Cuando llega la Semana Santa el sadomasoquismo cristiano se quita la careta y campa a sus anchas en medios de comunicación, calles e iglesias. Los maestros sacan el látigo, se enfundan unas botas altas de cordones, y se ponen ajustados trajes negros de cuero que cosen con las fundas de sus Biblias. Es el momento más esperado del año, y no es necesario justificarse, el contexto es permisivo para que el placer y el sufrimiento se fundan en una orgia sacralizada.
¡Crucifícale! Gritaron los sacerdotes cuando Pilato les dio la posibilidad de liberar a Jesús. ¡Crucifícale! Siguen gritando los sacerdotes y sacerdotisas que necesitan sacrificios dolorosos y sangrientos. El dolor es el lugar privilegiado de la revelación, los insultos y las humillaciones el lenguaje sagrado, sus escupitajos traen nueva vida, y la cruz es una cama de tortura.
El sadocristiano busca esclavos y esclavas para repetir sus excesos de la carne. Personas a las que no les importe subir a la cruz para ser insultadas, golpeadas y azotadas. Sumisos que quieran ser marcados con una cruz ardiente, y que estén dispuestos a padecer y gozar con un cinturón de castidad hecho a su medida. Se necesitan, se buscan, seres humanos que se deleiten con maestros a los que verles sufrir les produzca una satisfacción inconfesable. Humildes creyentes, dispuestos a dejarse tiranizar, y a los que convertirse en objeto del deseo de sus dominatrix, les lleve al éxtasis.
La teología del sacrificio y la satisfacción tiene categoría de verdad incuestionable para quienes participan en ese ritual de dominación, dolor y placer. El Dios amo encontró el más inconfesable deleite en un sumiso Jesús, al que le faltó tiempo para subirse al potro de tortura del Gólgota. Un Dios opresor que no quiso ensuciarse y prefirió ejercer de voiyer mientras el cuerpo de su tiranizado era atado, azotado y atravesado por pinchos. Los colaboradores del Sadodios sabían que Éste no intervendría; no hay salvación en Él, sólo un inconfesable deseo orgiástico de sufrimiento. El culmen del éxtasis divino, los gritos desesperados del agonizante encomendándose en sus manos.
Más allá de esta mirada canonizada a la cruz, hay otras que no buscan la autosatisfacción en el crucificado, sino que se dejan interpelar por aquel cuerpo herido, y humillado, no por Dios, sino por quienes juegan a serlo. No valen las mentiras, ni las interpretaciones idealizadas, Jesús no quiso ser crucificado, no fue enviado a sufrir y ser torturado, su cuerpo no es el símbolo de un Dios sádico, sino el de los silenciados, oprimidos, y marcados en propia carne por quienes se erigen en poseedores de la verdad y se creen autorizados para imponerla al resto.
La cruz no tiene valor salvífico para quienes han decidido subirse a ella buscando el placer de ser insultados y dominados, o para los crucificados a los que les ha faltado el coraje necesario para rebelarse, para gritar al Dios en el que confiaban: ¿Por qué me has abandonado? La tortura, sea esta física o psicológica, por sí misma, no tiene sentido teológico, y ningún Dios del cielo está tras ella. Los únicos que la exigen, que llaman a aceptarla con resignación, son quienes se prostituyen unos con otros en los templos de Dios. Son, los que han convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones.
El cuerpo del crucificado es un aparente no de Dios al mensaje de libertad, amor y comunidad de iguales de Jesús. Es el fracaso evidente de la voz de los pobres y oprimidos, la esperanza derrotada de los marginados sociales, la muerte de quienes luchan por la vida, la victoria del conservadurismo, la alegría de quienes se sintieron amenazados por el diferente, la advertencia de los buenos religiosos. Es, en resumidas cuentas, el día a día del mundo en el que vivimos. Un mundo donde esperar la intervención de Dios, parece un sueño infantil y ridículo.
Para los discípulos la cruz fue un conflicto, una dura prueba que ponía en entredicho el mensaje de su maestro, y que sólo la vida y la resurrección de Jesús les ayudo a entender. Hoy sin embargo aquel terrible y amargo no de Dios es el lugar donde se mueve con más comodidad la Iglesia. Nadie parece huir ni sentirse interpelado por las cruces que se levantan dentro de ella, los privilegios de género, orientación sexual, posición económica, nacionalidad, edad, cultura o ideología política, dan más placer que el mensaje liberador de Jesús. Todos los domingos nos sentamos al lado de prójimos crucificados que permanecen en silencio, y que cuando levantan su voz, les animamos a la resignación y el sometimiento, mientras seguimos llamándoles hermanos.
Si queremos romper el círculo sensual y sadomasoquista al que nos aboca la reducción de Jesús a una víctima necesaria para la satisfacción divina, tenemos que bajarle de la cruz, introducirlo en la cueva donde hemos encerrado a nuestros muertos, y ver como la intervención de Dios trae nueva vida. De las profundidades de un sepulcro custodiado por los representantes del poder, salió Jesús con la ayuda de Dios. El cuerpo que de allí salió no era el cuerpo sangriento de una víctima, porque aunque llevaba las marcas del sufrimiento que le habían inflingido otros seres humanos, había sido transformado y convertido en la esperanza de todas aquellas personas que se resisten a ser humilladas, silenciadas, e insultadas.
El cuerpo de Jesús fue trasvestido por Dios, el traje de sumisión y dolor que le obligaron a llevar, fue sustituido por aquel que reflejaba en realidad quien era: la vida y la esperanza de Dios. Y es desde esa experiencia que nos llama a nosotros a trasvestir la fe, y a hacer de ella un motor que trasvista el mundo. Una fe que recuerde y haga presente a un Dios que vive muy lejos de los discursos y las acciones que producen víctimas, se hagan estos en su nombre o no. Una fe que no es sadomasoquista, y a la que no le gustan las personas que se sienten mejores o que disfrutan humillando a otras, por mucho que digan hacerlo en nombre de Dios.
Vida y esperanza, no sometimiento y sufrimiento, ese es el mensaje de Jesús, que muchos han olvidado cuando miran a la cruz.
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