verdaderamente decisiva: ¿qué rostro debería tener hoy la iglesia?[3]
En la tercera parte de su libro, Lohfink desarrolla ocho aspectos desde el Nuevo Testamento relacionados con la novedad que debían experimentar las comunidades seguidoras del legado de Jesús de Nazaret: 1) la iglesia como pueblo de Dios, 2. la presencia del Espíritu, 3) la supresión de las barreras sociales, la práctica de la “convivencia” solidaria (o koinonía), 4) el amor fraterno, 6) la renuncia a la dominación, 7) la iglesia como “sociedad de contraste” y 8) la iglesia, como señal para las naciones. Cada uno de ellos sigue plenamente vigente para la situación actual. Sobre la renuncia a la dominación y comentando Mr 10.42-45, escribe Lohfink:
…el texto alude ya a problemas de dominación en la iglesia. Se trata de la estructura fundamental de los oficios eclesiásticos, que son definidos basándose en la existencia de servicio de Jesús. En la iglesia tiene que darse la autoridad y el poder. Esto se presupone. Pero esta autoridad no debe ser dominación, tal como llega a ser en la sociedad habitual. En tales situaciones, la dominación suele perseguir frecuentemente intereses que nada tienen que ver con el verdadero servicio de los subordinados. Por el contrario, la autoridad en el pueblo de Dios tiene que girar siempre alrededor del servicio. En la iglesia, solo debe llegar a tener autoridad aquella persona que prescinde por completo de si misma y de sus intereses, y vive su existencia para los otros. […]
Partiendo de ese comportamiento de Jesús, Me 10,42-45 define con lógica demoledora el único tipo de autoridad posible dentro de la iglesia. La praxis de Jesús funda de manera inmutable la no violencia, la renuncia a la dominación, en la iglesia y en sus ministerios.[4]
De modo que la preocupación por la Iglesia que Jesús quería debe situarse en el plano del presente: ¿qué clase de Iglesia quiere Jesús hoy que esté presente en el mundo para cumplir adecuadamente con el Evangelio liberador y transformador de vidas, estructuras, culturas e instituciones humanas para ser fiel a la presencia anticipada y futura del reino de Dios? Porque de ahí surgen otras dudas e interrogantes aún más directas y exigentes: ¿el modelo de iglesia-comunidad que estamos practicando responde a las expectativas que brotan del Nuevo Testamento? O más, aún, ¿debemos revisar profundamente y cambiarlo para conformarlo más al ideal que propuso el propio Jesús de Nazaret pero que siempre se ha adaptado a las circunstancias del momento? Y todavía: ¿hasta donde el eventual falseamiento de dicho ideal es rescatable en medio de los nuevos proyectos eclesiásticos que surgen todos los días? ¿No estaremos incurriendo en uno más sin la suficiente conciencia de sus limitaciones, riesgos y alcances?
Todo ello es posible discutirlo a la luz del episodio registrado en Marcos 10.35-45, puesto que allí aparecen las ansias de poder y protagonismo de una parte de la “iglesia” de las primeras décadas, representada por Jacobo y Juan, intentó (o “solicitó”) apropiarse de los mejores lugares en la dimensión futura (escatológica) del Reino de Dios, lo cual fue rechazado tajantemente por el propio Jesús. Al mismo tiempo, estableció un criterio radical en cuanto a la actitud que debería predominar en la vida comunitaria, el del servicio mutuo. Debían sintonizar con su proyecto comunitario:
Ellos no se acordaban de valorar la esperanza mesiánica como servicio del pueblo de Dios a la humanidad, concretamente de la comunidad al pueblo del barrio. Cada uno, conforme a sus propios intereses y conforme a su clase social, aguardaba al Mesías, queriendo encajarlo en su propia esperanza. Por eso, el título Mesías, dependiendo de la persona o de la posición social, podía significar cosas bien diferentes. ¡Había mucha confusión de ideas!
Era su actitud como Servidor lo que llevaba a Jesús a donar su vida en rescate de muchos (Mr 10.45). Por eso criticaba la situación que generaba la falta de pan para los pobres y excluidos [Mr 8.17-21]. Aquí está la causa para entender el conflicto con los discípulos. Un Mesías así era extraño para ellos.[5]
Estamos, así, ante la crítica del Jesús histórico a las veleidades políticas que la iglesia enfrentó desde muy pronto, incluso bastante tiempo antes de transformarse de perseguida en perseguidora. Jesús quiere hoy una iglesia que se reinvente siempre a sí misma con la dirección del Espíritu y que sea capaz de recuperar los postulados originales de la existencia de la comunidad en el mundo.
3. “Las iglesias que los apóstoles nos dejaron…”
Algo les digo también: si dos de ustedes se ponen de acuerdo, aquí en la tierra, para pedir cualquier cosa, mi Padre que está en el cielo se la concederá. Pues allí donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Mateo 18.19-20, La Palabra, SBU
Jesús, ya se ha visto, no tuvo la intención formal de fundar una “iglesia institucional” puesto que más bien lo que hizo con la comunidad que lo siguió fue forjar un movimiento contestatario y alternativo a la religión oficial de su tiempo. No obstante, cuando él ya no está presente físicamente, las diversas comunidades que surgieron llegarían a ser “las iglesias que los apóstoles nos dejaron”, esto es, que a partir de los postulados de Jesús se fueron desarrollando diversos grupos que interpretaron su mensaje para transmitirlo en medio de las circunstancias que les tocó vivir. A partir de esto, es posible hablar, como se hace actualmente, de una suerte de “familias confesionales” que aparecen ya delineadas en varios lugares del Nuevo Testamento comenzando con la existencia misma de textos completos que lo atestiguan, así como muchas observaciones en ese sentido, ejemplo de lo cual son las palabras de Pablo acerca de las comunidades que siguen a diversos apóstoles o líderes (I Corintios 1.10-13). Raymond E. Brown ha reconstruido la figura de esas “familias” y ha encontrado al menos siete: tres en el espectro de Pablo, y las correspondientes a Pedro, el “discípulo amado” (en el cuarto evangelio y en las cartas de Juan) y Mateo. En su análisis a este último lo ubica al final pues considera que es quien resume muy bien la preocupación por la naturaleza y misión de la Iglesia.
Dada su visión de la vida de la Iglesia, Mateo protege de estos peligros [autoritarismo, legalismo y clericalismo] a la comunidad, insistiendo en que la voz de Jesús debía ser escuchada en la iglesia. […]
Se perfilan, por otra parte, los instrumentos para el ejercicio de la autoridad (Pedro, los Discípulos, toda la comunidad), pero el evangelista insiste en que es Jesús quien les otorga el poder a todos ellos, por lo que en el ejercicio deben ajustarse a las normas de Jesús. […] La singularidad del primer evangelio consiste en que, a causa de la continua y desagradable confrontación con los fariseos, el autor se manifiesta consciente de los peligros que lleva consigo la adhesión eclesial a la ley y a la autoridad, por lo que introduce un correctivo.[6]
Mateo es el único evangelio que usa la palabra iglesia (ekklesía) y “no separa la vida de la Iglesia de la vida de Jesús”, es decir, que ambas van entrelazadas y que al contar la vida y obra de Jesús esto se hace en la clave de la vida de las comunidades mateanas. Este evangelio vislumbra también la construcción o fundación de la iglesia y …entrevió la posibilidad de que ésta se convirtiera en una entidad autosuficiente, gobernada (en nombre de Cristo, para su seguridad) por su propia autoridad, sus propias enseñanzas, sus propios mandamientos. Para contrarrestar el peligro, Mateo insiste en que la Iglesia debe gobernar no sólo en nombre de Jesús, sino también en el espíritu de Jesús, y con sus enseñanzas y mandamientos. Si la iglesia se considera como una institución o sociedad con ley y autoridad, tenderá a dejarse influir por los principios de la sociología, y a configurarse según las sociedades de la cultura circundante […] Mateo acepta la institución, la ley y la autoridad, pero quiere una sociedad peculiar, en la que la voz de Jesús no sea suplantada, y siga siendo normativa.[7]
Para muchos, Mateo 18 describe la realidad de una comunidad eclesiástica ya existente que, en la estela de su fe en Jesucristo, ya está intentando hacer realidad los ideales humanos y colectivos del Reino de Dios, pero como es lógico, enfrenta los obstáculos propios de una organización en busca de un perfil propio, además de que era una comunidad “mixta” formada por judíos y gentiles.[8] Es “el tratado práctico más profundo acerca de la Iglesia en el Nuevo Testamento […] que anticipa los peligros con los que las iglesias se pueden encontrar por el hecho de su estructura y autoridad”.[9]
Un esquema propuesto para este capítulo evidencia su profunda preocupación eclesial:
1: Una Iglesia que opta por los pobres (18.1-14)
1) Quien es el mayor en el Reino de los Cielos (1-5)
2) No escandalizar a los pequeños (a los pobres) (6-9)
3) No despreciar a los pequeños (10)
4) Parábola de la oveja descarriada (12-13)
Conclusión: El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños (14)
2: Una Iglesia del perdón y de la reconciliación (18.15-35)
1) Corrección fraterna y comunitaria (15-17)
2) Autoridad e importancia de la comunidad eclesial local:
La comunidad ata y desata (18) cf. 16.19
Acuerdo comunitario para la oración (19)
Jesús en la comunidad (20)
3) Parábola del perdón (21-34)
Conclusión: Así hará el Padre celestial si no se perdonan de corazón unos a otros (35)[10]
A partir de la pregunta por la supuesta superioridad “en el reino de los cielos” (v. 1), el resto del capítulo se ocupa de la práctica eclesial de la iglesia terrenal, humana. Se abandona la idea del prestigio para asumir los riesgos y los costos de la existencia cotidiana de la comunidad. El niño es el modelo de la anti-autoridad (vv. 2-7) y de allí se sigue el tema del escándalo, que seguramente ya agobiaba a la comunidad de Mateo, lo mismo que la atención a las “ovejas descarriadas” (vv. 10-14, “las obligaciones pastorales hacia los miembros extraviados de la comunidad”). Inmediatamente se aborda el asunto de la “disciplina eclesiástica” (vv. 15-18) y finalmente se trazan líneas sobre el auténtica poder y la autoridad eclesiásticos (18-20) para concluir con la parábola del perdón (21-35). La observación de Brown es digna de citarse como conclusión:
Ninguna sociedad terrena duraría mucho con estos principios; y la mayoría de las personas no pueden ponerlos en práctica de manera constante. Y sin embargo, manifiestan el estilo de Dios; y, cuando se ponen en práctica, en ese momento y en ese lugar, se ha hecho realidad el reino de Dios. […] Los cristianos deben, por tanto, mantener como objetivo el cumplimiento de estas exigencias escatológicas, aunque solamente en ocasiones sean capaces de llevarlas a la práctica durante la vida.[11]
[1] “La asamblea”, en http://mercaba.org/LITURGIA/Abando/liturgia_7.htm.
[2] Asamblea litúrgica”, en http://mercaba.org/DicEC/asamblea_liturgica.htm.
[3] N. Lohfink, La iglesia que Jesús quería. 2ª ed. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1986, p. 7. Énfasis agregado.
[4] Ibid., p. 128.
[5] Mercedes Lopes y Carlos Mesters, “Comunidad que comparte – perspectiva económica y ecológica del evangelio de Marcos”, en RIBLA, núm. 59, 2008, p. 21, www.claiweb.org/ribla/ribla59/lopez_mesters.html.
[6] Raymond E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. 3ª ed. revisada. Nueva traducción: Pedro Jaramillo. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1998 (Cristianismo y sociedad, 13), pp. 35-36.
[7] Ibid., p. 185. Énfasis agregado.
[8] Ibid., pp. 182-183.
[9] Ibid., pp. 185-186.
[10] Pablo Richard, “Evangelio de Mateo: una visión global y liberadora”, en RIBLA, núm. 27, http://claiweb.org/ribla/ribla27/evangelio%20de%20mateo.html. Cf. G. Gutiérrez, “Gratuidad y fraternidad: Mateo 18”, RIBLA, núm. 27, http://claiweb.org/ribla/ribla27/gratuidad%20y%20fratrnidad.html.
[11] R.E. Brown, op. cit., p. 190.
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