Posted On 11/12/2012 By In Biblia, Opinión With 3214 Views

Salir de Egipto

Nadie dudaría de que la libertad es un valor a perseguir y a conquistar. Pero esa libertad que tanto proclamamos y a la que tanto aspiramos demanda un precio que así, visto de pronto, puede parecer imposible de pagar. Quisiéramos “salir de Egipto”, pero no podemos dejar de pensar en las consecuencias. Seremos libres –y eso está muy bien- pero no tendremos los puerros que calmarán nuestra hambre y, bueno, al fin y al cabo, los puerros tampoco están tan mal, me aseguran la supervivencia a pesar de que sean el precio de mi libertad. Quiero comer –aunque sean puerros- y quiero ser libre, ¿Acaso la supervivencia y el derecho a la libertad son incompatibles?

Debemos leer más la Biblia para encontrar respuestas sencillas a nuestros problemas  más complejos. Algunos de mis amigos ante este comentario me miran con incredulidad, como si esas palabras no se correspondieran exactamente con la persona que las dice. Pero, cuando yo digo que debemos leer más la Biblia lo digo en serio, porque sus antiguas historias reflejan y pueden darnos la clave de nuestras nuevas historias.

¿Cuál es el precio de la libertad? Reflexionemos brevemente en la narración bíblica de la liberación de Israel del Egipto que le extorsionaba y le esclavizaba.

Si seguimos la secuencia narrativa que encontramos en el libro del Exodo, veremos que la historia comienza con la experiencia vital de un pueblo que había experimentado un crecimiento sin precedentes desde que la hambruna les obligara a emigrar a tierras más prósperas. Israel, cuando llegó a Egipto, se encontró con unas condiciones sociales, políticas y económicas que favorecían un optimismo que le permitía hacer planes de futuro y, por eso, “fueron fecundos y aumentaron mucho, y se multiplicaron y llegaron a ser poderosos en gran manera, y la tierra se llenó de ellos.” (Ex. 1,7).

Pero, ese pueblo todavía no era libre, sólo se había dejado llevar por “cantos de sirena” y esa situación “ideal” estaba a punto de cambiar drásticamente: “Y se levantó sobre Egipto un nuevo rey…” (Ex. 1,8). Y ese rey, poseedor del poder supremo, dueño de todo e identificado y venerado como un dios, tenía miedo (Ex. 1,9-10). Se trataba de un miedo irracional, pero él tenía que convivir con ese miedo, aún más tenía que librarse de él. Y tomó una decisión: privar a las personas del derecho divino e inalienable a la libertad, por lo que “Los egipcios… les amargaron la vida (a los israelitas) con dura servidumbre.” (Ex. 1,13-14).

La estrategia de este rey tendría consecuencias muy importantes, para él, para su pueblo y para aquellos que consideraba la causa de un posible cuestionamiento de su gran poder. Porque, ese pueblo al que él  pretendía ignorar, oprimir y destruir seguía creciendo y, a contracorriente, seguía manteniendo sus expectativas y esperanzas. Así que, las medidas debían endurecerse y la única alternativa era la aniquilación, el exterminio (Ex. 1,15-16).

Sin embargo, es muy difícil aniquilar o exterminar el ansia de cualquier ser humano de ser libre. Y el poder de Faraón se encontró con una serie de personas con el valor suficiente para deconstruir su poder y una tradición de actitudes sumisas. O, lo que es lo mismo, con el valor de rebelarse y de decir ¡Basta, ha llegado nuestro momento!

La historia de liberación del Exodo empezó con la insumisión de una serie de personas tal vez insignificantes, pero con la valentía suficiente como para enfrentarse con unas estructuras que les negaban lo más importante que tenemos los seres humanos: la dignidad y, con ella, la libertad.

Conocemos muy bien los avatares y las gestas de Moisés, Aarón y Miriam para que su pueblo tuviera la experiencia de una tierra en la que “fluye leche y miel”, una tierra próspera y libre. Pero, las personas que hicieron posible esa historia de liberación no tuvieron la oportunidad de disfrutar de esa tierra y Moisés sólo pudo verla de lejos, sin vivirla pero con nostalgia, como si ya formara parte de su memoria.

Tal vez queramos creer que los textos bíblicos nos informan de que, al final, esa “tierra que fluye leche y miel” ya ha sido conquistada y de que ya la estamos disfrutando. Pero, eso no es verdad. No hemos llegado a ninguna “tierra prometida”, todavía nos queda mucho camino y es más que probable que, como Moisés, tengamos que conformarnos con verla sólo de lejos y con experimentar una cierta nostalgia. Pero ¿Qué le vamos a hacer?

La buena noticia es que no existe ningún poder que pueda paralizar el poder de la vida. Leer más la Biblia, para mí, no quiere decir ser literalista (odio el literalismo), sino la sagacidad, la osadía y la valentía de encontrar las grandes lecciones que ella tiene para nosotros en los diferentes espacios y contextos en los que nos ha tocado vivir.

Joana Ortega Raya
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